21,1-4

        El Señor rodeado de sus discípulos, observa cómo la gente deposita sus ofrendas en el gazofilacio. Era éste un lugar situado en el atrio de las mujeres, en el que existían varias huchas destinadas a recoger las ofrendas de los fieles. De pronto sucede algo cuya importancia quiere poner Jesús de relieve ante sus discípulos: una pobre viuda deposita dos pequeñas monedas, de escaso valor. Califica esta ofrenda como la más importante; alaba la generosidad de las limosnas destinadas al culto, y más aún la liberalidad de quien da de lo que le es necesario. El Señor se conmueve ante el óbolo de la viuda porque en su pequeñez supone un gran sacrificio. «El Señor no mira -dice San Juan Crisóstomo- la cantidad que se le ofrece, sino el afecto con que se le ofrece. No está la limosna en dar poco de lo mucho que se tiene, sino en hacer lo que aquella viuda, que dio todo lo que tenía» (Hom. sobre Heb, 1). Esta mujer nos enseña que podemos conmover el corazón de Dios al entregarle todo aquello que tenemos a nuestro alcance, que será siempre muy poco, aunque fuese nuestra misma vida. «iQué poco es una vida para ofrecerla a Dios!...» (Camino, n. 420).

 

 

 

 

 

 

 

21,5-36

        Los discípulos ponderan ante el Señor la grandeza del Templo. A este propósito Jesús desarrolla un largo discurso, conocido con el nombre de «discurso escatológico», porque versa sobre los acontecimientos finales de la historia. El pasaje es conservado también de una manera muy parecida por los otros Evangelios Sinópticos (cfr Mt 24,1-51; Mc 13,1-37). En las palabras del Señor se enlazan tres cuestiones relacionadas entre sí: la destrucción de Jerusalén -ocurrida unos cuarenta años después-, el final del mundo, y la segunda venida de Cristo en gloria y majestad. Jesús, que también anuncia aquí persecuciones contra la Iglesia, exhorta insistentemente a la paciencia, a la oración y a la vigilancia.

        El Señor habla aquí con el estilo y lenguaje propios de los profetas, con imágenes tomadas del Antiguo Testamento; además en este discurso se alternan profecías que se van a cumplir en breve con otras cuyo cumplimiento se difiere hasta el final de la historia. Con ellas Nuestro Señor no quiere saciar la curiosidad de los hombres acerca de los sucesos futuros, sino que trata de evitar el desaliento y el escándalo que podrían producirse ante las dificultades que se avecinan. Por eso exhorta: «No os dejéis engañar» (v. 8); «no os aterréis» (v. 9); «vigilad sobre vosotros mismos» (v. 34).

 

 

 

 

 

 

 

21,8

        Los discípulos, al oír que Jerusalén iba a ser destruida, preguntan cuál será la señal que anuncie ese acontecimiento (vv. 5-7). Jesús contesta con una advertencia: «No os dejéis engañar», es decir, no esperéis ningún aviso; no os dejéis llevar por falsos profetas, permaneced fieles a Mí. Esos falsos profetas se presentarán afirmando que son el Mesías, esto es lo que significa la expresión «yo soy». La respuesta del Señor se refiere en realidad a dos acontecimientos, que la mentalidad judía veía relacionados entre sí: la destrucción de la Ciudad Santa y el fin del mundo. Por eso hablará a continuación de ambos acontecimientos y dejará entrever que debe transcurrir un largo tiempo entre ellos; la destrucción del Templo y de Jerusalén es como un signo, un símbolo de las catástrofes que acompañarán el final del mundo.

 

 

 

 

 

 

 

21,9-11

        El Señor no quiere que los discípulos puedan confundir cualquier catástrofe -hambres, terremotos, guerras- o las mismas persecuciones con señales que anuncien la proximidad del final del mundo. La exhortación de Jesús es clara: «No os aterréis», porque esto ha de suceder, «pero el fin no es inmediato», sino que, en medio de tantas dificultades, el Evangelio se irá extendiendo hasta los confines del orbe. Estas circunstancias adversas no deben paralizar la predicación de la fe.

 

 

 

 

 

 

 

 

21,19

        Jesús anuncia persecuciones de todo género. Esto es inevitable: «Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos» (2 Tim 3,12). Los discípulos deberán recordar aquella advertencia del Señor en la Ultima Cena: «No es el siervo más que su señor. Si me han perseguido a mí, también a vosotros os perseguirán» (Jn 15,20). Sin embargo, estas persecuciones no escapan a la Providencia divina. Suceden porque Dios las permite. Y Dios las permite porque puede sacar de ellas bienes mayores. Las persecuciones serán ocasión de dar testimonio: sin ellas la Iglesia no estaría adornada de la sangre de tantos mártires. Promete el Señor además una asistencia especial a quienes estén sufriendo la persecución y les advierte que no han de temer: les dará su sabiduría para defenderse y no permitirá que perezca ni un cabello de su cabeza, es decir, que hasta lo que pueda parecer una desdicha y una pérdida será para ellos el comienzo de la gloria.

        De las palabras de Jesús se deduce también la obligación que tiene todo cristiano de estar dispuesto a perder la vida antes que ofender a Dios. Sólo quienes perseveren hasta el fin en la fidelidad al Señor alcanzarán la salvación. La exhortación a la perseverancia está consignada por los tres Sinópticos en este discurso (cfr Mt 24,13; Mc 13,13) y por San Mateo en otro lugar (Mt 10,22) y asimismo por San Pedro (1 P 5,9). Ello parece subrayar la importancia de esta advertencia de Nuestro Señor en la vida de todo cristiano.

 

 

 

 

 

 

 

 

21,20-24

        Jesús profetiza suficientemente la destrucción de la Ciudad Santa. Cuando los cristianos que vivían allí vieron que los ejércitos cercaban la ciudad recordaron la profecía del Señor y huyeron a Transjordania (cfr Historia Eclesiástica, III, 5). En efecto, Cristo recomienda que huyan con toda prontitud, porque es el tiempo de la aflicción de Jerusalén, de que se cumpla lo que está escrito en el AT: Dios castiga a Israel por sus infidelidades (Is 5,5-6).

        La Tradición católica considera a Jerusalén como figura de la Iglesia. De hecho la Iglesia triunfante es llamada en el Apocalipsis la Jerusalén celestial (Ap 21,2). Por eso, al aplicar este pasaje a la Iglesia, los sufrimientos de la Ciudad Santa pueden ser considerados como figura de las contradicciones que sobrevienen a la Iglesia peregrina a causa de los pecados de los hombres, pues «ella misma vive entre las criaturas que gimen con dolores de parto en espera de la manifestación de los hijos de Dios» (Lumen gentium, n. 48).

