7,1-10

        «Ellos le rogaban encarecidamente» (v. 4). Es un ejemplo de la eficacia de la oración de petición, que obtiene de la omnipotencia de Dios un milagro. A este propósito aclara San Bernardo lo que se ha de pedir a Dios: «En tres cosas juzgo que consisten las peticiones del corazón (...). Las dos primeras son de este tiempo, es decir, los bienes del cuerpo y los del alma; la tercera es la bienaventuranza de la vida eterna. No te admires de que haya dicho que los bienes del cuerpo se hayan de pedir a Dios, porque de El son todos los bienes: los corporales y los espirituales (...). Sin embargo, debemos orar con más frecuencia y con más fervor por las necesidades del alma, esto es, por obtener la gracia de Dios y las virtudes» (Sermón quinto de Cuaresma, 8-9). Para alcanzar sus beneficios Dios mismo espera que pidamos con atención, perseverancia, confianza y humildad.

        Destaca la humildad en la petición del milagro que nos narra el texto. El Centurión no pertenecía al pueblo elegido, era un pagano; pero a través de sus amigos pide con profunda humildad. La humildad es camino para la fe, lo mismo para recibirla que para avivarla. Hablando de la experiencia de su conversión, San Agustín dice que él, que no era humilde, no era capaz de comprender cómo Jesús tan humilde podía ser Dios, ni qué es lo que podía Dios enseñar a nadie abajándose hasta asumir la condición humana. Para eso el Verbo, Verdad eterna, se hizo hombre: para abatir nuestra soberbia, fomentar nuestro amor, someter todas las cosas y así poder elevarnos (cfr Confesiones, VII, 18, 24).

 

 

 

 

 

 

 

7,6-7

        Es tal la fe y la humildad del Centurión al decir esto, que la Iglesia, en la liturgia eucarística, pone en nuestro corazón y en nuestra boca estas mismas palabras antes de recibir la sagrada Comunión. Esforcémonos, pues, por tener sinceramente esta misma disposición interior ante Jesús que viene a nuestra casa, a nuestra alma.

 

 

 

 

 

 

 

7,11-17

        «Jesús ve la congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que había perdido lo único que le quedaba, su hijo.

        »El evangelista explica que Jesús se compadeció: quizá se conmovería también exteriormente, como en la muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que nace del amor, ni se goza en separar a los hijos de los padres: supera la muerte para dar la vida, para que estén cerca los que se quieren, exigiendo antes y a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica existencia cristiana.

        »Cristo conoce que le rodea una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando el suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente, para realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el sufrimiento de aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le dijo: no llores (Lc VII, 13). Que es como darle a entender: no quiero verte en lágrimas, porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz. Luego tiene lugar el milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de su alma, manifestación evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre» (Es Cristo que pasa, n. 166).

 

 

 

 

 

 

 

7,15

        El gozo de la madre al recuperar vivo a su hijo recuerda la alegría de la Santa Madre Iglesia por sus hijos pecadores vueltos a la vida de la gracia. «La madre viuda -comenta San Agustín- se goza con su hijo resucitado. La Madre Iglesia se alegra a diario con los hombres que resucitan en su alma. Aquél, muerto en cuanto al cuerpo; éstos, en cuanto a su espíritu. Aquella muerte visible se llora visiblemente; la muerte invisible de éstos ni se llora ni se ve. Busca a estos muertos el que los conoce, el que puede volverlos a la vida» (Sermo 98,2).

 

 

 

 

 

 

 

7,18-23

        «San Juan Bautista no preguntaba por la venida de Cristo en la carne como si desconociese el misterio de la Encarnación, pues él mismo lo había confesado expresamente diciendo: Yo he visto y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios'(Jn 1,34). Por eso no pregunta: ¿Tú eres el que has venido?, sino: ¿Eres tú el que ha de venir?, inquiriendo sobre algo futuro, no sobre algo pasado. Tampoco debemos pensar que el Bautista ignorase que Jesús vendría para sufrir, pues él mismo había dicho: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29), anunciando así su futura inmolación que ya había sido vaticinada por otros profetas, según consta sobre todo en Isaías (cap. 53) (...). Puede decirse con San Juan Crisóstomo que no era por ignorancia propia, sino para que Cristo diera cumplida respuesta a sus discípulos. Por eso Cristo responde para instruirlos acudiendo al argumento de los hechos milagrosos (v. 22)» (Suma Teológica, II-II, q. 2, a. 7 ad 2).

 

 

 

 

 

 

 

7,22

        En su respuesta a los enviados del Bautista, Jesús alude a los milagros que ha realizado como señal de que con El ha llegado el Reino de Dios. El es, por tanto, el Mesías prometido. Junto con los milagros, una de las señales de la llegada del Reino es el anuncio de la salvación a los pobres. Sobre el concepto de «pobre» véanse notas a Mt 5,3; Lc 6,20 y 6,24.

        La Iglesia, siguiendo el ejemplo del Señor, a lo largo de los siglos ha atendido especialmente a los más necesitados. También en nuestro tiempo los Romanos Pontífices insisten en la responsabilidad de los cristianos ante las situaciones de pobreza creadas en la sociedad actual por la injusticia de los hombres: «El egoísmo y la dominación son tentaciones permanentes en los hombres. Se hace también necesario un discernimiento, cada vez más afinado, para poder comprender en su raíz las nacientes situaciones de injusticia e instaurar progresivamente una justicia siempre menos imperfecta (...). La atención de la Iglesia se dirige hacia estos nuevos pobres' -los minusválidos, los inadaptados, ancianos, marginados de diverso origen-, para conocerlos, ayudarlos, defender su puesto y su dignidad en una sociedad endurecida por la competencia y el atractivo del éxito» (Octogesima adveniens, n. 15).

 

 

 

 

 

 

 

7,23

        Estas palabras se refieren al mismo hecho que profetizó el anciano Simeón al hablar de Cristo como signo de contradicción (cfr Lc 2,34). Los que rechacen al Señor, los que se escandalicen de El, no alcanzarán la bienaventuranza.

 

 

 

 

 

 

 

7,28

        San Juan Bautista es el mayor de los profetas del Antiguo Testamento por ser el más próximo a Cristo y haber recibido la misión singular de mostrar al Mesías ya presente. Pero sigue perteneciendo al tiempo de la promesa (Antiguo Testamento), cuando todavía no se ha realizado la obra de la Redención. Una vez cumplida ésta por Cristo (Nuevo Testamento), el don divino de la gracia hace que los que la reciben con fidelidad estén en situación incomparablemente superior a los justos de la Antigua Alianza, que no recibieron esa gracia, sino sólo la promesa. Una vez consumada la obra de la Redención, la gracia divina alcanza igualmente a los justos del Antiguo Testamento, que estaban en espera de que Jesucristo abriera los Cielos también para ellos.

 

 

 

 

 

 

 

7,31-34

        Véase nota a Mt 11,16-19.

 

 

 

 

 

 

 

7,35

        La sabiduría que aquí se menciona es la Sabiduría divina, que es por excelencia el mismo Cristo (cfr Sap 7,26; Prv 8,22). «Hijos de la Sabiduría» es un hebraísmo que significa sencillamente «sabios»; a su vez es verdaderamente sabio el que llega a conocer a Dios, le ama y se salva: en una palabra, el santo.

        La sabiduría divina se manifiesta en la creación y gobierno del universo y, sobre todo, en la salvación del género humano. Que los sabios justifiquen la sabiduría parece significar que los sabios, los santos, den testimonio de Cristo con su vida santa: «Alumbre así vuestra luz ante los hombres para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos» (Mt 5,16).

 

 

 

 

 

 

 

7,36-40

        La mujer pecadora, movida sin duda por la gracia, acudió atraída por la predicación de Cristo y lo que se decía de El. Los invitados se ponían a la mesa apoyados sobre el brazo izquierdo, en pequeños divanes, de forma que los pies quedaban retirados hacia afuera. Eran deberes de cortesía para con el huésped darle el beso de bienvenida, ofrecerle agua para lavarse los pies, y perfumes con que ungirse.

 

 

 

 

 

 

 

7,41-50

        Tres cosas nos enseña Cristo en la breve parábola de los dos deudores: su divinidad y el poder de perdonar los pecados; el mérito del amor de la pecadora; y la desatención que encierran los descuidos de Simón, que ha omitido en el trato con Jesús los detalles de urbanidad que se solían tener con los invitados. El Señor no buscaba esos detalles por el valor que en sí poseían sino por el cariño que ellos expresaban, y por eso se duele de la falta de atención de Simón.

        «(...) Jesús echa de menos todos esos detalles de cortesía y de delicadeza humanas, que el fariseo no ha sido capaz de manifestarle. Cristo es perfectus Deus, perfectus homo (Símbolo Atanasiano), Dios, Segunda Persona de la Trinidad Beatísima, y hombre perfecto. Trae la salvación, y no la destrucción de la naturaleza; y aprendemos de El que no es cristiano comportarse mal con el hombre, criatura de Dios, hecho a su imagen y semejanza (Gen 1,26)» (Amigos de Dios, n. 73).

        Además, el fariseo pensó mal al juzgar negativamente a la pecadora y a Jesús: Simón duda del conocimiento que Cristo tiene y murmura interiormente. El Señor, que conocía los secretos de los corazones de los hombres (manifestando así su divinidad), interviene para señalarle su descamino. La verdadera justicia, nos dice San Gregorio Magno (cfr In Evangelia homiliae), tiene compasión; la falsa, en cambio, se indigna. Muchos son como este fariseo: olvidando su condición, pasada o presente, de pobres pecadores, cuando ven los pecados de los demás, enseguida, sin piedad, se dejan llevar por la indignacion, o se apresuran a juzgar, o se ríen irónicamente de ellos. No recuerdan las frases de San Pablo: «El que piense estar en pie, mire no caiga» (1 Cor 10,12). «Hermanos, si acaso alguien es hallado en alguna falta, vosotros, que sois espirituales, corregidle con espíritu de mansedumbre (...). Llevad los unos las cargas de los otros y así cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6,1-2).

        Hemos de esforzarnos para que la caridad presida todos nuestros juicios. Si no, fácilmente seremos injustos con los demás: «No queramos juzgar.-Cada uno ve las cosas desde su punto de vista... y con su entendimiento, bien limitado casi siempre, y oscuros o nebulosos, con tinieblas de apasionamiento, sus ojos, muchas veces »iQué poco valen los juicios de los hombres! -No juzguéis sin tamizar vuestro juicio en la oración» (Camino, n. 451).

        La caridad y la humildad nos harán ver en los pecados de los demás nuestra propia condición débil y desvalida, y nos ayudarán a unirnos de corazón al dolor de todo pecador que se arrepiente, porque también nosotros caeríamos en iguales o más graves pecados si la divina piedad no estuviera misericordiosamente junto a nosotros.

        «El Señor -concluye San Ambrosio- amó no el ungüento, sino el cariño; agradeció la fe, alabó la humildad. Y tú también, si deseas la gracia, aumenta tu amor; derrama sobre el cuerpo de Jesús tu fe en la Resurrección, el perfume de la Iglesia santa y el ungüento de la caridad con los demás» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

7,47

        El hombre no puede merecer el perdón de los pecados porque, siendo Dios el ofendido, su gravedad se hace infinita. Es necesario el sacramento de la Penitencia, con el que Dios nos perdona por los méritos infinitos de Jesucristo; sólo hay una condición indispensable para alcanzar el perdón de Dios: nuestro amor, nuestro arrepentimiento. Se nos perdona en la medida que amamos; y cuando nuestro corazón está lleno de amor ya no hay en él sitio para el pecado, porque entonces hemos hecho sitio a Jesús, que nos dice como a esta mujer: Perdonados quedan tus pecados. El arrepentimiento es muestra de que amamos a Dios. Pero Dios es el que nos ha amado primero (cfr 1 Jn 4,10). Cuando Dios nos perdona manifiesta su amor por nosotros. Nuestro amor a Dios, pues, es siempre de correspondencia, después del suyo. El perdón divino hace crecer nuestro agradecimiento y amor hacia El. «Ama poco -comenta San Agustín- aquel que es perdonado en poco. Tu, que dices no haber cometido muchos pecados, ¿por qué no los hiciste? (...). Es por haberte llevado Dios de la mano (...). Ningún pecado, en efecto, comete un hombre que no puede hacerlo también otra persona si Dios, que hizo al hombre, no le tiene de su mano» (Sermo 99,6). En consecuencia debemos amar, enamorarnos cada día más del Señor, no sólo porque nos perdona nuestros pecados, sino también porque nos preserva, con la ayuda de su gracia, de cometerlos.

