“Escuela del servicio divino”
(R.B. Pról. 45)
Quienquiera que seas… Estás lejos. Estás cerca. Eres rebelde. Eres resignada. Eres limitada. Tienes cualidades. No importa. Quienquiera que seas. De todos modos tal vez estás demasiado lleno de ti mismo. Vacíate. Libérate.
¡A ti van dirigidas estas palabras!
Un joven estudiante romano deja sus libros y la fortuna paterna y va a retirarse a un valle salvaje, en los alrededores de Subiaco para allí agradar sólo a Dios. El duro aprendizaje de la soledad le abre el corazón al verdadero conocimiento de sí mismo y deja un espacio claro para Dios.
Y cuando enseguida empiezan a venir visitantes se admiran de la lucidez de todo un hombre de Dios. Desean incluso quedarse allá y vivir con él. Benito se convierte así en guía espiritual de estos nuevos convertidos; prueba la sinceridad y la autenticidad de su camino y se decide a fundar unas comunidades. Bajo su guía todos viven la ardiente búsqueda de Dios a través de las huellas de Cristo. Y esta experiencia de vida evangélica nos es entregada por Benito en su Regla.
Ya han pasado quince siglos… Hombres y mujeres se reconocen todavía en esta experiencia de Benito.
Para nosotras también, vivir el Evangelio es nuestro camino para encontrarnos con Cristo.
La aventura de la fe
Un encuentro puede llegar a transformar toda una vida y darle un sentido nuevo. La alegría nace de poderse entregar y romper las barreras del egoísmo para intentar una aventura de comunicación. Nosotras hicimos esta experiencia un día. Y de repente una palabra del Evangelio nos invadió como una luz y una fuerza. La llamada tenía el rostro de Cristo: “Jesús, un día, fijó su mirada en un joven rico y le amó”.
Respondimos con un sí que quisimos fuera libre y total, como el sí del amor; un sí que implicara nuestra vida entera, hoy y mañana. Por Cristo y por su Evangelio renunciamos a poseer, a fundar una familia, a disponer de nosotras mismas según nuestra voluntad. Nos confiamos absolutamente en el Otro, con el presentimiento en el corazón de comprometernos en una vía que no podía engañarnos, de responder al deseo más profundo de nuestro ser. Y desde entonces no quisimos ya preferir nada por encima del amor de Cristo.
Un arte de vivir
¿Qué encontramos en el monasterio? Una comunidad fraternal donde nos ayudamos a buscar a Dios, un arte de vivir probado por generaciones y generaciones de monjas y monjes. Una vida centrada en Dios, donde todo se orienta a la atención del corazón profundo, es un arte que se va aprendiendo pacientemente y se expresa y comunica en los actos más sencillos: escuchar, orar, vivir la fraternidad.
“Escucha hija mía…” es esa la primera invitación de Benito en su Regla. Escuchar realmente. No con una oreja distraída, sino con el corazón. Discernir más allá de las palabras, la palabra viviente del Otro. Obedecer –que es otra manera de escuchar-, obedecerse mutuamente.
Escuchar la Palabra de Dios en la Escritura santa, modelarse según Cristo y seguirle. Escuchar a las hermanas y escuchar las palabras de la abadesa que hemos escogido para que nos conduzca hacia Cristo: ¡obedecer al Espíritu!
“Entregarse frecuentemente a la oración”… (R.B. 4). Armonizar el espíritu con la voz para entrar en la oración de Cristo. Apropiarse, identificarse con la oración de los salmos inspirados que, a horas regulares, va marcando el ritmo de la jornada monástica desde el amanecer hasta la noche. Dar gracias por todas las maravillas compartiendo la comida del Señor, su Eucaristía.
Aprender a hacer silencio para que hable Él. Y buscar en la fuente de toda oración interior el Espíritu, Don de Jesús que purifica el corazón, que susurra dentro de nosotros: “Ven hacia el Padre”.
“Se adelantarán a honrarse mutuamente” (R.B. 72). No hemos escogido a nuestras hermanas del monasterio… pero nos reúne la misma llamada de Dios. De un Dios que no puede ser amado si no nos amamos las unas a las otras. Compartimos todo lo que poseemos y creemos en el perdón que nos reconcilia “antes que acabe el día”.
Los gestos sencillos del servicio mutuo, la fidelidad de cada día, la atención tenida con cada una, verifican la autenticidad de nuestro amor fraternal cristiano.
Una comunidad abierta
“Honrar a todos los hombres”, recomienda San Benito. Nuestras comunidades quieren ser tierra donde puedan acogerse los que a ella llegan: los que quieren compartir su oración, su vida, profundizar su fe, y también los que buscan un lugar de silencio y de paz.
Un rostro de la Iglesia
En la Iglesia, las diversas vocaciones y carismas, lejos de excluirse, se complementan unas con otras. La vocación de la monja benedictina es llamar a sus hermanas a la vigilancia del corazón. En lo profundo de la noche anuncian que una aurora va a nacer. Se ha despertado una esperanza. Hay que vigilar. El Señor viene, el único Absoluto de nuestras vidas. Por eso la monja se mantiene en el corazón de la Iglesia orante, que recuerda la venida definitiva de su Señor.
Un rostro de hombre
En todos los tiempos y en todas las culturas, la experiencia monástica ha atraído a hombres y mujeres sedientos de lo absoluto. Esta búsqueda tiende a significar que la vida encuentra su sentido último en un más allá del hombre. Para nosotras, monjas cristianas, el modo de vida monástica nos permite expresar nuestra entrega a Cristo en su radicalidad…
Es difícil explicar lo que nos resulta más íntimo. Es paradójico hablar de un camino hecho de silencio…