 

 

 

 

 

 

 

21,24

        «Tiempo de los gentiles» quiere decir el tiempo en que los gentiles, que no pertenecen al pueblo judío, entrarán a formar parte del nuevo Pueblo de Dios, la Iglesia, hasta que los mismos judíos se conviertan al final de los tiempos (cfr Rom 11,11-32).

 

 

 

 

 

 

 

21,25-26

        Jesús se refiere a la conmoción de los elementos de la naturaleza cuando llegue el fin del mundo. «Las potestades de los Cielos se conmoverán», es decir, todo el universo temblará ante la venida del Señor en poder y gloria.

 

 

 

 

 

 

 

21,27-28

        El Señor, aplicándose a Sí mismo la profecía de Daniel (7,13-14), habla de su venida gloriosa al final de los tiempos. Los hombres contemplarán el poder y la gloria del Hijo del Hombre, que viene a juzgar a vivos y a muertos. Este juicio corresponde a Cristo también en cuanto hombre. La Sagrada Escritura describe la solemnidad de este juicio. En él se confirma la sentencia dada ya a cada uno en el juicio particular, y brillarán con total resplandor la justicia y misericordia que Dios ha tenido con los hombres a lo largo de la historia. «Era razonable -enseña el Catecismo Romano- que no sólo se estableciesen premios para los buenos y castigos para los malos en la vida futura, sino que también se decretase en un juicio general y público, a fin de que resultase para todos más notorio y grandioso, y para que todos tributasen a Dios alabanzas por su justicia y providencia» (1, 8,4).

        Es, pues, esa venida del Señor día terrible para los malos y día de gozo para quienes le fueron fieles. Los discípulos han de levantar la cabeza con gozo, porque se aproxima su redención. Para ellos es el día del premio. La victoria obtenida por Cristo en la Cruz -victoria sobre el pecado, sobre el demonio y sobre la muerte- se manifiesta aquí en todas sus consecuencias. Por eso nos recomienda el apóstol San Pablo que vivamos «aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tit 2,13).

        «Subió al Cielo (el Señor), de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará» (Credo del Pueblo de Dios, n. 12).

 

 

 

 

 

 

 

21,31

        El Reino de Dios, anunciado por Juan Bautista (cfr Mt 3,2) y descrito por el Señor en tantas parábolas (cfr Mt 13; Lc 13,18-20), se encuentra ya presente entre los Apóstoles (Lc 17,20-21) y, sin embargo, todavía no ha llegado la plenitud de su manifestación. Jesús anuncia en este lugar la llegada en plenitud del Reino y nos invita a pedir esto mismo en el Padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino». «El Reino de Dios, que ha tenido aquí en la tierra sus comienzos en la Iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura pasa (cfr Jn 18,36; 1 Cor 7,31); y sus crecimientos propios no pueden juzgarse idénticos al progreso de la cultura de la humanidad o de las ciencias o de las artes técnicas, sino que consiste en que se conozcan cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en que se ponga cada vez con mayor constancia la esperanza en los bienes eternos, en que cada vez más ardientemente se responda al amor de Dios; finalmente, en que la gracia y la santidad se difundan cada vez más abundantemente entre los hombres» (Credo del Pueblo de Dios, n. 27). Al final del mundo todo será recapitulado en Cristo y Dios reinará definitivamente en todas las cosas (cfr 1 Cor 15,24 .28).

 

 

 

 

 

 

 

21,32

        Lo referente a la ruina y destrucción de Jerusalén se cumplió unos cuarenta años después de la muerte del Señor, y pudo ser comprobada la verdad de esta profecía por los contemporáneos de Jesús. Por otra parte, la ruina de Jerusalén es símbolo del fin del mundo, y así puede decirse que la generación a la que se refiere el Señor ha visto simbólicamente el fin del mundo. También se puede entender que el Señor hablaba de la generación de los creyentes (cfr nota a Mt 24,32-35).

 

 

 

 

 

 

 

21,34-36

        Al final de su discurso el Señor exhorta a la vigilancia como actitud necesaria para todos los cristianos. Debemos estar vigilantes porque no sabemos ni el día ni la hora en que el Señor vendrá a pedirnos cuenta. Por ello hay que vivir en todo momento pendientes de la voluntad divina, haciendo en cada instante lo que hemos de hacer. Hay que vivir de tal modo que, venga la muerte cuando venga, siempre nos encuentre preparados. Para quienes viven así, la muerte repentina nunca es una sorpresa. A éstos les dice San Pablo: «Vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, de modo que ese día os sorprenda como un ladrón» (1 Tes 5,4). Vivamos, pues, en continua vigilancia. Consiste la vigilancia en la lucha constante por no apegamos a las cosas de este mundo (la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida; cfr 1 Jn 2,16), y en la práctica asidua de la oración que nos hace estar unidos a Dios. Si vivimos de este modo, aquel día será para nosotros un día de gozo y no de terror, porque nuestra vigilancia tendrá como resultado, con la ayuda de Dios, que nuestras almas estén prontas, en gracia, para recibir al Señor. Así nuestro encuentro con Cristo no será un juicio condenatorio sino un abrazo definitivo con el que Jesús nos introducirá en la casa del Padre. «¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?» (Camino, n. 746).

 

 

 

 

 

 

 

22,1-38

        En estos versículos se contienen los preámbulos de la Pasión del Señor, cargados de acontecimientos trascendentales. Los tres Sinópticos narran de forma similar estos episodios, pero San Lucas tiene pequeñas omisiones o adiciones frente a los otros dos evangelistas, que hacen que su lectura, conjugada con la de Marcos o de Mateo, venga a complementar la riqueza de la narración. Un ejemplo: el relato de la institución de la Eucaristía, siendo sustancialmente el mismo en los tres Sinópticos, incluso en la literalidad de muchas palabras, sin embargo, lo narrado por Mateo y por Marcos (cfr Mt 26,26-29; Mc 14,22-25) puede verse como una forma de narrar distinta, en comparación con la de Lucas junto con la primera Epístola a los Corintios (cfr Lc 22,15-20; 1 Cor 11,23-25).

 

 

 

 

 

 

 

22,1

        La fiesta de la Pascua, la más solemne de las fiestas judías, fue instituida por Dios para conmemorar la salida de los israelitas de Egipto y recordarles la miserable esclavitud a que habían estado sometidos, de la que El, con su poder, les había liberado (Dt 16,3). Empezaba en la tarde del 14 del mes de Nisán (marzo- abril), poco después de la puesta del sol, con la cena pascual, y se prolongaba hasta el día 22 con la fiesta de los Azimos. Según la prescripción mosaica (Ex 12,15-20), la misma tarde del día 14 los judíos eliminaban de su casa la levadura y comían panes ázimos durante todos los días de la fiesta. Así recordaban que en el momento de la salida de Egipto los judíos no pudieron llevar consigo pan fermentado, por tener que huir precipitadamente (Ex 12,34).