 

 

 

 

 

 

 

7,50

        Jesucristo declara que la fe ha movido a aquella mujer a postrarse a sus pies y a mostrarle su arrepentimiento; este arrepentimiento le ha merecido el perdón. De la misma manera nosotros, al acercarnos al Sacramento de la Penitencia, hemos de reavivar nuestra fe en que «la confesión sacramental no es un diálogo humano, sino un coloquio divino; es un tribunal, de segura y divina justicia y, sobre todo, de misericordia, con un juez amoroso que no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez XXXIII, 11)» (Es Cristo que pasa, n. 78).

 

 

 

 

 

 

 

8,1-3

        En varias ocasiones nos habla el Evangelio de mujeres que acompañaban al Señor. San Lucas recoge aquí el nombre de tres: María, llamada Magdalena, a quien Cristo resucitado se aparece junto al sepulcro (Jn 20,11-18; Mc 16,9); Juana, de posición acomodada, que se encuentra también entre las que acuden al sepulcro en la mañana de la Resurrección (Lc 24,10) y Susana, de la que no tenemos ninguna otra noticia en el Evangelio. La misión de estas mujeres consistía en ayudar con sus bienes y con su trabajo a Jesús y a sus discípulos. De este modo correspondían con agradecimiento a los beneficios que habían recibido de Cristo, y cooperaban en la tarea apostólica.

        En la Iglesia la mujer y el hombre gozan de igual dignidad. Dentro de esta dignidad común hay en la mujer, sin duda, características peculiares que se han de reflejar necesariamente en su papel dentro de la Iglesia: «Todos los bautizados -hombres y mujeres- participan por igual de la común dignidad, libertad y responsabilidad de los hijos de Dios (...). La mujer está llamada a llevar a la familia, a la sociedad civil, a la Iglesia, algo característico, que le es propio y que sólo ella puede dar: su delicada ternura, su generosidad incansable, su amor por lo concreto, su agudeza de ingenio, su capacidad de intuición, su piedad profunda y sencilla, su tenacidad... La feminidad no es auténtica si no advierte la hermosura de esa aportación insustituible, y no la incorpora a la propia vida» (Conversaciones, nn. 14 y 87).

        El Evangelio destaca la generosidad de las santas mujeres. Es hermoso pensar que el Señor quiso apoyarse en esta caridad, y que ellas supieron corresponderle con un desprendimiento tan delicado y generoso, que provoca en la mujer cristiana «una santa envidia, llena de eficacia» (cfr Camino, n. 981).

 

 

 

 

 

 

 

8,4-8

        El Señor dará la explicación de la parábola (vv. 11-15). La semilla es el mismo Jesucristo y su predicación; y las diferentes tierras reflejan las diversas actitudes de los hombres ante Jesús y su doctrina: el Señor siembra en las almas la vida divina a través de la predicación de la Iglesia y de tantas gracias actuales que concede.

 

 

 

 

 

 

 

8,10-12

        La finalidad que Jesús persigue con las parábolas es enseñar a los hombres los misterios de la vida sobrenatural para encaminarlos a la salvación. Prevé, sin embargo, que, por las malas disposiciones de algunos oyentes, las parábolas serán ocasión de endurecimiento y rechazo de la gracia. Una explicación más amplia de la finalidad de las parábolas puede verse en notas a Mt 13,10-13 y Mc 4,11-12.

 

 

 

 

 

 

 

8,12

        Hay hombres que, metidos en una vida de pecado, son como el camino donde cae la semilla «que sufre un doble daño, es pisada por los caminantes y arrebatada por las aves. El camino es por tanto el corazón que está pisoteado por el frecuente paso de los malos pensamientos, y seco de tal modo que no puede recibir la semilla ni ésta germinar» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.). Las almas endurecidas por los pecados pueden llegar a ser tierra buena y dar fruto por el arrepentimiento sincero y la penitencia. Es de notar el empeño del demonio por conseguir que el alma siga endurecida y no se convierta.

 

 

 

 

 

 

 

8,13

        «A muchos les agrada lo que escuchan, y se proponen obrar bien; pero en cuanto empiezan a ser molestados por las adversidades abandonan las buenas obras que habían comenzado. La tierra pedregosa no tuvo suficiente sustancia, por lo cual, lo germinado no llegó a dar fruto. Hay muchos que cuando oyen hablar contra la avaricia la detestan, y ensalzan el menosprecio de las cosas de este mundo; pero tan pronto como ve el alma otra cosa que desear, se olvida de lo que ensalzaba. Hay también muchos que cuando oyen hablar contra la impureza no sólo no desean mancharse con las suciedades de la carne, sino que hasta se avergüenzan de las manchas con que se han mancillado; pero en cuanto se presenta a su vista la belleza corporal, es arrastrado el corazón por los deseos de tal manera que es como si nada hubieran hecho ni determinado contra esos deseos, y obran lo que es digno de condena y ellos mismos habían condenado al recordar que lo habían cometido. Muchas veces nos compungimos por nuestras culpas y, sin embargo, volveremos a cometerlas después de haberlas llorado» (In Evangelia homiliae, 15,2).

 

 

 

 

 

 

 

8,14

        Se trata de aquellos que después de recibir la semilla divina, la vocación cristiana, y habiendo caminado con paso firme durante algún tiempo, comienzan a ceder en la lucha. Estas almas están expuestas a perder el gusto por las cosas de Dios y, paralelamente, a iniciar el fácil y desviado camino de las compensaciones que les sugieren su ambición desordenada de poder, su afán por las riquezas y la vida cómoda sin sufrimiento.

        En esta situación comienza a aparecer la tibieza, y el hombre quiere servir al mismo tiempo a dos señores: <No es lícito vivir manteniendo encendidas esas dos velas que, según el dicho popular, todo hombre se procura: una a San Miguel y otra al diablo. Hay que apagar la del diablo. Hemos de consumir nuestra vida haciendo que arda toda entera al servicio del Señor. Si nuestro afán de santidad es sincero, si tenemos la docilidad de ponernos en las manos de Dios, todo irá bien. Porque El está siempre dispuesto a darnos su gracia» (Es Cristo que pasa, n. 59).

 

 

 

 

 

 

 

8,15

        Tres son las características que señala Jesucristo en la tierra buena: oír con las buenas disposiciones de un corazón generoso los requerimientos divinos; esforzarse para que esas exigencias no se atenúen con el paso del tiempo; y, por fin, comenzar y recomenzar sin desanimarse si el fruto tarda. «No puedes subir'.-No es extraño: ¡aquella caída!...

        »Persevera y subirás'.-Recuerda lo que dice un autor espiritual: tu pobre alma es pájaro, que todavía lleva pegadas con barro sus alas.

        »Hacen falta soles de cielo y esfuerzos personales, pequeños y constantes, para arrancar esas inclinaciones, esas imaginaciones, ese decaimiento: ese barro pegadizo de tus alas.

        »Y te verás libre.-Si perseveras, subirás'» (Camino, n. 991).

 

 

 

 

 

 

 

8,19-21

        Estas palabras ponen de relieve la necesidad de acoger la palabra de Dios y de cumplir su voluntad. Nuestra Señora está unida de modo totalmente singular a Jesucristo por su maternidad; y también por su perfecto cumplimiento de lo que Dios le pidió (cfr notas a Mt 12,48-50 y a Mc 3,31-35).

 

 

 

 

 

 

 

8,22-25

        Sobre este pasaje, cfr nota a Mt 8,23-27.

 

 

 

 

 

 

 

8,23

        Jesús se durmió, estaba cansado. En otros pasajes nos muestra el Evangelio situaciones similares: se sienta fatigado en el brocal de un pozo (Jn 4,6), está sediento y pide agua a la samaritana (Jn 4,7). Son textos que revelan la humanidad de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre. «Generosidad del Señor que se ha humillado, que ha aceptado en pleno la condición humana, que no se sirve de su poder de Dios para huir de las dificultades o del esfuerzo. Que nos enseña a ser recios, a amar el trabajo, a apreciar la nobleza humana y divina de saborear las consecuencias del entregamiento» (Es Cristo que pasa, n. 61).

 

 

 

 

 

 

 

8,26-39

        «Gerasenos»: Algunos manuscritos griegos, a los que sige la Neovulgata, dicen «gergesenos». Pero la mayor parte de los manuscritos traen «gerasenos», o bien «gadarenos>. Tanto Gadara (cfr Mt 8,28) como Gerasa (cfr Mc 5,1) son dos ciudades de la Decápolis, cuyos territorios respectivos lindaban entre si.

        Acerca de la situación geográfica de ambas ciudades, véanse notas a Mt 8,28 y Mc 5,20. Sobre esta curación y la diversa postura de los habitantes de la ciudad y del endemoniado, véanse notas a Mt 8,28-34 y a Mc 5,1-20; 5,15-20.

 

 

 

 

 

 

 

8,40-56

        Jesucristo pide fe a los que se acercan a El; no exige, sin embargo, que las muestras exteriores de respeto y veneración sean idénticas. «Nunca faltan enfermos que imploran, como Bartimeo, con una fe grande, que no tienen reparos en confesar a gritos. Pero mirad cómo, en el camino de Cristo, no hay dos almas iguales. Grande es también la fe de esta mujer, y ella no grita: se acerca sin que nadie la note. Le basta tocar un poco de la ropa de Jesús, porque está segura de que será curada. Cuando apenas lo ha hecho, Nuestro Señor se vuelve y la mira. Sabe ya lo que ocurre en el interior de aquel corazón; ha advertido su seguridad: hija, ten confianza, tu fe te ha salvado (Mt IX, 22)» (Amigos de Dios, n. 199).

        Para una explicación más detallada de estos dos milagros, véanse notas a Mt 9,18-26 y Mc 5,21-43.

 

 

 

 

 

 

 

 

8,43-48

        Esta figura de la hemorroísa (cfr nota a Mc 5,25) representa según muchos Padres (San Ambrosio, San Agustín, San Beda, etc.) la iglesia de los gentiles, que, a diferencia de los judíos, se acercó al Señor con fe y fue sanada; representa también a toda alma que se arrepiente de sus pecados y se encuentra en una situación en la cual se mezclan el dolor por su vida pasada, la vergüenza, la reverenda hacia Dios y la firme esperanza en su ayuda.

        «Esta mujer santa, delicada, religiosa, más dispuesta a creer, más prudente por el pudor -porque hay pudor y fe cuando se reconoce la propia enfermedad y no se desespera del perdón-, toca con discreción el borde del vestido del Señor, se acerca con fe, cree con devoción, y sabe, con sabiduría, que ha sido curada (...). A Cristo se le toca con la fe, a Cristo se le ve con la fe... Por tanto, si nosotros queremos ser también curados, toquemos con nuestra fe el borde del vestido de Cristo» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

8,50

        Observa San Juan Crisóstomo (Hom. sobre S. Mateo, 31) que la curación de la hemorroísa tiene, entre otros, el fin de fortalecer la fe de Jairo, porque iba a recibir la noticia de la muerte de su hija. Así la unión de los dos milagros revela el plan amoroso de Dios, que quiere producir una fe más profunda en los presentes.

        «El Señor exige la fe a aquellos que le invocan, comenta San Atanasio, no porque propiamente la necesiten (porque El es el Señor y el dador de la fe), sino para que no se piense que dispensa sus gracias de modo arbitrario; así demuestra que favorece a los que le creen, para que no reciban sus beneficios sin fe, y si los pierden sea por su infidelidad. Cristo, cuando hace el bien, quiere que dure la gracia, y cuando cura, que el remedio permanezca siempre» (Fragmenta in Lucam, in ¡oc.).

 

 

 

 

 

 

 

8,53

        «Y se burlaban de él»: Cuando no tiene fe en la omnipotencia divina, el hombre se encierra en sus límites humanos tratando de medir todas las cosas por lo que él puede entender. En esta situación es fácil que surja la incomprensión ante las realidades sobrenaturales, y que, en lugar de reaccionar humildemente, intente reírse de ellas. A este hombre se dirigen las palabras de San Pablo: «El hombre no espiritual no percibe las cosas del Espíritu de Dios, pues son necedad para él y no puede conocerlas, porque sólo se pueden enjuiciar según el Espíritu» (1 Cor 2,14).

        «Algunos pasan por la vida como por un túnel, y no se explican el esplendor y la seguridad y el calor del sol de la fe» (Camino, n. 575).

 

 

 

 

 

 

 

9,1-4

        Se trata de la primera misión de los Apóstoles. Al enviarlos quiere que se preparen de manera práctica para su futura misión después que El suba a los Cielos. Les encarga que hagan lo mismo que El ha hecho: predicar el Reino de Dios y curar enfermos. Esta escena está más ampliamente comentada en notas a Mt 10,7-8; 10,9-10; y Mc 6,8-9.

 

 

 

 

 

 

 

9,7-9

        Todos los judíos, si exceptuamos a los saduceos, creían en la resurrección de los muertos, enseñada por Dios en las Sagradas Escrituras (cfr Ez 37,10; Dan 12,2 y 2 Mach 7,9). Por otra parte, era opinión común entre los judíos contemporáneos de Cristo que Elías o algún profeta había de venir de nuevo (cfr Dt 19,15). Esta podría ser la razón por la que Herodes llegó a pensar en la posibilidad de que Juan hubiese resucitado (cfr Mt 14,1-2 y Mc 6,14-16): a esta opinión era inducido al oír que Jesús hacía milagros, pues suponía que los resucitados eran los que tenían poderes para hacerlos. Sin embargo, por otra parte le constaba que Cristo hacía milagros ya antes de morir Juan (cfr Jn 2,23) y, por eso, no sabía a qué atenerse. Sus deseos de encontrarse con Jesús no eran rectos, puesto que buscaba sobre todo satisfacer su frívola curiosidad (cfr Lc 23,8).

 

 

 

 

 

 

 

9,10-17

        Jesús responde a sus discípulos sabiendo bien lo que iba a hacer (cfr Jn 6,5-6). De este modo enseña poco a poco a los Apóstoles a confiar en la omnipotencia divina. Sobre este milagro véanse las notas a Mt 14,14-21; Mc 6,33-44 y Jn 6,1-13.

 

 

 

 

 

 

 

9,20

        «Cristo» significa ungido y es nombre de honor y de oficio. En la Antigua Ley se ungía a los sacerdotes (Ex 29,7 y 40,13) y a los reyes (1 Sam 9,16), a quienes había mandado Dios que se ungiese por la dignidad de su cargo; también hubo costumbre de ungir a los profetas (1 Sam 16,13) en cuanto que eran intérpretes e intermediarios de Dios. «Pero al venir al mundo Jesucristo, nuestro Salvador, recibió el estado y las obligaciones de los tres oficios de sacerdote, rey y profeta, y por esta causa fue llamado Cristo» (Catecismo Romano, 1, 3,7).

 

 

 

 

 

 

 

9,22

        El Señor ha profetizado su Pasión y Muerte para facilitar la fe de los discípulos. A la vez manifiesta la voluntariedad con que acepta los sufrimientos. «Cristo no ha querido glorificarse, sino que ha deseado venir sin gloria para padecer el sufrimiento; y tú, que has nacido sin gloria, ¿quieres glorificarte? Por el camino que ha recorrido Cristo es por donde tú has de caminar. Esto es reconocerle, esto es imitarle tanto en la ignominia como en la buena fama, para que te gloríes en la Cruz, como El mismo se ha glorificado. Tal fue la conducta de Pablo y por eso se gloría al decir: Lejos de mí gloriarme sino en la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo' (Gal 6,14)» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

9,23

        «Nos lo dice Cristo otra vez a nosotros, como al oído, íntimamente: la Cruz cada día. No sólo -escribe San Jerónimo- en el tiempo de la persecución, o cuando se presenta la posibilidad del martirio, sino en toda situación, en toda obra, en todo pensamiento, en toda palabra, neguemos aquello que antes éramos y confesemos lo que ahora somos, puesto que hemos renacido en Cristo (Epístola 121,3) (...). ¿Lo veis? La cruz cada día. Nulla dies sine cruce!, ningún día sin Cruz: ninguna jornada, en la que no carguemos con la cruz del Señor, en la que no aceptemos su yugo» (Es Cristo que pasa, nn. 58 y 176). «Es muy cierto que aquel que ama los placeres, que busca sus comodidades, que huye las ocasiones de sufrir, que se inquieta, que murmura, que reprende y se impacienta porque la cosa más insignificante no marcha según su voluntad y deseo, el tal, de cristiano sólo tiene el nombre; solamente sirve para deshonrar su religión, pues Jesucristo ha dicho: aquel que quiera venir en pos de mí, renúnciese a sí mismo, lleve su cruz todos los días de su vida, y sígame» (Sermones escogidos, Miércoles de ceniza).

        La Cruz no sólo debe estar presente en la vida de cada cristiano, sino también en todas las encrucijadas del mundo: «iQué hermosas esas cruces en la cumbre de los montes, en lo alto de los grandes monumentos, en el pináculo de las catedrales!... Pero la Cruz hay que insertarla también en las entrañas del mundo.

        »Jesús quiere ser levantado en alto, ahí: en el ruido de las fábricas y de los talleres, en el silencio de las bibliotecas, en el fragor de las calles, en la quietud de los campos, en la intimidad de las familias, en las asambleas, en los estadios... Allí donde un cristiano gaste su vida honradamente, debe poner con su amor la Cruz de Cristo, que atrae a Sí todas las cosas» (Vía crucis, XI, n. 3).

 

 

 

 

 

 

 

 

9,25

        Esta afirmación categórica de Jesús nos enseña la necesidad de hacerlo todo con vistas a la vida eterna; para ganar ésta bien podemos gastar la vida terrena. «Se nos advierte que de nada le sirve al hombre ganar todo el mundo si se pierde a sí mismo. No obstante, la espera de una tierra nueva no debe amortiguar, sino más bien avivar, la preocupación de perfeccionar esta tierra, donde crece el cuerpo de la nueva familia humana, el cual puede de algún modo anticipar una primicia del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente entre progreso temporal y crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios» (Gaudium et spes, n. 39).

 

 

 

 

 

 

 

9,26

        El Señor conoce la debilidad del hombre cuando en los momentos difíciles ha de confesar con palabras o con obras su fe. Jesús nos ha dado un remedio especial para esta debilidad: la gracia del Sacramento de la Confirmación, que fortalece a quien lo recibe para ser «buen soldado de Cristo» (2 Tim 2,3) y «buen olor de Cristo» (2 Cor 2,15) entre los hombres, y da la firmeza necesaria para no dejarse arrastrar por un ambiente ajeno o contrario a la fe y a la moral cristianas: «Por eso, el confirmado es ungido en la frente (...) para que no se avergüence de confesar el nombre de Cristo, y principalmente su Cruz, que -como dice el Apóstol (cfr 1 Cor 1,23)- es escándalo para los judíos y parece una locura a los ojos de los gentiles» (Pro Armeniis; cfr Lumen gentium, n. 11).

        Esta obligación de confesar la fe no se ha de limitar al ámbito personal o familiar, sino que alcanza también a toda la actuación pública del cristiano: «Aconfesionalismo. Neutralidad.-Viejos mitos que intentan siempre remozarse.

        »¿Te has molestado en meditar lo absurdo que es dejar de ser católico, al entrar en la Universidad o en la Asociación profesional o en la Asamblea sabia o en el Parlamento, como quien deja el sombrero en la puerta? (Camino, n. 353). Cfr nota a Mt 10,32-33.

 

 

 

 

 

 

 

9,27

        Las palabras de Cristo del v. 27 pueden referirse a la destrucción de Jerusalén (ocurrida el año 70 de la era cristiana), o al suceso de la Transfiguración de Cristo, que ocurrió poco después de este anuncio. En el primer caso, la destrucción del Templo de Jerusalén sería como el signo externo del tránsito de los ritos judaicos a los ritos cristianos; algunos de los presentes serían testigos de ese cambio. La segunda explicación, esto es, que las palabras del v. 27 se refieren a la Transfiguración, se basa en que ésta es narrada por los Evangelios Sinópticos a continuación, indicando que ocurrió aproximadamente una semana después; por ello, algunos Padres interpretan que el anuncio de que algunos no gustarán la muerte antes de que vean el Reino de Dios se refiere precisamente a los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan, testigos de la Transfiguración.

 

 

 

 

 

 

 

9,28-36

        Jesucristo con su Transfiguración fortalece la fe de sus discípulos mostrando en su humanidad un indicio de la gloria que iba a tener después de la Resurrección. Quiere que entiendan que su Pasión no será el final, sino el camino para llegar a la gloria. «Para que alguien se mantenga en el recto camino hace falta que conozca previamente, aunque sea de modo imperfecto, el término de su andar: del mismo modo un arquero no lanza una flecha si antes no conoce el blanco al cual ha de apuntar (...). Y esto es tanto más necesario, cuanto más difícil y arduo es el camino y fatigoso el viaje, y alegre en cambio el final» (Suma Teológica, III, q. 45, a. 1).

        Con este milagro de la Transfiguración Jesucristo muestra también una de las dotes de los cuerpos gloriosos: la claridad, «por la que brillarán como el sol los cuerpos de los santos; pues esto afirma nuestro Salvador en el Evangelio de San Mateo: Entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre' (Mt 13,43); y para que nadie dudase de ello lo aclaró con el ejemplo de su Transfiguración. A esta dote la llama el Apóstol unas veces gloria y otras claridad. Transformará el cuerpo de nuestra bajeza conforme al cuerpo de su claridad' (Fl 3,21); y en Otra parte: Se siembra en estado de vileza; resucitará con gloria' (1 Cor 15,43). El pueblo de Israel vio también alguna imagen de esta gloria en el desierto, cuando el rostro de Moisés resplandecía por el coloquio y la presencia de Dios, de tal modo que los hijos de Israel no podían fijar en él su mirada (Ex 34,29; 2 Cor 3,7). La claridad es cierto resplandor que, procedente de la suma felicidad del alma, redunda en el cuerpo como una cierta comunicación a éste de la felicidad que el alma goza (...). Pero no debe creerse que de esta dote participen todos en la misma proporción (...). Porque, aunque todos los cuerpos de los santos serán igualmente impasibles, sin embargo, no tendrán el mismo resplandor; pues, como dice el Apóstol, una es la claridad del sol, otra la claridad de la ¡una y otra la de las estrellas, e incluso hay diferencia en la claridad entre unas estrellas y otras; así sucederá en la resurrección de los muertos (1 Cor 15,41-42)» (Catecismo Romano, 1, 12,13). Vid. también comentario a Mt 17,1-13; 17,5; 17,10-13; y Mc 9,2-10; 9,7.

 

 

 

 

 

 

 

9,31

        «Hablaban de la salida de Jesús»: De su «éxodo» de este mundo, esto es, de la Muerte, Resurrección y Ascensión del Señor.

 

 

 

 

 

 

 

9,35

        «Escuchadle»: Todo lo que Dios quiere decir a la humanidad lo ha dicho a través de Cristo, al llegar la plenitud de los tiempos (cfr Heb 1,1). «Por lo cual, explica San Juan de la Cruz, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad. Porque le podría responder Dios de esta manera, diciendo: Si te tengo ya habladas todas las cosas en mi Palabra que es mi Hijo, y no tengo otra, ¿qué te puedo yo ahora responder o revelar que sea más que eso? Pon los ojos sólo en El, porque en El te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en El aún más de lo que pides y deseas (...); oídle a El, porque ya no tengo más fe que revelar, ni más cosas que manifestar'» (Subida al Monte Carmelo, lib. 2, cap. 22).

 

 

 

 

 

 

 

9,39

        El poder de los diablos sobre los hombres es limitado, no se extiende más allá de lo que Dios les permite. Dentro de esos límites se dan casos de posesión diabólica, esto es, de ocupación de un cuerpo humano por un demonio. La posesión diabólica se caracteriza por un cierto dominio del diablo sobre las actividades y acciones corporales y mentales del poseso, junto con la pérdida o disminución del dominio del hombre sobre sus propias acciones. En la posesión diabólica, pues, el cuerpo del hombre viene a ser como instrumento del demonio, y padece así la más cruel de las esclavitudes.

        Cuando Jesús expulsa a los demonios del cuerpo de los posesos muestra que ya ha comenzado el Reino de Dios, y el diablo comienza a ser desalojado de sus antiguas posesiones, de las que se había apoderado tras el pecado original. Nuestro Señor obtuvo la victoria completa sobre el demonio en su Pasión y Muerte, pero el sometimiento definitivo de las fuerzas infernales no terminará hasta la segunda venida de Cristo o Parusía, al fin de este mundo.