        Todo esto era figura de la renovación que obraría Cristo: «Expurgad fuera la levadura vieja, para que seáis masa nueva, ya que sois ázimos. Porque Cristo, nuestro Cordero pascual, fue inmolado. Por tanto celebremos la fiesta no con levadura vieja, ni con levadura de malicia y de perversidad, sino con ázimos de sinceridad y de verdad» (1 Cor 5,7-8).

 

 

 

 

 

 

 

22,3-6

            Ya desde los preámbulos de la Pasión se advierte que las acciones de los enemigos de Jesús están como dirigidas por el espíritu del mal, Satanás. Este se vale especialmente de Judas. La mala voluntad humana no basta para explicar el odio desencadenado contra Jesús.

        La Pasión del Señor es el momento culminante de la lucha entre Dios y las potencias del mal. Al final de la tercera tentación en el desierto el diablo se apartó de Cristo «hasta el momento oportuno» (Lc 4,13). Ha llegado ese momento: es la hora de los enemigos de Cristo y del poder de las tinieblas (cfr Lc 22,53), y es también la hora del triunfo definitivo de Dios, «porque puso la salvación del género humano en el árbol de la Cruz, para que de donde salió la muerte saliese la vida, y el que venció en un árbol fuera en un árbol vencido» (Misal Romano, prefacio de la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz).

 

 

 

 

 

 

 

 

22,7-13

        La escena tiene lugar el jueves 14 de Nisán. Para cualquier israelita eran bien conocidos los detalles que llevaba consigo la preparación de la Pascua. Era un rito que la tradición judía, apoyándose en las prescripciones divinas de la Ley de Moisés (vid, nota a Lc 22,1), había fijado de forma minuciosa: los panes ázimos, las verduras amargas, las copas para el vino y el cordero que debía ser sacrificado en el atrio del Templo, en las primeras horas de la tarde. Pedro y Juan no tienen por tanto ninguna duda sobre todos estos detalles. Únicamente preguntan sobre el lugar. Y el Señor les indica con precisión lo que tienen que hacer para encontrarlo.

        Los discípulos piensan que se trata de preparar la cena pascual acostumbrada; Jesús está pensando además en la institución de la Sagrada Eucaristía y en el Sacrificio de la Nueva Alianza, que sustituirá a los sacrificios del Antiguo Testamento.

 

 

 

 

 

 

 

22,14

        Comienza la Ultima Cena, en la que el Señor va a instituir la Sagrada Eucaristía, misterio de fe y de amor: «Es pues necesario que nos acerquemos a este misterio con humilde reverencia, no buscando razones humanas que deben callar, sino adhiriéndonos firmemente a la Revelación divina» (Mysterium fidei, n.3).

 

 

 

 

 

 

 

22,15

        San Juan, el discípulo amado, sintetiza con una frase los sentimientos que dominaban el alma de Jesús en el momento de la Ultima Cena: «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como amase a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). El Señor expresa el ardiente deseo de pasar las horas que precedan a su muerte con las personas que más quería en la tierra y, como sucede a los que se van a marchar, profiere en el momento de despedirse las palabras más cariñosas (cfr Enarrauio in Evangelium Ioannis, in loc.).

        Su amor no se limita a los Apóstoles, sino que piensa en todos los hombres. Sabe que aquella Cena pascual es el comienzo de su Pasión. Va a celebrar anticipadamente el Sacrificio del Nuevo Testamento que tanto beneficio había de reportar a la humanidad. El cumplimiento de la Voluntad del Padre obliga a Jesús a separarse de los suyos, pero su amor, que le impulsa a permanecer con ellos, le mueve a instituir la Eucaristía, en la cual se queda realmente presente. «Considerar -escribe Mons. Escrivá de Balaguer- la experiencia, tan humana, de la despedida de dos personas que se quieren. Desearían estar siempre juntas, pero el deber -el que sea- les obliga a alejarse. Su afán sería continuar sin separarse, y no pueden. El amor del hombre, que por grande que sea es limitado, recurre a un símbolo: los que se despiden se cambian un recuerdo, quizá una fotografía, con una dedicatoria tan encendida, que sorprende que no arda la cartulina. No logran hacer más porque el poder de las criaturas no llega tan lejos como su querer.

        »Lo que nosotros no podemos, lo puede el Señor. Jesucristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, no deja un símbolo, sino la realidad: se queda El mismo. Irá al Padre, pero permanecerá con los hombres. No nos legará un simple regalo que nos haga evocar su memoria, una imagen que tienda a desdibujarse con el tiempo, como la fotografía que pronto aparece desvaída, amarillenta y sin sentido para los que no fueron protagonistas de aquel amoroso momento. Bajo las especies del pan y del vino está El, realmente presente: con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad» (Es Cristo que pasa, n. 83).

 

 

 

 

 

 

 

22,16-20

        Este texto contiene las verdades fundamentales de la fe en torno al sublime misterio de la Eucaristía: 1) Institución de este Sacramento y presencia real de Jesucristo. 2) Institución del sacerdocio cristiano. 3) La Eucaristía, Sacrificio del Nuevo Testamento o Santa Misa (cfr nota a Mt 26,26-29). El relato de San Lucas coincide sustancialmente con el del primer Evangelio, pero lo enriquece con la descripción de algunos detalles concretos de la Ultima Cena (vid, nota al v. 17).

        Acerca de la presencia real, la Encíclica Mysterium fidei de Pablo VI afirma: «Apoyado en este fe de la Iglesia, el Concilio de Trento confiesa abierta y sencillamente que en el fortalecedor sacramento de la Eucaristía, después de la consagración del pan y del vino, se contiene verdadera, real y sustancialmente, Nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, bajo la apariencia de aquellas cosas sensibles' (De SS. Eucharistia, cap. 1). Por lo tanto, nuestro Salvador está presente según su humanidad, no sólo a la derecha del Padre, conforme al modo natural de existir, sino al mismo tiempo también en el Sacramento de la Eucaristía según un modo de existir que, aunque apenas podemos expresar con palabras, podemos sin embargo alcanzar con la razón ilustrada por la fe y debemos creer firmísimamente que es posible para Dios» (n. 5). Las almas cristianas, contemplando este inefable misterio, siempre han percibido la grandeza de este Sacramento, que deriva de la realidad de la presencia de Cristo. El sacramento de la Eucaristía no es solamente signo eficaz de una presencia amorosa de Cristo y de su íntima unión con los fieles, sino que en él Cristo está presente de modo corporal y sustancial, como Dios y como hombre. Indudablemente, para penetrar en este misterio hace falta la fe, porque «no ofrece dificultad alguna que Cristo esté en el Sacramento como signo; pero que esté verdaderamente en el Sacramento como en el Cielo, he ahí la grandísima dificultad; creer esto, pues, es muy meritorio» (Jn IV Sent., d. 10, q. 1, a. 1). Este misterio no se puede percibir con los sentidos, sino sólo con la fe, la cual se apoya en las palabras del Salvador, que, siendo la Verdad (cfr Jn 14,6), no puede ni engañarse ni engañarnos. Por eso, en un himno que la tradición atribuye a Santo Tomás, el Adoro te, devote, el pueblo cristiano canta: «La vista, el tacto y el gusto, en Ti se engañan; pero con sólo oír se cree con seguridad. Creo lo que ha dicho el Hijo de Dios, pues nada hay más verdadero que esta Palabra de verdad».

        «Mas para que nadie entienda erróneamente este modo de presencia, que supera las leyes de la naturaleza y constituye en su género el mayor de los milagros, es necesario seguir con docilidad la voz de la Iglesia docente y orante. Ahora bien, esta voz, que es un eco perenne de la voz de Cristo, nos asegura que Cristo se hace presente en este Sacramento por la conversión de toda la substancia del pan en su Cuerpo, y de toda la substancia del vino en su Sangre; conversión admirable y singular a la que la Iglesia justamente y con propiedad llama transubstanciación» (Mysterium fidei, n. 6).

        El Señor, después de instituir la Eucaristía, manda a los Apóstoles que perpetúen lo que El ha hecho, y la Iglesia entendió siempre que con las palabras «haced esto en memoria mía» Cristo constituyó a los Apóstoles y a sus sucesores en sacerdotes de la Nueva Alianza (cfr De SS. Missae sacrificio, cap. 1; Lumen gentium, n. 26; Mysterium fidei, n. 4), para que renovaran el Sacrificio del Calvario de manera incruenta en la celebración de la Santa Misa.

        En efecto, lo que está en el centro de toda la actuación de Jesús es el Sacrificio cruento que ofreció en la Cruz: Sacrificio de la Nueva Alianza, figurado en los sacrificios de la Antigua Ley, en la ofrenda de Abel (Gen 4,4), de Abrahán (Gen 15,10; 22,13), de Melquisedec (Gen 14,18-19; Heb 7,1-28). La Ultima Cena es el mismo Sacrificio del Calvario realizado anticipadamente por medio de las palabras de la Consagración. Asimismo la Santa Misa renueva ese Sacrificio que se ofreció una sola vez en el altar de la Cruz: una sola es la víctima y uno solo el sacerdote, Cristo. Difieren únicamente por el modo de ofrecerse. «Nosotros creemos que la Misa que es celebrada por el sacerdote in persona Christi, en virtud de la potestad recibida por el sacramento del Orden, y que es ofrecida por él en nombre de Cristo y de los miembros de su Cuerpo Místico, es realmente el Sacrificio del Calvario que se hace sacramentalmente presente en nuestros altares» (Credo del Pueblo de Dios, n. 24).

 

 

 

 

 

 

 

22,16

        Las palabras «no la volveré a comer (esta pascua) hasta que tenga su cumplimiento en el Reino de Dios», así como las del v. 18 «no beberé del fruto de la vid hasta que venga el Reino de Dios» no quieren indicar que Jesucristo vuelva a comer el Cordero pascual una vez instaurado su Reino, sino sencillamente indican que aquélla era la última vez que el Señor celebraba la pascua judaica. Mientras anuncia la Nueva Pascua, ya inminente y que durará hasta su segunda venida, Jesús sustituye de una vez por todas el antiguo rito con su Sacrificio Redentor, que señala el comienzo del Reino.

 

 

 

 

 

 

 

22,17

        La cena pascual se desarrollaba según un rito minucioso. Antes de comer el cordero, la persona de más autoridad explicaba, a instancia del más joven de los asistentes, el sentido religioso del acto que estaban realizando. A continuación se tomaban los alimentos, intercalando himnos y Salmos. Finalmente se terminaba con una solemne oración de acción de gracias. A lo largo de la cena, en correspondencia de las fases principales, los comensales tomaban cuatro copas de vino mezclado con agua. San Lucas menciona dos de estas copas, la segunda de las cuales fue la que el Señor consagró.

 

 

 

 

 

 

 

22,19

        Nótese lo rotundo de la frase del Señor: no dice aquí está mi cuerpo, ni esto es el símbolo de mi cuerpo, sino esto es mi cuerpo; es decir, este pan ya no es pan sino mi cuerpo. «Algunos, no dando suficiente importancia a estas palabras -afirma Santo Tomás-, estimaron que el cuerpo y la sangre de Cristo no estaban en este Sacramento más que como en un símbolo. Esto ha de rechazarse como herético, ya que es contrario a las palabras de Cristo» (Suma Teológica, III, q. 75, a. 1). Refuerzan también el sentido realista de estas palabras de Jesús aquéllas pronunciadas en la promesa de la Eucaristía: «Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo (...). El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,51 .54).

        «Haced esto en memoria mía»: El Magisterio solemne de la Iglesia nos enseña el sentido y el alcance preciso de estas palabras: «Si alguno dijere que con las palabras: Haced esto en memoria mía, Cristo no instituyó sacerdotes a sus Apóstoles, o que no les ordenó que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su cuerpo y su sangre, sea anatema» (De SS. Missae sacrificio, can. 2).

 

 

 

 

 

 

 

22,24-30

        No era la primera vez que entre los Apóstoles surgía la cuestión de quién sería el mayor. Ya en el camino hacia Cafarnaún, después del segundo anuncio de la Pasión, habían discutido por el mismo motivo. En aquella circunstancia Jesús les puso como ejemplo de humildad a un niño (cfr Mt 18,1-5; Mc 9,33-37; Lc 9,46). Poco después, con ocasión de la petición de la madre de Juan y Santiago, volvió a surgir la misma cuestión: los demás Apóstoles se indignaron con los hijos de Zebedeo. El Señor intervino para calmarles y se puso a Sí mismo como ejemplo: «El Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en redención por muchos» (Mc 10,45; cfr Mt 20,25-27).

        Los Apóstoles no acababan de entender las explicaciones de Jesús. Cegados por su visión humana vuelven ahora a la misma discusión. Jesús les había llamado a una mayor responsabilidad en la entrega mediante el anuncio de la traición de uno de ellos (vv. 21 y 22) y mediante el mandato de renovar el Sacrificio Eucarístico (v. 19). Como en otras ocasiones cuando los Apóstoles ponen de relieve sus méritos personales, Jesús les recuerda de nuevo el ejemplo de su misma vida: El era el mayor entre ellos, porque era Maestro y Señor (cfr Jn 13,13), y, sin embargo, actuaba como el menor y les servía. Para corresponder a la llamada divina hace falta humildad, una humildad que se manifieste en espíritu de servicio. «<¿Quieres que te diga todo lo que pienso de tu camino'? -Pues, mira: que si correspondes a la llamada, trabajarás por Cristo como el que más: que si te haces hombre de oración, tendrás la correspondencia de que hablo antes y buscarás, con hambre de sacrificio, los trabajos más duros... »Y serás feliz aquí y felicísimo luego, en la Vida» (Camino, n. 255).