 

 

 

 

 

 

 

9,41

        Todos los presentes, aunque de diverso modo, han merecido el severo reproche contenido en estas palabras de Cristo: los discípulos, por su fe imperfecta en la potestad que habían recibido del Señor (cfr Lc 9,1); el padre del muchacho, por su falta de confianza al acusar a los discípulos; la muchedumbre que contemplaba el espectáculo con curiosidad, por su desconfianza; y en medio de ella unos escribas, porque hostigan a los Apóstoles (cfr Mc 9,14) e intentan desacreditar el poder que habían recibido de Jesucristo.

        <¿Hasta cuándo he de estar entre vosotros y soportaros?»: «Con estas palabras quiere decir Cristo: estáis gozando de mi compañía y sin embargo no cesáis de acusarme a Mí y a mis discípulos (...). Esto no lo dijo el Señor airado, sino que habló como el médico que visita a un enfermo que no quiere seguir sus prescripciones y que, por eso, le dice: -¿hasta cuándo te visitaré, dado que no quieres cumplir lo que te digo?» (Comentario sobre S. Mateo, 17,17).

 

 

 

 

 

 

 

9,44

        Cristo insiste en anunciar su Pasión y Muerte. Primero veladamente (Jn 2,19; Lc 5,35) a la muchedumbre, y después con más claridad a sus discípulos (Lc 9,22). Estos sin embargo no entienden sus palabras, no porque no sean claras, sino por falta de las disposiciones adecuadas. Comenta San Juan Crisóstomo: «Nadie se escandalice contemplando a unos Apóstoles tan imperfectos, porque todavía no había llegado la Cruz ni había sido dado el Espíritu Santo» (Hom. sobre  Mateo, 65).

 

 

 

 

 

 

 

9,46-48

        Jesús toma a un niño entre sus brazos para ponerlo de ejemplo a sus Apóstoles y corregir las ambiciones demasiado humanas que tenían entonces en su corazón. En los Apóstoles nos ha enseñado a todos nosotros, corrigiendo nuestra inclinación a buscar lo que nos hace importantes, mayores. «No quieras ser mayor.-Niño, niño siempre, aunque te mueras de viejo.-Cuando un niño tropieza y cae, a nadie choca...: su padre se apresura a levantarle.

        »Cuando el que tropieza y cae es mayor, el primer movimiento es de risa.-A veces, pasado ese primer ímpetu, lo ridículo da lugar a la piedad.-Pero los mayores se han de levantar solos.

        »Tu triste experiencia cotidiana está llena de tropiezos y caídas. ¿Qué sería de ti si no fueras cada vez más niño?

        »No quieras ser mayor.-Niño, y que, cuando tropieces, te levante la mano de tu Padre-Dios» (Camino, n. 870).

 

 

 

 

 

 

 

9,49-50

        El Señor corrige la actitud exclusivista e intolerante de los Apóstoles. San Pablo había aprendido este lección y por eso puede exclamar cuando está en su prisión romana: «Algunos predican a Cristo por envidia y rivalidad, otros en cambio con buena voluntad (...). Pero ¡qué importa! Con tal de que en cualquier caso, ya sea por hipocresía o sinceramente se anuncie a Cristo, de esto me alegro» (Fl 1,15 .18). «Alégrate, si ves que otros trabajan en buenos apostolados.- Y pide, para ellos, gracia de Dios abundante y correspondencia a esa gracia.

        >Después, tú, a tu camino: persuádete de que no tienes otro» (Camino, n. 965).

 

 

 

 

 

 

 

 

9,51

        «Tiempo de su partida»: Literalmente tiempo de su asunción. Estas palabras se refieren al momento en que Jesucristo, abandonando este mundo, ascienda a los Cielos. El Evangelista describe la subida a Jerusalén como una ascensión progresiva al lugar donde iba a manifestarse la salvación. Al encaminarse decididamente a Jerusalén, hacia la Cruz, Jesús cumple voluntariamente lo que Dios Padre había determinado: que por su Pasión y Muerte llegase a la Resurrección y Ascensión gloriosas.

 

 

 

 

 

 

 

9,52-53

        Los samaritanos eran enemigos de los judíos. Esta enemistad provenía de que aquellos descendían de la fusión de los antiguos hebreos con los gentiles que repoblaron la región de Samaría en la época del cautiverio asirio (siglo VIII a.C.). A este motivo se añadían otros de tipo religioso: los samaritanos habían mezclado con la religión de Moisés ciertas prácticas supersticiosas, y no reconocían el Templo de Jerusalén como el único lugar donde se podían ofrecer sacrificios. Construyeron su propio templo en el monte Garizín, que oponían al de Jerusalén (cfr Jn 4,20); por esta razón, al darse cuenta de que Jesús se dirigía a la Ciudad Santa, no quisieron darle hospedaje.

 

 

 

 

 

 

 

9,54-56

        Jesucristo corrige el deseo de venganza de sus discípulos, opuesto a la misión del Mesías que no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos (cfr Lc 19,10; Jn 12,47). De este modo los Apóstoles van aprendiendo que el celo por las cosas de Dios no debe ser áspero y violento.

        «El Señor hace admirablemente todas las cosas (...). Actúa así con el fin de enseñarnos que la virtud perfecta no guarda ningún deseo de venganza, y que donde está presente la verdadera caridad no tiene lugar la ira y, en fin, que la debilidad no debe ser tratada con dureza, sino que debe ser ayudada. La indignación debe estar lejos de las almas santas y el deseo de venganza lejos de las almas grandes» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

        Es de advertir que entre «reprendió» del v. 55 y «Y se fueron» del v. 56, la Vulgata Clementina incluye la cláusula: «diciendo: No sabéis a qué espíritu pertenecéis. El Hijo del Hombre no ha venido a perder a los hombres sino a salvarlos». Esta cláusula viene en bastantes códices griegos y versiones antiguas, pero no existe en los mejores y más antiguos manuscritos. Por eso la Neovulgata no ha recogido este pasaje.

 

 

 

 

 

 

 

9,57-62

        Nuestro Señor expresa claramente las exigencias que comporta el seguirle. Ser cristiano no es tarea fácil ni cómoda; es necesaria la abnegación y poner el amor a Dios antes que nada. (Véanse notas a Mt 8,18-22 y Mt 8,22).

        Aparece aquí el caso de aquel hombre que quiso seguir a Cristo pero con una condición: despedirse de los de su casa. El Señor ve en él poca decisión, y le da una respuesta que nos alcanza a todos, puesto que todos hemos recibido la llamada a seguirle y hemos de procurar no recibir esa gracia de Dios en vano: «Nosotros recibimos la gracia de Dios en vano cuando la recibimos a la puerta del corazón sin permitirle la entrada. La recibimos sin recibirla; la recibimos sin fruto, pues de nada sirve sentir la inspiración si no se consiente en ella (...). Sucede a veces que inspirados a hacer mucho no aceptamos toda la inspiración, sino solamente algo, como aquellos personajes del Evangelio que, aconsejados por el Señor a que le siguiesen, el uno pidió permiso para enterrar a su padre, y el otro para despedirse de sus parientes» (Tratado del amor de Dios, lib. 2, cap. 11).

        Nuestra lealtad y fidelidad a la tarea que Dios nos confía debe superar todo obstáculo: «No existe jamás razón suficiente para volver la cara atrás (cfr Lc IX, 62): el Señor está a nuestro lado. Hemos de ser fieles, leales, hacer frente a nuestras obligaciones, encontrando en Jesús el amor y el estímulo para comprender las equivocaciones de los demás y superar nuestros propios errores» (Es Cristo que pasa, n. 160).

 

 

 

 

 

 

 

10,1-12

        Entre los que seguían al Señor y habían sido llamados por El (cfr Lc 9,57-62), además de los Doce, había numerosos discípulos (cfr Mc 2,15). Los nombres de la mayoría nos son desconocidos; sin embargo, entre ellos se contaban con toda seguridad aquellos que estuvieron con Jesús desde el bautismo de Juan hasta la Ascensión del Señor: por ejemplo, José llamado Barsabas, y Matías (cfr Hch 1,21-26). De modo semejante podemos incluir a Cleofás y su compañero, a quienes Cristo resucitado se les apareció en el camino de Emaús (cfr Lc 24,13-35).

        De entre todos aquellos discípulos, el Señor elige setenta y dos para una misión concreta. Les exige, lo mismo que a los Apóstoles (cfr Lc 9,1-5), total desprendimiento y abandono completo en la Providencia divina.

        Desde el Bautismo cada cristiano es llamado por Cristo a cumplir una misión. En efecto, la Iglesia, en nombre del Señor, «ruega encarecidamente a todos los laicos que respondan gustosamente, con generosidad y prontitud de ánimo, a la voz de Cristo que en esta hora los invita con mayor insistencia, y a los impulsos del Espíritu Santo. Sientan los jóvenes que esa llamada va dirigida a ellos de modo particular; recíbanla con entusiasmo y magnanimidad. Es el propio Señor el que invita de nuevo a todos los laicos, por medio de este santo Concilio, a que se le unan cada día más íntimamente y a que, sintiendo como propias sus cosas (cfr Fl 2,5), se asocien a su misión salvadora; de nuevo los envía a todas las ciudades y lugares a donde El ha de ir (cfr Lc 10,1), para que, con las diversas formas y maneras del único apostolado de la Iglesia que deberán adaptar constantemente a las nuevas necesidades de los tiempos, se le ofrezcan como cooperadores, abundando sinceramente en la obra del Señor y sabiendo que su trabajo no es inútil delante de El (cfr 1 Cor 15,58)» (Apostolicam actuositatem, n. 33).

 

 

 

 

 

 

 

10,3-4

        Cristo quiere inculcar a sus discípulos la audacia apostólica; por eso dice «yo os envío», a lo que comenta San Juan Crisóstomo: «Esto basta para daros ánimo, esto basta para que tengáis confianza y no temáis a los que os atacan» (Hom. sobre S. Mateo, 33). La audacia de los Apóstoles y de los discípulos venía de esta segura confianza de haber sido enviados por el mismo Dios: actuaban, como explicó con firmeza el mismo Pedro al Sanedrín, en el nombre de Jesucristo Nazareno, «pues no hay ningún otro nombre bajo el cielo dado a los hombres por el que hayamos de ser salvados» (Hch 4,12).

        «Y continúa el Señor -añade San Gregorio Magno- No llevéis bolsa ni alforja ni sandalias, y no saludéis a nadie por el camino'. Tanta debe ser la confianza que ha de tener en Dios el predicador, que aunque no se provea de las cosas necesarias para la vida, debe estar persuadido de que no le han de faltar, no sea que mientras se ocupa en proveerse de las cosas temporales, deje de procurar a los demás las eternas» (Jn Evangelia homiliae, 17). El apostolado exige una entrega generosa que lleva al desprendimiento: por eso, Pedro, el primero en poner en práctica el mandamiento del Señor, cuando el mendigo de la Puerta Hermosa le pidió una limosna (Hch 3,2-3), dijo: «No tengo oro ni plata» (Hch 3,6), «no tanto para gloriarse de su pobreza -señala San Ambrosio- cuanto de su obediencia al mandamiento del Señor, como diciendo: ves en mí un discípulo de Cristo, ¿y me pides oro? El nos dio algo mucho más valioso que el oro, el poder de obrar en su nombre. No tengo lo que Cristo no me dio, pero tengo lo que me dio: En el nombre de Jesús, levántate y anda' (Hch 3,6)» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc). El apostolado exige, por tanto, desprendimiento de los bienes materiales; y también exige estar siempre dispuestos porque la tarea apostólica es urgente.

        «Y no saludéis a nadie por el camino»: «¿Cómo puede ser -se pregunta San Ambrosio- que el Señor quiera eliminar una costumbre tan llena de humanidad? Considera, sin embargo, que no dice sólo no saludéis a nadie', sino que añade por el camino'. Y esto no es superfluo.

        »También Eliseo, cuando envió a su siervo a imponer su bastón sobre el cuerpo del niño muerto, le mandó que no saludara a nadie en el camino (2 Reg 4,29): le dio orden de apresurarse para cumplir con rapidez la tarea y realizar la resurrección, no fuera que por entretenerse en hablar con algún transeúnte retrasara su encargo. Aquí no se trata entonces de evitar la urbanidad de saludar, sino de eliminar un posible obstáculo al servicio; cuando Dios manda, lo humano debe ser dejado a un lado, por lo menos por algún tiempo. Saludar es una cosa buena pero mejor es ejecutar cuanto antes una orden divina que resultaría muchas veces frustrada por un retraso» (Ibid.).

 

 

 

 

 

 

 

10,6

        «Hijo de paz» es todo hombre que está dispuesto a recibir la doctrina del Evangelio que trae la paz de Dios. La recomendación del Señor a los discípulos de que anuncien la paz ha de ser una constante en toda la acción apostólica de los cristianos: «El apostolado cristiano no es un programa político, ni una alternativa cultural: supone la difusión del bien, el contagio del deseo de amar, una siembra concreta de paz y de alegría» (Es Cristo que pasa, n. 124).

        El sentir la paz en nuestra alma y a nuestro alrededor es señal inequívoca de que Dios viene a nosotros, y un fruto del Espíritu Santo (cfr Gal 5,22): «Rechaza esos escrúpulos que te quitan la paz.-No es de Dios lo que roba la paz del alma.

        »Cuando Dios te visite sentirás la verdad de aquellos saludos: la paz os doy..., la paz os dejo..., la paz sea con vosotros..., y esto, en medio de la tribulación» (Camino, n. 258).

 

 

 

 

 

 

 

 

10,7

        Está claro que el Señor considera que la pobreza y el desprendimiento de los bienes materiales ha de ser una de las principales características del apóstol (vv. 3-4). No obstante, consciente de las necesidades materiales de sus discípulos, deja sentado el principio de que el ministerio apostólico merece su retribución. Por eso el Concilio Vaticano II recuerda la obligación que todos tenemos de contribuir al sostenimiento de los que generosamente se entregan al servicio de la Iglesia: «Los presbíteros, consagrados al servicio divino en el cumplimiento del cargo que se les ha encomendado, merecen recibir una justa remuneración, pues el que trabaja es merecedor de su salario (Lc 10,7), y el Señor ordenó a los que anuncian el Evangelio que vivan del Evangelio (1 Cor, 9,14). Por ello, en la medida en que no se hubiera provisto por otra parte a la justa retribución de los presbíteros, los fieles mismos, como quiera que los presbíteros trabajan por su bien, tienen verdadera obligación de procurar que se les proporcione los medios necesarios para llevar una vida honesta y digna» (Presbyterorum ordinis, n. 20).

 

 

 

 

 

 

 

10,16

        En la tarde del día de la Resurrección el Señor transmite a los Apóstoles la misión propia que había recibido del Padre, otorgándoles poderes semejantes a los suyos (Jn 20,21). Días más tarde confiere a Pedro el primado que antes le había prometido (Jn 21,15-17). A Pedro le ha sucedido el Romano Pontífice, y a los Apóstoles, los Obispos (cfr Lumen gentium, n. 20). Por eso: «Los Obispos, cuando enseñan en comunión con el Romano Pontífice, deben ser respetados por todos como testigos de la verdad divina y católica (...). Este obsequio religioso de la voluntad y del entendimiento ha de prestarse de modo especial al Magisterio auténtico del Romano Pontífice, aun cuando no hable ex cathedra'» (Lumen gentium, n. 25).

 

 

 

 

 

 

 

10,20

        El Señor corrige la actitud de los discípulos, haciéndoles ver que los verdaderos motivos de alegría están en la esperanza del Cielo, y no en el poder de hacer milagros que les había dado para esa misión. Jesús había dado en otra ocasión una enseñanza parecida: «Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿pues no hemos profetizado en tu nombre, y arrojado los demonios en tu nombre, y hecho prodigios en tu nombre? Entonces yo les diré públicamente: jamás os he conocido: apartaos de mí, los que habéis obrado la iniquidad» (Mt 7,22-23). En efecto, más importante a los ojos de Dios que hacer milagros es cumplir en cada momento su Voluntad santísima.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

10,21

        A este pasaje del Evangelio se le ha solido llamar «el himno de júbilo» del Señor. También se encuentra en San Mateo (11,25-27). Es uno de los momentos en que Jesús manifiesta su alegría al ver cómo los humildes entienden y aceptan la palabra de Dios.

        Nuestro Señor muestra además una consecuencia de la humildad: la infancia espiritual. Así, dice en otro lugar: «En verdad os digo: si no os convertís y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los Cielos» (Mt 18,3). Pero la infancia espiritual no comporta debilidad, flojera o ignorancia: «Frecuentemente he meditado esa vida de infancia espiritual, que no está reñida con la fortaleza, porque exige una voluntad recia, una madurez templada, un carácter firme y abierto (..). Hacernos niños: renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños» (Es Cristo que pasa, n n. 10 y 143).

 

 

 

 

 

 

 

 

10,22

        «Esta es una expresión maravillosa para nuestra fe -comenta San Ambrosio- porque cuando lees todo' comprendes que Cristo es todopoderoso, que no es inferior al Padre, ni menos perfecto; cuando lees me ha sido entregado', confiesas que Cristo es el Hijo, al cual todo pertenece de derecho por la consubstancialidad de naturaleza y no por gracia de donación» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

        Cristo aparece aquí Omnipotente, Señor y Dios, consubstancial con el Padre, y el único que puede revelar quién es el Padre. Al mismo tiempo sólo podemos conocer la naturaleza divina de Jesús, si el Padre -como hizo con San Pedro (cfr Mt 16,17)- nos da la gracia de la fe.

 

 

 

 

 

 

 

10,23-24

        Sin duda que el haber visto a Jesús personalmente fue una suerte maravillosa para quienes creyeron en El. No obstante, el Señor dirá a Tomás: «Bienaventurados los que sin haber visto han creído» (Jn 20,29). San Pedro, refiriéndose a Jesucristo, nos dice: «A quien amáis sin haberlo visto; en quien creéis sin verlo aún, y os alegráis con un gozo inefable y glorioso, alcanzando así la meta de vuestra fe, la salvación de las almas» (1 Pet 1,8-9).

 

 

 

 

 

 

 

10,25-28

        El Señor enseña que el camino para conseguir la vida eterna consiste en el cumplimiento fiel de la Ley de Dios. Los Diez Mandamientos, que entregó Dios a Moisés en el monte Sinaí (Ex 20,1-17), son la expresión concreta y clara de la Ley natural. Pertenece a la doctrina cristiana la existencia de la Ley natural, que es la participación de la Ley eterna en la criatura racional, y que ha sido impresa en la conciencia de cada hombre al ser creado por Dios (cfr Libertas praestantissimum, n. 8). Es evidente, por tanto, que la Ley natural, expresada en los Diez Mandamientos, no puede cambiar, ni pasar de moda, ya que no depende de la voluntad del hombre ni de las circunstancias cambiantes de los tiempos.

        En este pasaje Jesús alaba y acepta el resumen de la Ley que hace el escriba judío. La contestación está tomada del Deuteronomio (6,4 ss.) y era una oración que los judíos repetían con frecuencia. Esta misma respuesta da el Señor cuando le preguntan cuál es el mandamiento principal de la Ley, para terminar diciendo: «De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas» (Mt 22,40; cfr también Rom 13,8-9; Gal 5,14).

        Hay una jerarquía y un orden en estos dos mandamientos que constituyen el doble precepto de la caridad: ante todo y sobre todo amar a Dios por sí mismo; en segundo lugar, y como consecuencia de lo anterior, amar al prójimo, porque ésa es la voluntad explícita de Dios (1 Jn 4,21; cfr notas a Mt 22,34-40 y 22,37-38).

        En este pasaje del Evangelio se encierra también otra enseñanza fundamental: la Ley de Dios no es algo negativo, «no hacer», sino algo claramente positivo, es amor; la santidad, a la que todos los bautizados están llamados, no consiste tanto en no pecar, sino en amar, en hacer cosas positivas, en dar frutos de amor de Dios. Cuando el Señor nos describe el Juicio Final recalca ese aspecto positivo de la Ley de Dios (Mt 25,31-46). El premio de la vida eterna se concederá a los que hicieron el bien.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

10,27

        «Sí, nuestra única ocupación acá en la tierra es la de amar a Dios: es decir, comenzar a practicar lo que haremos durante toda la eternidad. ¿Por qué hemos de amar a Dios? Pues porque nuestra felicidad consiste, y no puede consistir en otra cosa, que en el amor de Dios. De manera que si no amamos a Dios, seremos constantemente desgraciados; y si queremos disfrutar de algún consuelo y de alguna suavidad en nuestras penas, solamente lo lograremos recurriendo al amor de Dios. Si queréis convenceros de ello, id a buscar al hombre más feliz según el mundo; si no ama a Dios, veréis cómo en realidad no deja de ser un gran desgraciado. Y, por el contrario, si os encontráis con el hombre más infeliz a los ojos del mundo, veréis cómo, amando a Dios, resulta dichoso en todos conceptos. ¡Dios mío!, ¡abridnos los ojos del alma, y así buscaremos nuestra felicidad donde realmente podemos hallarla!» (Sermones escogidos, Domingo duodécimo después de Pentecostés).

 

 

 

 

 

 

 

10,29-37

        En esta entrañable parábola, que sólo recoge San Lucas, el Señor da una explicación concreta de quién es el prójimo y de cómo hay que vivir la caridad con él, aunque sea nuestro enemigo.

        San Agustín, siguiendo a otros Santos Padres (De verb. Dom. serm., 37), identifica al Señor con el buen samaritano, y al hombre asaltado por los ladrones con Adán, origen y figura de toda la humanidad caída. Llevado de esa compasión y misericordia, baja a la tierra para curar las llagas del hombre, haciéndolas suyas propias (ls 53,4; Mt 8,17; 1 P 2,24; 1 Jn 3,5). Así, en más de una ocasión, vemos cómo Jesús se compadece y se conmueve ante el sufrimiento del hombre (cfr Mt 9,36; Mc 1,41; Lc 7,13). En efecto, dice San Juan: «En esto se demostró el amor de Dios hacia nosotros, en que envió a su Hijo unigénito al mundo para que por El tengamos la vida. Y en esto consiste su amor, que no es porque nosotros hayamos amado a Dios, sino porque El nos amó primero a nosotros, y envió a su Hijo a ser víctima de propiciación por nuestros pecados. Queridos, si así nos amó Dios, también nosotros debemos amarnos los unos a los otros» (1 Jn 4,9-1 1).

        Esta parábola deja claro quién es nuestro prójimo: cualquiera que esté cerca de nosotros -sin distinción alguna de raza, de amistad, etc. - y necesite de nuestra ayuda. De igual modo queda claro cómo hay que amar al prójimo: teniendo misericordia con él, compadeciéndonos de su necesidad espiritual o corporal; y esta disposición tiene que ser eficaz, concreta, debe manifestarse en obras de entrega y de servicio, no puede quedarse en sólo sentimiento.

        Esa misma compasión y amor de Jesucristo hemos de sentir los cristianos, que debemos ser discípulos suyos, para no pasar nunca de largo ante las necesidades ajenas. Una concreción del amor al prójimo está plasmada en las Obras de Misericordia, que se llaman así porque no se deben por justicia. Son catorce, siete espirituales y siete corporales. Las espirituales abarcan: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo ha menester, corregir al que yerra, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia las adversidades y flaquezas de nuestros prójimos, y rogar a Dios por los vivos y los muertos. Las corporales son: visitar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, redimir al cautivo, vestir al desnudo, dar posada al peregrino, y enterrar a los muertos.

 

 

 

 

 

 

 

10,31-32

        Es muy probable que Nuestro Señor corrigiera también con esta parábola una de las deformaciones y exageraciones a las que había llegado la falsa piedad judaica entre sus contemporáneos. Según la Ley de Moisés el contacto con los cadáveres hacía contraer la impureza legal, que se reparaba con diversas abluciones o lavados (cfr Num 19,11-22; Lev 21,1-4.11-12). Esas disposiciones no estaban dadas para impedir el auxilio a los heridos o enfermos, sino para otros fines secundarios higiénicos y de respeto a los cadáveres. La aberración en el caso del sacerdote y del levita de la parábola consistió en que, ante la duda de si el hombre asaltado por los ladrones estaba muerto o no, antepusieron una mala interpretación de un precepto secundario y ritual de la Ley, frente al mandamiento más importante: el amor al prójimo y la ayuda que se le debe prestar.

 

 

 

 

 

 

 

10,38-42

        El Señor iba hacia Jerusalén (Lc 9,51), y unos tres kilómetros antes pasó por Betania, la aldea de Lázaro, Marta y María, tres hermanos a los cuales el Señor amaba entrañablemente, como se ve en otros lugares del Evangelio (cfr Jn 11,1-45; 12,1-9). El diálogo de Jesús con Marta tiene un tono familiar lleno de confianza, que nos hace pensar en la gran amistad del Señor con los tres hermanos.