        La recompensa que Jesús promete a los que le permanecen fieles supera con creces toda ambición humana: los Apóstoles participarán de la amistad divina en el Reino de los Cielos y se sentarán sobre doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. En todo caso, el ejemplo y las palabras de Cristo son norma fundamental de gobierno en la Iglesia; con las siguientes palabras explica el Concilio Vaticano II el mandato del Salvador: «Los Obispos, como vicarios y legados de Cristo, rigen las iglesias particulares, que les han sido encomendadas, con sus exhortaciones y con sus ejemplos, pero también con su autoridad y sagrada potestad, de la que usa únicamente para edificar su grey en la verdad y en la santidad, recordando que quien es mayor ha de hacerse como el menor, y el que ocupa el primer puesto, como el servidor (cfr Lc 22,26-27)» (Lumen gentium, n. 27).

 

 

 

 

 

 

 

22,25-27

        Secundar las enseñanzas de Jesús sobre la humildad y el espíritu de servicio posibilita la verdadera fraternidad entre los hombres. Así lo señalaba S.S. Pablo VI en el discurso pronunciado ante la ONU: «Permitidme que os lo digamos como representante de una religión que opera la salvación por la Humanidad de su divino Fundador: es imposible ser hermano si no se es humilde, ya que es el orgullo, por muy inimitable que éste pueda parecer, el que provoca las tensiones y las luchas por el prestigio, por el predominio, por el colonialismo, por el egoísmo; es el orgullo el que rompe la fraternidad» (Discurso Naciones Unidas, 4-X-1965).

 

 

 

 

 

 

 

22,31-34

        Nuestro Señor había anunciado a Pedro que iba a tener una misión especialísima entre todos los Apóstoles: la de ser piedra de apoyo, fundamento de la Iglesia futura. «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que significa Piedra)» (Jn 1,42), le dijo Jesús a orillas del Jordán. Más tarde, en Cesarea de Filipo, después de su profesión de fe en la divinidad del Redentor, Cristo volvió a hablarle de ser piedra, de su misión de fortalecer a la Iglesia: «Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16,18). Ahora, en este momento tan importante, cuando se acerca ya su muerte y acaba de instituir el Sacrificio de la Nueva Alianza, el Señor renueva a Pedro la promesa del Primado: la fe de Pedro, a pesar de su caída, no puede desfallecer porque está apoyada en la eficacia de la oración del mismo Señor.

        Jesucristo concede a Pedro un privilegio que es al mismo tiempo personal y transmisible. Pedro negará públicamente al Señor en casa del sumo sacerdote, pero no perderá su fe. Es como si el Señor dijera a Pedro, comenta San Juan Crisóstomo: «No he rogado para que no me niegues, sino para que no desfallezca tu fe» (Hom. sobre S. Mateo, 82,3). Y Teofilacto añade: «Porque aunque San Pedro había de sufrir grandes agitaciones, tenía, sin embargo, escondida la semilla de la fe (...) y prosigue: Y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos', como diciendo: Después que me hayas negado, llorarás y te arrepentirás; confirma entonces a tus hermanos, puesto que te he constituido jefe de los Apóstoles: esto es lo que te toca a ti, que eres junto conmigo la fortaleza y piedra de mi Iglesia'. Esto debe entenderse no sólo respecto de los discípulos que estaban allí presentes, para que fuesen fortalecidos por Pedro, sino también respecto de todos los fieles que hasta el fin del mundo habrán de existir» (Enarratio in Evangelium Lucae, in loc.). Efectivamente, con la oración del Señor, Pedro no desfalleció en su fe y se levantó de su caída; confirmó a los hermanos y fue la piedra angular de la Iglesia.

        La oración de Jesús se cumplió no sólo en Pedro sino también en sus sucesores: su fe no desfallecerá. Esta indefectibilidad de la fe del Romano Pontífice, sucesor de San Pedro, se manifiesta en la permanencia inviolable de la verdadera fe, que está garantizada por el carisma de la infalibilidad: «La sede de San Pedro permanece siempre intacta de todo error, según la promesa de nuestro divino Salvador hecha al príncipe de sus discípulos (...); así, pues, este carisma de la verdad y de la fe nunca deficiente fue divinamente conferido a Pedro y a sus sucesores en esta cátedra, para que desempeñaran su excelso cargo para la salvación de todos» (Pastor aetemus, cap. 3). «Esta infalibilidad, que el divino Redentor quiso que tuviese su Iglesia cuando define la doctrina de fe y costumbres, se extiende a cuanto abarca el depósito de la Revelación, que debe ser custodiado santamente y expresado con fidelidad. El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, goza de esta misma infalibilidad en razón de su oficio, cuando, como supremo Pastor y Doctor de todos los fieles, que confirma en la fe a sus hermanos (cfr Lc 22,32), proclama de una forma definitiva la doctrina de fe y costumbres» (Lumen gentium, n. 25). Por eso, cuando el Romano Pontífice habla ex cathedra (cfr Pastor aeternus, cap. 4), «goza de aquella infalibilidad de que el Redentor divino quiso que estuviera provista su Iglesia (...) y por tanto las definiciones del Romano Pontífice son irreformables por sí mismas» (vid, también comentario a Mt 16,13-20).

        «La suprema potestad del Romano Pontífice y su infalibilidad, cuando habla ex cathedra, no son una invención humana: se basan en la explícita voluntad fundacional de Cristo (...). Nadie en la Iglesia goza por sí mismo de potestad absoluta, en cuanto hombre; en la Iglesia no hay más jefe que Cristo; y Cristo ha querido constituir a un Vicario suyo -el Romano Pontífice- para su Esposa peregrina en esta tierra (...). El amor al Romano Pontífice ha de ser en nosotros una hermosa pasión, porque en él vemos a Cristo» (Lealtad a la Iglesia).

 

 

 

 

 

 

 

22,36-38

        Jesús anuncia su Pasión aplicándose la profecía de Isaías sobre el Siervo de Yahwéh (Is 53,12) -fue contado entre los malhechores- y señalando el cumplimiento en El de todas las demás profecías sobre los dolores del Redentor. Se acerca el momento de la prueba y el Señor emplea un lenguaje figurado: hacer provisiones y comprar armas para resistir. Los Apóstoles interpretan las palabras de Cristo al pie de la letra, y esto produce en el Señor un gesto de cierta comprensión indulgente: «Ya basta». «Como cuando nosotros -dice Teofilacto- hablamos a otro, si vemos que no nos comprende decimos: Está bien, déjalo» (Enarratio in Evangelium Lucae, in loc).