        San Agustín comenta esta escena de la siguiente manera: «Marta se ocupaba en muchas cosas disponiendo y preparando la comida del Señor. En cambio, María prefirió alimentarse de lo que decía el Señor. No reparó en cierto modo en el ajetreo continuo de su hermana y se sentó a los pies de Jesús, sin hacer otra cosa que escuchar sus palabras. Había entendido de forma fidelísima lo que dice el Salmo: Descansad y ved que yo soy el Señor' (Ps 46,11). Marta se consumía, María se alimentaba; aquélla abarcaba muchas cosas, ésta sólo atendía a una. Ambas cosas son buenas» (Sermo 103).

        Marta ha venido a ser como el símbolo de la vida activa, mientras que María lo es de la vida contemplativa. Sin embargo, para la mayoría de los cristianos, llamados a santificarse en medio del mundo, no se pueden considerar como dos modos contrapuestos de vivir el cristianismo: una vida activa que se olvide de la unión con Dios es algo inútil y estéril; pero una supuesta vida de oración que prescinda de la preocupación apostólica y de la santificación de las realidades ordinarias tampoco puede agradar a Dios. La clave está, pues, en saber unir esas dos vidas, sin perjuicio de una ni de otra. Esta unión profunda entre acción y contemplación puede vivirse de muy diversos modos, según la vocación concreta que cada uno recibe de Dios.

        El trabajo, lejos de ser obstáculo, ha de ser medio y ocasión de un trato afectuoso con Nuestro Señor, que es lo más importante.

        El cristiano corriente, siguiendo esta enseñanza del Señor, debe esforzarse en lograr la unidad de vida: vida de piedad intensa y actividad exterior orientada hacia Dios, hecha por amor a El y con rectitud de intención, que se manifestará en el apostolado, en la tarea profesional, en los deberes de estado. «Debéis comprender ahora -con una nueva claridad- que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir (..j. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver -a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares- su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo» (Conversaciones, n. 114).

 

 

 

 

 

 

 

11,1-4

        El texto que nos presenta San Lucas de la oración dominical o Padrenuestro es algo más breve del que se contiene en San Mateo (6,9-13). Allí se especificaban siete peticiones; en San Lucas sólo cuatro. Por otro lado, el contexto de San Mateo es el del Sermón de la Montaña y, más concretamente, la explicación sobre el modo de orar; el de San Lucas es uno de los momentos en que Jesús ha estado orando. Los dos contextos difieren. No es extraño que Nuestro Señor enseñara lo mismo en diversas ocasiones y con palabras no literalmente idénticas ni con la misma extensión, insistiendo sin embargo en los puntos fundamentales. La plegaria tradicional recoge la oración dominical en su forma más amplia, que es la de San Mateo.

        «Cuando los discípulos pidieron al Señor Jesús: Enséñanos a orar', El respondió pronunciando las palabras de la oración del Padrenuestro, creando así un modelo concreto y al mismo tiempo universal. De hecho, todo lo que se puede y se debe decir al Padre está encerrado en las siete peticiones que todos sabemos de memoria. Hay en ellas una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tal, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una de ellas. ¿Acaso no es así? ¿No nos habla cada una de ellas, una tras otra, de lo que es esencial para nuestra existencia, dirigida totalmente a Dios, al Padre? ¿No nos habla del pan de cada día', del perdón de nuestras ofensas, puesto que también nosotros perdonamos', y al mismo tiempo de preservarnos de la tentación' y de librarnos del mal'?» (Audiencia general Juan Pablo II, 14-111-1979).

        Lo primero que nos enseña a pedir el Señor es la glorificación de Dios y la venida de su Reino. Esto es lo que realmente importa, el Reino de Dios y su justicia (cfr Mt 6,33). También quiere el Señor que le pidamos, confiados en que nuestro Padre Dios atenderá a nuestras necesidades materiales, pues «bien sabe vuestro Padre Celestial que de todo eso estáis necesitados» (Mt 6,32). De todos modos, el Padrenuestro nos hace aspirar especialmente a los bienes del espíritu y nos invita a pedir perdón, con la exigencia de perdonar, y a apartarnos del peligro de pecar. Finalmente, el Padrenuestro resalta la importancia de la oración vocal: « Domine, doce nos orare' -¡Señor, enséñanos a orar!- Y el Señor respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Pater noster, qui es in coelis...' -Padre nuestro, que estás en los cielos...

        »¡Cómo no hemos de tener en mucho la oración vocal!» (Camino, n. 84).

 

 

 

 

 

 

 

11,1

        Jesús se retiraba con frecuencia para hacer oración (cfr Lc 6,12; 22,39 ss.). Esta práctica del Maestro suscita en los discípulos el deseo de aprender a orar. Jesús les enseña lo que El mismo hace. En efecto, cuando el Señor hace oración, comienza con la palabra «iPadre!»: «Padre, en tus manos encomiendo mí espíritu» (Lc 23,46; véanse también Mt 11,25; 26,42 .53; Lc 23,34; Jn 11,41; etc.). No constituye realmente una excepción de esta norma la oración «Dios mío, Dios mío...» (Mt 27,46), que el Señor recita en la cruz, supuesto que se trata del Salmo veintidós, que es la oración final del justo perseguido.

        Se puede, por tanto, decir que lo primero que ha de tener la oración es la sencillez del hijo que habla con su Padre. «Me has escrito: orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?' -¿De qué? De El, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio.

        »En dos palabras: conocerle y conocerte: itratarse!» (Camino, n. 91).

 

 

 

 

 

 

 

11,2

        «Santificado sea tu Nombre»: En esta primera petición del Padrenuestro «pedimos que Dios sea conocido, amado, honrado y servido de todo el mundo y de nosotros en particular». Esto quiere decir que «los infieles vengan al conocimiento del verdadero Dios, los herejes reconozcan sus errores, los cismáticos vuelvan a la unidad de la Iglesia, los pecadores se conviertan y los justos perseveren en el bien». Con esta primera petición, el Señor nos enseña que «hemos de desear más la gloria de Dios que todos nuestros intereses y provechos». Esta gloria de Dios que pedimos se procura «con oraciones y buen ejemplo, y enderezando a El todos nuestros pensamientos, afectos y acciones» (cfr Catecismo Mayor, nn. 290-293).

        «Venga tu Reino»: «Por Reino de Dios entendemos un triple reino espiritual: el Reino de Dios en nosotros, que es la gracia; el Reino de Dios en la tierra, que es la Iglesia Católica, y el Reino de Dios en el Cielo, que es la bienaventuranza... En orden a la gracia, pedimos que Dios reine en nosotros con su gracia santificante, por la cual se complace en morar en nosotros como rey en su corte, y que nos conserve unidos a El con las virtudes de la fe, esperanza y caridad, por las cuales reina en nuestro entendimiento, en nuestro corazón y en nuestra voluntad (...). En orden a la Iglesia, pedimos que se dilate y propague por todo el mundo para salvación de los hombres (...). En orden a la gloria, pedimos ser un día admitidos en la bienaventuranza para la cual hemos sido creados, donde seremos cumplidamente felices» (Catecismo Mayor, nn. 294-297).

 

 

 

 

 

 

 

11,3

        Es interpretación común de la Tradición de la Iglesia que el pan a que se alude aquí no es meramente el pan material, ya que «no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de la boca de Dios» (Mt 4,4; Dt 8,3). Quiere aquí Jesús que pidamos «a Dios lo que nos es necesario cada día para el alma y para el cuerpo (...). Para nuestra alma pedimos a Dios el mantenimiento de la vida espiritual, es decir, rogamos al Señor nos dé su gracia, de la que continuamente tenemos necesidad (...). La vida de nuestra alma se mantiene sobre todo con la divina palabra y con el Santísimo Sacramento del altar (...). Para nuestro cuerpo pedimos lo necesario para el mantenimiento de la vida temporal» (Catecismo Mayor, nn. 302-305).

        La doctrina cristiana subraya dos ideas en esta petición del Padrenuestro: la primera es la confianza en la Providencia divina, que nos libra de la excesiva preocupación por amontonar bienes y dinero para el día de mañana (cfr Lc 12,16-21); la otra idea es que hemos de interesarnos fraternalmente por las necesidades de los demás, superando de este modo nuestra inclinación al egoísmo.

 

 

 

 

 

 

 

 

11,4

           «De tal manera exige Dios de nosotros el olvido de las injurias y el afecto y amor mutuo entre los hombres, que rechaza y desprecia las ofrendas y los sacrificios de los que no se hayan reconciliado amistosamente» (Catecismo Romano, IV, 14,16).

        «Cosa es ésta, hermanas, para que miremos mucho en ella; que una cosa tan grande y de tanta importancia como que nos perdone el Señor nuestras culpas, que merecían fuego eterno, se nos perdone con tan baja cosa como es que perdonemos; y aun de esta bajeza tengo tan pocas que ofrecer, que de balde me habéis, Señor, de perdonar. Aquí cabe bien vuestra misericordia. Bendito seáis vos, que tan pobre me sufrís» (Camino de perfección, cap.

36,2).

        «Y no nos dejes caer en la tentación»: No es pecado sentir la tentación, sino consentir en ella. También es pecado ponerse voluntariamente en ocasión próxima de pecar. Dios permite que seamos tentados para probar nuestra fidelidad, para ejercitamos en las virtudes y acrecentar, con la ayuda de la gracia, nuestros merecimientos. En esta petición rogamos al Señor que nos dé su gracia para no ser vencidos en la prueba, o que nos libre de ésta si no fuéramos a superarla.

 

 

 

 

 

 

 

11,5-10

        Una de las notas esenciales de la oración ha de ser la constancia confiada en el pedir. A través de este sencillo ejemplo y de otros parecidos (cfr Lc 18,1-7) nos anima el Señor a no decaer en nuestra petición constante a Dios. «Persevera en la oración. -Persevera, aunque tu labor parezca estéril- La oración es siempre fecunda» (Camino, n. 101).

 

 

 

 

 

 

 

11,9-10

        ¿Veis la eficacia de la oración cuando se hace en las debidas condiciones? ¿No convendréis conmigo en que, si no alcanzamos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con el corazón bastante puro, con una confianza bastante grande, o porque no perseveramos en la oración cual debiéramos? Jamás Dios ha denegado ni denegará nada a los que le piden sus gracias debidamente. La oración es el gran recurso que nos queda para salir del pecado, perseverar en la gracia, mover el corazón de Dios y atraer sobre nosotros toda suerte de bendiciones del cielo, ya para el alma, ya por lo que hace a nuestras necesidades temporales (Sermones escogidos, Quinto domingo después de Pascua).

 

 

 

 

 

 

 

11,11-13

        La paternidad humana que el hombre tiene ante la vista sirve al Señor como punto de comparación para volver a enseñarnos la realidad gozosa de que Dios es nuestro Padre, porque la verdad es que la paternidad de Dios es la fuente de toda paternidad en los Cielos y en la tierra (cfr Ef 3,15). «El Dios de nuestra fe no es un ser lejano, que contempla indiferente la suerte de los hombres: sus afanes, sus luchas, sus angustias. Es un Padre que ama a sus hijos hasta el extremo de enviar al Verbo, Segunda Persona de la Trinidad Santísima, para que, encarnándose, muera por nosotros y nos redima. El mismo Padre amoroso que ahora nos atrae suavemente hacia El, mediante la acción del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones» ( Es Cristo que pasa, n. 84).

 

 

 

 

 

 

 

 

11,13

        El Espíritu Santo es el don supremo de Dios, la gran promesa que Cristo hace a los discípulos (cfr Jn 15,26), el fuego divino que desciende sobre los Apóstoles en Pentecostés y los llena de fortaleza y libertad para proclamar el mensaje de Cristo (cfr Hch 2). «Yo rogaré al Padre -anunció el Señor a sus discípulos-y os dará otro Consolador para que esté con vosotros eternamente (Ioh XIV, 16). Jesús ha mantenido sus promesas: ha resucitado, ha subido a los cielos y, en unión con el Eterno Padre, nos envía el Espíritu Santo para que nos santifique y nos dé la vida» (Es Cristo que pasa, n. 128).

 

 

 

 

 

 

 

 

11,14-23

        La obstinación de los enemigos de Jesús no cede ni ante la evidencia del milagro. Puesto que no pueden negar el valor extraordinario del hecho, lo atribuyen a artes demoníacas, con el intento de negar que Jesús es el Mesías. El Señor les replica con un razonamiento que no admite escapatoria: las expulsiones de demonios que hace son pruebas evidentes de que con El ha llegado el Reino de Dios. El Concilio Vaticano II ha recordado de nuevo esta verdad: «Nuestro Señor Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, la llegada del Reino de Dios prometido desde los siglos en la Escritura (...). Los milagros de Jesús confirman que el Reino ya ha llegado a la tierra: Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, está claro que el Reino de Dios ha llegado a vosotros (Lc 11,20; cfr Mt 12,28). Pero sobre todo, el Reino de Dios se manifiesta en la persona misma de Cristo, Hijo de Dios e Hijo del Hombre, que vino a servir y a dar su vida en redención por muchos (Mc 10,45)» (Lumen gentium, n. 5).

        El fuerte y bien armado es el demonio (v. 21), que con su poder tenía esclavizado al hombre; pero Jesucristo, más fuerte que él, ha venido, le ha vencido y le está desalojando de donde se había enseñoreado. San Pablo dirá que Cristo «habiendo despojado a los principados y potestades, los expuso a público espectáculo llevándolos en su cortejo triunfal» (Col 2,15).

        Tras la victoria de Cristo, el «más fuerte», las palabras del v. 23 son una seria advertencia a los que le escuchaban, y a toda la humanidad: aunque no lo quieran reconocer, Jesucristo ha vencido, y en adelante no es admisible la neutralidad ante su causa: quien no esté con El, contra El está.

 

 

 

 

 

 

 

11,18

        El argumento de Cristo es claro. Uno de los mayores males que pueden sobrevenir a la Iglesia es precisamente la división entre los cristianos, la desunión de los creyentes. Hemos de hacer nuestra la oración de Jesús: «Que todos sean uno; como Tú, Padre, en mí y yo en Ti, que así ellos estén en nosotros, para que el mundo crea que Tú me has enviado» (Jn 17,21).

 

 

 

 

 

 

 

11,24-26

        El Señor nos descubre cómo el demonio no descansa en su lucha contra el hombre; una vez rechazado por la gracia de Dios, de nuevo despliega sus asechanzas y ataques. Conocedor de todo esto, San Pedro nos recomienda vivir sobrios y vigilantes, «pues vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Resistidle firmes en la fe» (1 P 5,8-9).

        Además, Jesús nos pone en guardia contra una nueva derrota a manos de Satanás, advirtiéndonos que esa nueva situación sería peor aún que la primera. Con razón dice el adagio latino que «corruptio optimi, pessima» (la corrupción de lo mejor es la peor). También San Pedro, con palabra inspirada, recrimina a los cristianos corrompidos, en quienes se cumple «aquel proverbio tan acertado: El perro vuelve a su propio vómito y la cerda lavada a revolcarse en el fango» (2 P 2,22).

 

 

 

 

 

 

 

 

11,27-28

        Estas palabras son la proclamación de la actitud fundamental del alma de la Virgen María. Así lo expone el Concilio Vaticano II: «A lo largo de la predicación de Jesús, recogió (María) las palabras con las que el Hijos situando el Reino más allá de las consideraciones y de los vínculos de la carne y de la sangre, proclamó bienaventurados (cfr Mc 3,35; Lc 11,27-28) a quienes escuchaban y guardaban la palabra de Dios, como Ella misma lo hacía con fidelidad (cfr Lc 2,19 .51)» (Lumen gentium, n. 58). Por tanto, con esta respuesta Jesús no rechaza el encendido requiebro que esa buena mujer dedica a su Madre, sino que lo acepta y va más allá, explicando que María Santísima es bienaventurada además por haber sido buena y fiel en el cumplimiento de la palabra de Dios. «Era el elogio de su Madre, de su fiat (Lc 1, 38), del hágase sincero, entregado, cumplido hasta las últimas consecuencias, que no se manifestó en acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada» (Es Cristo que pasa, n. 172). Cfr nota a Lc 1,34-38,

 

 

 

 

 

 

 

11,29-32

        Jonás fue el profeta que llevó a los ninivitas a la penitencia porque en su predicación y en sus obras, en su persona y en su vida, reconocieron la señal de un enviado de Dios (cfr nota a Mt 12,41-42).

 

 

 

 

 

 

 

11,33-36

        Jesús está hablando en metáforas: el hombre que tiene la vista sana ve bien las cosas. De aquí hace una aplicación moral: la mirada pura, sencilla, sabe apreciar las cosas de Dios.

        Los que se oponían al Señor veían sus obras y oían sus palabras, pero su mirada no era limpia y no querían reconocer a Dios en El. Es también un reproche para todos los que no quieren aceptar el Evangelio.

 

 

 

 

 

 

 

11,39-52

            En este pasaje -uno de los más severos del Evangelio- Jesucristo desenmascara de modo vehemente el vicio con el que el judaísmo oficial más se opuso a la aceptación de su doctrina: la hipocresía revestida de legalismo. Hay gentes que, so capa de bien, cumpliendo la mera letra de los preceptos, no cumplen su espíritu; no se abren al amor de Dios y del prójimo; se endurecen en su corazón y con apariencia de honorabilidad apartan a los hombres del camino de entrega fervorosa a Dios, haciendo intolerable la virtud. Jesucristo les desenmascara con tanta vehemencia porque son peores que los enemigos manifiestos; de éstos cualquiera puede defenderse; de aquellos es poco menos que imposible. De hecho los escribas y fariseos estaban cerrando el paso al pueblo que quería seguir a Jesús, constituyéndose en el obstáculo más taimado al Evangelio. Las invectivas contra los escribas y fariseos que San Lucas recoge aquí se encuentran también en el capítulo veintitrés de San Mateo, incluso con mayor amplitud. Cfr nota a Mt 23,1-39.

 

 

 

 

 

 

 

11,40-41

        El sentido de este texto no es fácil de captar. Probablemente Nuestro Señor aprovecha el juego de palabras «lo de fuera» y «lo de dentro», con ocasión de la limpieza de vasos y platos, para dar una enseñanza acerca de la importancia primordial de lo interior del hombre sobre las meras apariencias, en contra del error común de los fariseos y de la tendencia frecuente de tantas personas. Así, con estas palabras, Jesús nos amonesta diciendo que en vez de andar tan preocupados por las cosas «de fuera» nos deben preocupar sobre todo las «de dentro». Aplicado al caso de la limosna, lo que importa es dar generosamente de los bienes que guardamos de forma egoísta: esto es, no basta con dar unas monedas, que es algo que puede quedarse en la sola exterioridad, sino que hay que dar a los demás el amor, la comprensión, el trato delicado, el respeto a su libertad, la preocupación honda por su bien espiritual y material..., que son irrealizables sin unas disposiciones interiores de amor al prójimo.

        El Papa Juan Pablo II explicaba así, en una alocución a los jóvenes, el significado genuino de la limosna: «Limosna, palabra griega, significa etimológicamente compasión y misericordia. Circunstancias diversas e influjos de una mentalidad restrictiva han alterado y profanado en cierto modo su primigenio significado, reduciéndolo tal vez a un acto sin espíritu y sin amor. Pero la limosna, en sí misma, se entiende esencialmente como actitud del hombre que advierte la necesidad de los otros, que quiere hacer partícipes a los otros del propio bien. ¿Quién diría que no habrá siempre otro que tenga necesidad de ayuda, ante todo espiritual, de apoyo, de consuelo, de fraternidad, de amor? El mundo está siempre muy pobre de amor» (Alocución a los jóvenes, 28-111-1979).

 

 

 

 

 

 

 

11,42

        Según la Ley de Moisés había que pagar el diezmo de las cosechas (cfr Lev 27,30-33; Dt 12,22 ss.; etc.) para contribuir al sostenimiento del culto en el Templo. Los productos insignificantes no estaban sujetos a esta Ley.

        La ruda es una planta amarga y medicinal que se usaba antiguamente entre los judíos. Se discutía entre ellos si la ruda debía entrar o no en el pago de los diezmos. Los fariseos, llevados de una extrema meticulosidad, enseñaban que debía pagarse.

 

 

 

 

 

 

 

 

11,44

        Según la Antigua Ley quien tocase una sepultura quedaba impuro durante siete días (Num 19,16); sin embargo, podía ocurrir que con el paso del tiempo, a causa de la tierra acumulada y de la hierba que la cubría, la sepultura quedase imperceptible para quien pasara por encima. El Señor toma este símil para desenmascarar la hipocresía de sus interlocutores: son cumplidores de los más pequeños detalles pero olvidan los deberes fundamentales, la justicia y el amor a Dios (v. 42). Limpios por fuera y al mismo tiempo con un corazón lleno de malicia y podredumbre (v. 39), disimulan para parecer justos y, como viven de las apariencias, se preocupan por cultivarlas; saben que la virtud es motivo de honor, y se interesan por simularla (v. 43). Esto es, su vida se caracteriza por la doblez y el dolo.

 

 

 

 

 

 

 

11,51

        Zacarías fue un profeta que murió apedreado en el Templo de Jerusalén hacia el año 800 a. C. por echar en cara al pueblo de Israel su infidelidad a los preceptos divinos (cfr 2 Chr 24,20-22). El asesinato de Abel (Gen 4,8) y el de Zacarías eran, respectivamente, el primero y último de los narrados en el conjunto de los libros que los judíos reconocían como sagrados. Jesús alude a una tradición judía según la cual, todavía en su tiempo y aun después, se mostraba allí la mancha de sangre de Zacarías.

        El altar al que se refiere el texto era el de los holocaustos, situado al aire libre en el atrio de los sacerdotes, delante de la edificación que propiamente constituía el Templo.

 

 

 

 

 

 

 

 

11,52

        Jesús les hace un grave reproche: aquellos doctores de la Ley, precisamente por el estudio y meditación de la Escritura, deberían haber reconocido a Jesús como el Mesías, puesto que así estaba profetizado en los libros sagrados. Sin embargo, la historia evangélica nos muestra que sucedió justamente al revés. No sólo no aceptaron a Jesús sino que se le opusieron obstinadamente. Ellos, como maestros de la Ley, tenían que haber enseñado al pueblo a seguir a Jesús; en cambio, se lo impidieron.

 

 

 

 

 

 

 

 

11,53-54

        San Lucas recordará frecuentemente esta actitud de los enemigos del Señor (cfr 6,11; 19,47-48; 20,19-20; 22,2). El pueblo seguía a Jesús y se entusiasmaba con su predicación y sus obras, mientras que los fariseos y escribas no aceptaron al Señor, y no toleraban que la muchedumbre se adhiriera a El: intentaban por todos los medios desacreditarle ante el pueblo (cfr Jn 11,48).

 

 

 

 

 

 

 

12,3

        La techumbre de las casas de Palestina era de ordinario terraza. Allí se reunían a charlar, pasadas las horas del calor. Jesús advierte a sus discípulos que así como en esas tertulias se comentaban las cosas dichas en privado, también, por mucho que los fariseos ocultasen sus vicios y defectos con el velo de la hipocresía, éstos llegarían a ser conocidos y comentados por todos.

 

 

 

 

 

 

 

 

12,6-7

        Nada -ni aun las cosas más insignificantes- escapa a los ojos de Dios, a su Providencia y a su juicio. Cuánto menos escaparán las acciones de los hombres, que serán premiados o castigados por el justo e inapelable juicio de Dios. Por eso mismo, no hay que temer que quede sin recompensa eterna ningún sufrimiento o persecución padecidos por seguir a Cristo.

        Por otra parte, la enseñanza del v. 5 sobre el temor es completada en los vv. 6 y 7 al decirnos que Dios es el buen Padre que vela por todos nosotros, mucho más que por esos pajarillos a los que tampoco olvida. Así, pues, nuestro temor a Dios no ha de ser servil -fundado en el miedo al castigo-, sino un temor filial -el de quien no quiere disgustar a su padre-, y que se alimenta de la confianza en la divina Providencia.

 

 

 

 

 

 

 

12,8-9

        Conclusión lógica de la enseñanza anterior de Cristo: peor que los males corporales, incluida la muerte, son los males del alma -esto es, el pecado-. Quienes por miedo a los sufrimientos temporales niegan al Señor y no son fieles a las exigencias de la fe caerán en otro mal mucho peor: serán negados por el mismo Cristo en el día del juicio. Por el contrario, quienes sufran por fidelidad a Cristo penalidades en esta vida recibirán el premio eterno de ser reconocidos por El, y serán partícipes de su gloria.