 

 

 

 

 

 

 

22,39-71

        La Pasión del Señor es la prueba suprema del infinito amor de Dios a los hombres: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16); y, al mismo tiempo, es la prueba definitiva del amor de Cristo, Dios y Hombre verdadero, por nosotros, según El mismo dijo: «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15,13).

        ¿Quieres acompañar de cerca, muy de cerca a Jesús? ...Abre el Santo Evangelio y lee la Pasión del Señor. Pero leer sólo, no: vivir. La diferencia es grande. Leer es recordar una cosa que pasó; vivir es hallarse presente en un acontecimiento que está sucediendo ahora mismo, ser uno más en aquellas escenas.

        »Entonces, deja que tu corazón se expansione, que se ponga junto al Señor. Y cuando notes que se escapa -que eres cobarde, como los otros-, pide perdón por tus cobardías y las mías» (Vía Crucis, IX, n. 3).

 

 

 

 

 

 

 

22,39-40

        Jesús solía retirarse al huerto de Getsemaní, en el monte de los Olivos, para hacer oración. Así aparece señalado por San Juan (Jn 18,1) y por San Lucas (Lc 21,37). Esto explica que Judas conociera el lugar (Jn 18,1-2).

        Al llegar al huerto el Señor se dispone a vivir la hora suprema de su agonía. Antes de alejarse un poco para orar, pide. a sus discípulos que perseveren también en oración. Se avecina para ellos una grave tentación de escándalo al ver que es apresado el Señor (cfr Mt 26,31). Jesús lo ha anunciado durante la Ultima Cena (Jn 16,32); ahora les advierte que si no permanecen vigilantes y orando no resistirán la prueba. Quiere el Señor además que los Apóstoles le acompañen mientras El sufre. Por eso al volver y encontrarlos dormidos pronuncia la doliente queja: «¿Ni siquiera habéis sido capaces de velar una hora conmigo?» (Mt 26,40).

        Debemos seguir de cerca al Señor y acompañarle, aun en los momentos de dificultad y de tribulación; este mandato nos señala los medios que debemos emplear: la oración y la vigilancia.

 

 

 

 

 

 

 

22,41

        Jesús oraba puesto de rodillas. Son muchos los pasajes de los Evangelios que nos hablan de la oración del Señor, pero sólo esta vez se describe su actitud exterior, que debió de repetirse en otras ocasiones. La postura de rodillas es una manifestación de la actitud interior de humildad ante Dios.

 

 

 

 

 

 

 

22,42

        Jesucristo es perfecto Dios y perfecto hombre: igual al Padre en cuanto Dios, menor que el Padre en cuanto hombre. Por esta razón en cuanto hombre podía y debía hacer oración. Así lo hizo durante toda su vida. Ahora, cuando el padecimiento espiritual es tan intenso que le hace entrar en agonía, el Señor se dirige a su Padre con una oración que muestra a la vez su confianza y su angustia: le llama con el entrañable nombre de «Abbá», Padre, y le pide que aparte de El este cáliz de amargura. Atormenta al Señor el conocimiento de los inmensos dolores de la Pasión que acepta voluntariamente; pesan sobre El todos los pecados del género humano, la infidelidad del pueblo elegido y el escándalo de sus discípulos. Todas estas causas de congoja eran captadas en toda su intensidad por el alma de Cristo. La angustia de nuestro Redentor es tal que llega a sudar sangre. Este fenómeno extraordinario es prueba de la aflicción extrema del Señor; su naturaleza humana aparece aquí en toda su capacidad de sufrimiento.

        A este propósito comenta Santo Tomás Moro: «El miedo a la muerte o a los tormentos nada tiene de culpa, sino más bien de pena: es una aflicción de las que Cristo vino a padecer y no a escapar. Ni se ha de llamar cobardía al miedo y horror ante los suplicios. Sin embargo, huir por miedo a la tortura o a la misma muerte en una situación en la que es necesario luchar, o también, abandonar toda esperanza de victoria y entregarse al enemigo, esto, sin duda, es un crimen grave en la disciplina militar. Por lo demás, no importa cuán perturbado y estremecido por el miedo esté el ánimo de un soldado; si a pesar de todo avanza cuando lo manda el capitán, y marcha y lucha y vence al enemigo, ningún motivo tiene para temer que aquel su primer miedo pueda disminuir el premio. De hecho, debería recibir incluso mayor alabanza, puesto que hubo de superar no sólo al ejército enemigo, sino también su propio temor; y esto último, con frecuencia, es más difícil de vencer que el mismo enemigo» (La agonía de Cristo, in loc.).

        Jesús persevera en la misma oración: «No se haga mi voluntad sino la tuya». Manifiesta así la realidad de su voluntad humana y su perfecta conformidad con la Voluntad divina. Esta oración del Señor es además una lección perfecta de abandono y de unión con la Voluntad de Dios, rasgos que deben acompañar siempre a nuestra oración, sobre todo en los momentos de dificultad. <¿Estás sufriendo una gran tribulación?-¿Tienes contradicciones? Di, muy despacio, como paladeándola, esta oración recia y viril: » Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas.-Amén.-Amén'.

        »Yo te aseguro que alcanzarás la paz» (Camino, n. 691).

 

 

 

 

 

 

 

22,43

        Repetidamente aparece en el Evangelio la intervención de los ángeles en la vida del Señor. Un ángel anuncia a la Santísima Virgen el misterio de la Encarnación (Lc 1,26); coros angélicos alaban a Dios en el nacimiento de Jesús en Belén (Lc 2,13); los ángeles le sirven tras las tentaciones en el desierto (Mt 4,11); ahora Dios Padre envía un ángel para que le conforte en su agonía.

        El Señor, que es Dios, acepta este consuelo. El Creador de todo, que no necesitó nunca de la ayuda de sus criaturas, quiere sin embargo, en cuanto hombre, recibir el consuelo y la ayuda que ellas le pueden dar.

        Además de asistir a Jesús en su obra redentora, los ángeles asisten de modo particular a la Iglesia. Así los vemos intervenir con frecuencia en los comienzos de la tarea apostólica que nos relata el libro de los Hechos (cfr Hch 5,19; 7,30; 8,26; 12,7; 27,23; etc.). Dios, pues, ha encomendado a los ángeles la misión de acompañar y ayudar a los hombres en su camino por la tierra, a fin de llevarlos al Cielo. Los ángeles -dice el Papa Pablo VI- «interceden por nosotros y con su fraterna solicitud nos ayudan grandemente en nuestra flaqueza» (Credo del Pueblo de Dios, n. 29). Esta realidad gozosa de nuestra fe nos ha de mover a contar siempre con nuestro ángel custodio, a recurrir a él en nuestras necesidades y a venerarle con piedad.