 

 

 

 

 

 

 

12,10

        La blasfemia contra el Espíritu Santo consiste en atribuir maliciosamente al demonio las acciones sobrenaturales. El hombre que adopta tal disposición impide que le llegue el perdón de Dios y, por esto, no puede ser perdonado (cfr Mt 12,31; Mc 3,28-30). Jesús comprende y excusa la flaqueza del hombre que se equivoca, en cambio no tiene esa actitud indulgente con aquel que cierra los ojos y el corazón a las admirables obras del Espíritu; así obraban los fariseos que acusaban a Jesús de arrojar los demonios en nombre de Beelzebul; así actúa el incrédulo que niega la manifestación de la bondad divina en la obra de Cristo; negándola, rechaza la invitación que Dios le hace y se sitúa fuera de la Salvación (cfr Hb 6,4-6; 10,26-31). Véase nota a Mc 3,28-30.

 

 

 

 

 

 

 

12,13-14

        Aquel hombre sólo está interesado por sus propios problemas; sólo ve en Jesús a un maestro de reconocida autoridad y prestigio para resolverle su caso (cfr Dt 21,17). El personaje puede muy bien representar a quienes acuden a la autoridad religiosa no para pedir una orientación en su vida espiritual sino para resolver sus asuntos materiales. Jesús, decididamente, se desentiende de semejante petición. Y no es por insensibilidad ante una situación de posible injusticia familiar, sino porque intervenir en tales asuntos no es propio de su misión redentora. El Maestro nos enseña, con su actuación y sus palabras, que su obra salvífica no se dirige a resolver los muchos conflictos familiares y sociales que se dan entre los hombres; Jesús ha venido a dar los principios y los criterios morales que deberán informar la justa acción de los hombres en los asuntos temporales, pero no a resolverlos técnicamente; para esto nos ha dotado de inteligencia y de libertad.

 

 

 

 

 

 

 

12,15-21

        Tras la sentencia del v. 15 Jesús expone la parábola del rico insensato: ¡qué necedad es poner la confianza en la acumulación de bienes materiales para asegurar la vida de aquí abajo, mientras se olvidan los bienes del espíritu, que son los que nos aseguran, de verdad y para siempre, por la misericordia divina, la vida eterna!

        Así explicaba San Atanasio estas palabras del Señor: «Quien vive como si hubiese de morir cada día -puesto que incierta es nuestra vida por naturaleza- no pecará, ya que el buen temor extingue gran parte del desorden de los apetitos; por el contrario, quien se cree que va a tener una vida larga, fácilmente se deja dominar por los placeres» (Contra Antígono).

 

 

 

 

 

 

 

12,19

        La insensatez de este hombre consiste en que ha considerado la posesión de bienes materiales como el único fin de su existencia y la garantía de su seguridad. Es legítima la aspiración del hombre a poseer lo necesario para su vida y su desarrollo, pero tener como bien absoluto la posesión de bienes materiales acaba por destruir al hombre y a la sociedad. «Así, pues, el tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento es ambivalente. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo encierra como en una prisión desde el momento que se convierte en el bien supremo, que impide mirar más allá. Entonces los corazones se endurecen y los espíritus se cierran; los hombres ya no se unen por amistad, sino por interés, que pronto les hace oponerse unos a otros y desunirse. La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser, y se opone a su verdadera grandeza. Para las naciones como para las personas la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral» (Populorum progressio, n. 19).

 

 

 

 

 

 

 

12,25

        Véase nota a Mt 6,27. El «codo» era una medida de longitud y equivalía aproximadamente a medio metro.

 

 

 

 

 

 

 

 

12,27-28

        En la historia del pueblo de Israel, el rey Salomón que sucedió en el trono al gran rey David, fue el que consiguió la mayor gloria cultural y económica para el reino; por eso constituye en la tradición de los israelitas el prototipo del poder y del esplendor terrenos (cfr Mt 12,42). Con esta comparación subraya el Señor que el cuidado de la Providencia divina recae sobre todos aquellos que acogen con sencillez la llamada de Jesús. En este sentido, un hombre en gracia de Dios supera la belleza de los lirios y la gloria del mismo Salomón.

 

 

 

 

 

 

 

 

12,29-31

        El Señor resume sus enseñanzas acerca de la confianza y abandono en la Providencia divina poniendo en contraste la disposición recta -buscar sobre todas las cosas el Reino- y la equivocada de los que sólo buscan los bienes temporales. No condena Jesús la noble preocupación por las necesidades terrenas, pero enseña que deben ordenarse al fin último del hombre, que es la posesión del Reino. Por eso dice que los bienes temporales se nos darán por añadidura, «no como un bien en el que debéis fijar vuestra atención -explica San Agustín-, sino como un medio por el que podéis llegar al sumo y verdadero bien» (De Senii. Dom. in monte, II, 24).

        El instinto natural por subsistir es uno de los elementos que la divina Providencia ha puesto en el hombre. Ahora bien, este instinto ha de tener el cauce sereno de un trabajo ordenado, y nunca el de una preocupación angustiosa, que lleve al hombre a olvidarse de lo que es más importante para él, invirtiendo la jerarquía cristiana de valores; eso es lo que hace quien antepone las preocupaciones materiales a los bienes del espíritu.

 

 

 

 

 

 

 

12,33-34

        El Señor termina este discurso insistiendo en los bienes imperecederos a los que debemos aspirar. A este tenor el Concilio Vaticano II, hablando de la llamada universal a la santidad, concluye con esta enseñanza: «Quedan, pues, invitados y aun obligados todos los fieles cristianos a buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado. Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas, contrario al espíritu de pobreza evangélica, les impida la prosecución de la caridad perfecta; y acuérdense de la advertencia del Apóstol: Los que usan de este mundo, no se detengan en él: porque la apariencia de este mundo es pasajera' (1 Cor 7,31)» (Lumen gentium, n. 42).

        «Cuando en la Sagrada Escritura se habla del corazón, no se trata de un sentimiento pasajero, que trae la emoción o las lágrimas. Se habla del corazón para referirse a la persona que, como manifestó el mismo Jesucristo, se dirige toda ella -alma y cuerpo- a lo que considera su bien: porque donde está tu tesoro allí estará también tu corazón (Mt VI, 21)» (Es Cristo que pasa, n. 164). La enseñanza del Señor es clara: el corazón del hombre anhela poseer riquezas, buena posición, relaciones sociales, cargos públicos o profesionales, donde encontrar la seguridad, la felicidad, la afirmación de su personalidad; sin embargo, ese tipo de tesoro se convierte en una fuente de continuas preocupaciones y disgustos, porque está siempre expuesto a perderse. Jesús no quiere decir que el hombre deba despreocuparse de las cosas de la tierra, sino que enseña que ninguna cosa creada puede ser «el tesoro», el último fin; éste es Dios, nuestro Creador y Señor, a quien debemos amar y servir en medio de los quehaceres ordinarios de esta vida y con la esperanza del gozo eterno del Cielo. Véase también nota a Mt 6,19-21.

 

 

 

 

 

 

 

12,35-39

        La exhortación a estar vigilantes se repite con frecuencia en la predicación de Cristo y en la de los Apóstoles (cfr Mt 24,42; 25,13; Mc 14,34). De una parte, porque el enemigo está siempre al acecho (cfr 1 P 5,8), y de otra porque quien ama nunca duerme (cfr Cant 5,2). Manifestaciones concretas de esa vigilancia son el espíritu de oración (cfr Lc 21,36; 1 P 4,7) y la fortaleza en la fe (cfr 1 Cor 16,13). Cfr nota a Mt 25,1-13.

 

 

 

 

 

 

 

12,35

        Las amplias vestiduras que usaban los judíos se ceñían a la cintura para poder realizar determinados trabajos. «Tener las ropas ceñidas» es una imagen clara para indicar que uno se prepara para el trabajo, la lucha, los viajes, etc. (cfr Ier 1,17; Ef 6,14; 1 P 1,13). Del mismo modo, «tener las lámparas encendidas» indica la actitud propia del que vigila o espera la venida de alguien.

 

 

 

 

 

 

 

12,40

        Dios ha querido ocultar el momento de la muerte de cada uno y el del fin del mundo. Inmediatamente después de la muerte, todo hombre comparece para el juicio particular: «Está establecido que los hombres mueran una sola vez; y que después tenga lugar el juicio» (Hb 9,27). Del mismo modo, al fin del mundo ocurrirá el juicio universal.

 

 

 

 

 

 

 

12,41-48.

        Después de la exhortación del Señor a la vigilancia, Pedro hace una pregunta (v. 41) cuya respuesta es la clave para comprender esta parábola. Por un lado, insiste Jesús en lo imprevisible del momento en que Dios nos ha de llamar para rendir cuentas; por otro, precisamente como respuesta a la pregunta de Pedro, Nuestro Señor explica que su enseñanza se dirige a todos. Dios pedirá cuenta a cada uno según sus circunstancias personales: todo hombre tiene en esta vida una misión que cumplir; de ella habremos de responder ante el tribunal divino y seremos juzgados según los frutos, abundantes o escasos, que hayamos dado.

        «Y como no sabemos el día ni la hora es necesario, según la amonestación del Señor, que vigilemos constantemente para que, terminado el único plazo de nuestra vida terrena (cfr Hb 9,27), merezcamos entrar con El a las bodas y ser contados entre los elegidos (cfr Mt 25,31-46), y no se nos mande, como a siervos malos y perezosos (cfr Mt 25,26), al fuego eterno (cfr Mt 25,41)» (Lumen gentium, n. 48).

 

 

 

 

 

 

 

12,49-50

        El fuego expresa frecuentemente en la Biblia el amor ardiente de Dios por los hombres (cfr Dt 4,24; Ex 13,22; etc.). En el Hijo de Dios hecho hombre alcanza ese amor divino su máxima expresión: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito» (Jn 3,16). Jesús entrega voluntariamente su vida por amor hacia nosotros, y «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13).

        Con las palabras que nos transmite San Lucas, Jesucristo revela las ansias incontenibles de dar su vida por amor. Llama Bautismo a su muerte, porque de ella va a salir resucitado y victorioso para nunca más morir. Nuestro Bautismo es un sumergimos en esa muerte de Cristo, en la cual morimos al pecado y renacemos a la nueva vida de la gracia: «Pues fuimos sepultados juntamente con El por medio del bautismo en orden a la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros caminemos en una vida nueva» (Rom 6,4).

        Los cristianos hemos de ser, con esa nueva vida, fuego que encienda como Jesús encendió a sus discípulos: «Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico: me ardía el corazón dentro del pecho, se encendía el fuego en mi meditación (Ps XXXVIII, 4). ¿Qué fuego es ése sino el mismo del que habla Cristo: fuego he venido a traer a la tierra y qué he de querer sino que arda? (Lc XII, 49). Fuego de apostolado que se robustece en la oración: no hay medio mejor que éste para desarrollar, a lo largo y a lo ancho del mundo, esa batalla pacífica en la que cada cristiano está llamado a participar: cumplir lo que resta de padecer a Cristo (cfr Col 1, 24)» (Es Cristo que pasa, n. 120).

 

 

 

 

 

 

 

12,51-53

        Dios ha venido al mundo con un mensaje de paz (cfr Lc 2,14), de reconciliación (cfr Rom 5,11). Pero, al resistirnos por nuestro pecado a la obra redentora de Cristo, nos oponemos a El. La injusticia y el error provocan la división y la guerra. «En la medida en que el hombre es pecador, amenaza y amenazará el peligro de guerra hasta el retorno de Cristo; pero en la medida en que los hombres unidos por la caridad superen el pecado, desaparecerán las violencias» (Gaudium et spes, n. 78).

        En su misma vida en la tierra, Cristo fue signo de contradicción (cfr Lc 2,34). El Señor previene a los discípulos de las luchas y divisiones que acompañarán la difusión del Evangelio (cfr Lc 6,20-23; Mt 10,34).

 

 

 

 

 

 

 

12,56

        Los que escuchaban a Jesús sabían por experiencia predecir el tiempo. En cambio, conociendo los signos anunciados por los profetas sobre la venida del Mesías, escuchando ahora sus enseñanzas y viendo sus milagros, no quieren reconocerlos ni sacar las consecuencias; les falta buena voluntad y rectitud de intención y cierran voluntariamente los ojos a la luz del Evangelio (cfr Rom 1,18 ss.).

        Esa postura, que no fue exclusiva de muchos de los contemporáneos de Jesucristo, se vuelve a producir de modo muy especial en nuestros días, revistiendo algunas de las formas del ateísmo reprobadas por el Concilio Vaticano II: «Quienes voluntariamente pretenden apartar de su corazón a Dios y soslayar las cuestiones religiosas desoyen el dictamen de su conciencia y, por tanto, no carecen de culpa» (Gaudium et spes, n. 19).