 

 

 

 

 

 

 

22,47-48

        Judas, conforme a la señal que había dado (cfr Mt 26,48), se acerca a besar al Señor. Era un saludo habitual entre los judíos, que indicaba sentimientos amistosos. Al besar se pronunciaba la palabra shalom, «paz». El Señor, que contempla dolorido la traición del Apóstol, trata a Judas con suma delicadeza y al mismo tiempo le hace presente la malicia y fealdad de su traición. Las palabras de Jesús constituyen el último intento para que Judas desista de su pecado.

        No hay límite en la bondad de un Dios misericordioso, y ni siquiera el pecador más grande ha de desesperar del perdón: «De hecho -comenta Santo Tomás Moro- incluso al mismo Judas ofreció Dios muchas oportunidades de volver en sí y arrepentirse. No le arrojó de su compañía. No le quitó la dignidad que tenía como Apóstol. Ni tampoco le quitó la bolsa, y eso que era ladrón. Admitió al traidor en la última cena con sus discípulos tan queridos. A los pies del traidor se dignó agacharse para lavar con sus inocentes y sacrosantas manos los sucios pies de Judas, símbolo de la suciedad de su mente (...). Finalmente, al acercarse Judas con la turba para prenderle, ofreció a Cristo un beso, un beso que era, de hecho, la muestra abominable de su traición, pero que Cristo recibió con serenidad y con mansedumbre (...).

        »Después de ver de cuántas maneras mostró Dios su misericordia con Judas, que de Apóstol había pasado a traidor, al ver con cuánta frecuencia le invitó al perdón, y no permitió que pereciera sino porque él mismo quiso desesperar, no hay razón alguna en esta vida para que nadie, aunque sea como Judas, haya de desesperar del perdón. Siguiendo el santo consejo del Apóstol: Rezad unos por otros para ser salvos' (Iac 5,16), si vemos que alguien se desvía del camino recto, esperamos que volverá algún día a él, y mientras tanto, recemos sin cesar para que Dios le ofrezca oportunidades de entrar en razón; para que con su ayuda las coja, y para que, una vez cogidas, no las suelte ni rechace por la malicia, ni las deje pasar de lado por culpa de su miserable pereza» (La agonía de Cristo, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

22,51

        San Lucas, que era médico (cfr Col 4,15), consigna en el Evangelio por inspiración divina este milagro, que es el último que realizó el Señor antes de su Muerte. Jesús, siempre misericordioso, restituye a Malco la oreja cortada por Pedro (cfr Jn 18,10).

        Se manifiesta con este milagro que Jesús sigue manteniendo su señorío aun en medio de circunstancias tan adversas. Sin cuidarse de Sí mismo atiende a la curación de quien ha ido a prenderle. Por otra parte, el Señor que muere por obediencia a su Padre, se niega a que se emplee la violencia para defenderle. En cumplimiento de las profecías acepta la muerte sin oponer resistencia, como oveja que va al matadero (cfr Is 53,7).

 

 

 

 

 

 

 

22,52-53

        Los «oficiales del Templo» constituían un cuerpo militar encargado de la guarda del recinto sagrado y estaban a las órdenes del sumo sacerdote. A ellos, junto con los sacerdotes y ancianos, se dirige el Señor.

        «Esta es vuestra hora», es decir, el tiempo en que vosotros y el príncipe de las tinieblas podréis desahogar contra Mí todo vuestro odio. Así indica el Señor que ha llegado el momento de su muerte. Las anteriores tentativas de prenderle fracasaron; ahora, en cambio, van a triunfar. El Señor explica la razón de esta victoria: les ha sido permitido de lo Alto. Es la hora, según la Voluntad del Padre, de que se cumpla la Redención del género humano, y por eso Jesús, libremente, se deja prender.

 

 

 

 

 

 

 

22,55-62

        Pedro, que sigue de lejos al tropel de gente que conduce al Señor, entra en la casa del sumo sacerdote. Mientras se desarrolla el primer juicio contra Jesús va a tener lugar la escena más triste de la vida del Apóstol. Los evangelistas la describen con viveza. Pedro está asustado e inquieto. En este ambiente era inevitable que surgiese varias veces el mismo tema de conversación: Jesús y sus discípulos.

        Pedro dice por tres veces que no conoce a Jesús, que no es de sus seguidores. Sigue queriendo al Señor; pero esto no basta: tiene obligación, a pesar del riesgo evidente, de no disimular su condición de discípulo; por eso su negación constituye un grave pecado. No se puede negar ni disimular la propia fe, la condición de seguidor de Cristo, de cristiano.

        Tras el canto del gallo se cruzan las miradas de Jesús y de Pedro. El Apóstol se conmueve: el gesto de Jesús, silencioso y lleno de ternura, es elocuente. Pedro comprende la gravedad de su pecado, y el cumplimiento de la profecía del Señor respecto a su traición. Saliendo fuera «lloró amargamente». Estas lágrimas son la reacción lógica de los corazones nobles, movidos por la gracia de Dios. Es el dolor de amor, la contrición del corazón, que, cuando es sincera, lleva consigo el firme propósito de poner por obra cuanto es necesario para borrar el pecado.

 

 

 

 

 

 

 

22,66-71

        Por la noche tuvo lugar un primer juicio contra el Señor, cuyo fin era fijar las acusaciones que se iban a presentar (Mt 26,59-66; Mc 14,53-64). Ahora, al amanecer, va a tener lugar el proceso ante el Sanedrín, ya que la costumbre judía prohibía tratar asuntos importantes por la noche y no reconocía valor legal a las decisiones tomadas. Se ha buscado contra Jesús un delito por el que pueda condenársele a muerte. Se pretende que sea el de blasfemia. Pero las acusaciones son tan inconsistentes que no pueden ofrecer un pretexto razonable para condenarlo. Por eso el Sanedrín sonsaca al Señor una declaración comprometedora.

        Jesucristo -aun conociendo que con su repuesta ofrece a los fariseos el pretexto que buscan- afirma con toda gravedad, ante la indignación de los asistentes, no sólo que es el Mesías, sino que es el Hijo de Dios, igual al Padre, y subraya que se cumplen en El las profecías (cfr Dan 7,13; Ps 110,1). Los sanedritas captan la contestación del Señor en su profundidad y, rasgándose las vestiduras en señal de horror, piden su muerte: debe morir por blasfemo, ya que se ha puesto en el mismo lugar de Dios.

        Reconocerle habría llevado a rectificar su conducta anterior frente a Jesús, y a humillarse ante el pueblo. Pero son demasiado soberbios para rectificar, y se cierran a la fe.

        Que el orgullo no nos impida reconocer nuestros errores y pecados.

 

 

 

 

 

 

 

23,1-2

        En el proceso contra Jesús se distinguen dos juicios: uno religioso, según el procedimiento judío; y otro civil, según el romano.

        En el primero, las autoridades judías condenaron a Jesús a pena de muerte por motivos religiosos, por declararse Hijo de Dios. Pero no podían ejecutarla porque sus dominadores, los romanos, se habían reservado esta atribución. El Sanedrín inicia un nuevo juicio ante Pilato para arrancar de la autoridad romana la ejecución de esta sentencia. De este modo comienza a cumplirse la profecía de Jesús de que moriría a manos de los gentiles (Lc 18,32).

        Como los romanos eran muy tolerantes en cuestiones religiosas con los pueblos dominados y no se entrometían en estos asuntos mientras no hubiera alborotos de orden público, las autoridades judías cambian las acusaciones contra Jesús, que, a partir de ahora, se hacen políticas: instigación a la rebelión contra los romanos y pretensiones de erigirse en rey. Y además las presentan de manera que una sentencia favorable al reo pudiera interpretarse en Roma como un crimen de lesa majestad: «Si sueltas a ése no eres amigo del César, pues todo el que se hace rey va contra el César» (Jn 19,12).

 

 

 

 

 

 

23,2

        Para urdir las acusaciones con visos de verdad acuden al procedimiento de las medias verdades, sacadas de su contexto e interpretadas tendenciosamente. Jesucristo había enseñado: «Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt 22,21; cfr nota correspondiente), y había predicado que su condición de Mesías, además de Profeta y Sacerdote, incluía el ser Rey; pero el mismo Jesús había precisado reiteradas veces que esta realeza era espiritual y, en consecuencia, había rechazado con energía todos los intentos del pueblo por nombrarle rey (cfr Jn 6,15).

 

 

 

 

 

 

 

 

23,3-4

        Jesucristo confiesa abiertamente que es y que se considera Rey; pero por el modo de decirlo y por las explicaciones con que esclarece la naturaleza espiritual de esta realeza (Jn 18,33-38) Pilato se convence (Jn 18,38; 19,4) de que no hay en ello ningún delito y que todas las acusaciones son capciosas (Mt 27,18). Sin embargo, en vez de tomar una resolución enérgica en defensa del inocente, contemporiza con los acusadores; pretende ganar popularidad a costa del reo y se contenta con manifestar su convencimiento de la inocencia de Jesús, como invitando a que desistan de su empeño. Esta debilidad da pie a que crezca la violencia de los acusadores y se agrave la situación.

        Con esa conducta Pilato pasa a ser el prototipo de los conformistas: «Un hombre, un... caballero transigente, volvería a condenar a muerte a Jesús» (Camino, n. 393).

 

 

 

 

 

 

23,7

        Herodes Antipas solía subir a Jerusalén por las fiestas de Pascua y se hospedaba en el palacio de los Asmoneos, en el centro de la ciudad. Pilato, al enviarle a Jesús, intenta desentenderse de un pleito enojoso y negociar una amistad útil para su carrera política.

 

 

 

 

 

 

 

23,8-11

        La actitud del Señor ante Herodes Antipas va a ser muy distinta de la que tiene con Pilato. Herodes era un hombre supersticioso, sensual y adúltero. A pesar de su estimación por Juan el Bautista, lo había mandado decapitar atendiendo los ruegos de Salomé (cfr Mc 6,14-29). Ahora intenta servirse de Jesús para su entretenimiento. Quiere verle como quien desea presenciar una sesión de magia. Jesús no contesta a sus preguntas hechas con palabrería aduladora. La postura del Salvador es de sencillez y grandeza y, por otra parte, de severidad. Su silencio elocuente es el castigo ejemplar para este tipo de conductas. Herodes reacciona poniendo al Señor un vestido blanco en señal de burla.

 

 

 

 

 

 

 

23,12

        En el Salmo 2 estaba profetizado del Mesías: «Se han levantado los reyes de la tierra, y se han reunido los príncipes contra el Señor y contra su Cristo». Estas palabras tienen ahora cabal cumplimiento, como así lo transmite el libro de los Hechos: «En esta ciudad (Jerusalén) se han aliado, contra tu santo Hijo Jesús al que ungiste, Herodes y Poncio Pilato con las naciones y con los pueblos de Israel, para llevar a cabo cuanto tu mano y tu designio habían previsto que ocurriera» (Hch 4,27-28).

 

 

 

 

 

 

 

23,17

        Este versículo: «Necesse autem habebat dimittere eis per diem festum, unum» («pues debía soltarles a uno por la fiesta»), no ha sido incluido en la Neovulgata dado que no se encuentra en la mayoría de los mejores códices griegos.

 

 

 

 

 

 

 

23,24-25

        Jesús condenado a muerte y cargado con la Cruz (cfr Jn 19,16-17) es contemplado piadosamente por los cristianos en la primera y segunda estación del Vía Crucis. Pilato, por fin, accede a las peticiones del Sanedrín y aplica al Señor el suplicio más ignominioso, el de la Cruz.

        Era costumbre que los condenados a esta pena cargasen ellos mismos con el instrumento de su muerte. El Señor cumple en Sí mismo lo que dijo el profeta Isaías: «Con opresión y juicio fue arrebatado (...), fue arrancado de la tierra de los vivos. Por nuestros pecados fue entregado a la muerte. Se le preparó una tumba entre los impíos» (Is 53,8-9).

 

 

 

 

 

 

 

23,26

        La piedad cristiana contempla este episodio de la Pasión en la quinta estación del Vía Crucis. Los soldados obligaron al Cireneo a llevar la Cruz con Jesús, no por compasión hacia Nuestro Señor, sino porque estaban viendo que su debilidad iba en aumento y temían que pudiera morir antes de llegar al Calvario. Según nos cuenta la tradición recogida en la tercera, séptima y novena estación del Vía Crucis, Jesús cayó tres veces en tierra bajo el peso de la Cruz; pero se levantó y se abrazó de nuevo a ella con amor para cumplir la Voluntad de su Padre Celestial, viendo en la Cruz el altar donde iba a entregar su vida como Víctima propiciatoria por la Salvación de los hombres.

        El Señor ha querido, sin embargo, ser ayudado por el Cireneo para enseñarnos que nosotros -representados en Simón- hemos de ser corredentores con El. «El amor a Dios nos invita a llevar a pulso la Cruz, a sentir también sobre nosotros el peso de la humanidad entera, y a cumplir, en las circunstancias propias del estado y del trabajo de cada uno, los designios, claros y amorosos a la vez, de la voluntad del Padre» (Es Cristo que pasa, n. 97). Dios Padre, en su Providencia, ha decidido proporcionar a su Hijo este pequeño consuelo en medio de los más atroces sufrimientos, de manera semejante a como en Getsemaní envió a un ángel para que le confortara en aquella agonía (Lc 22,43).

        Otros aspectos de esta escena del Evangelio están comentados en las notas a Mt 27,32 y Mc 15,21.

 

 

 

 

 

 

 

23,27-31

        El gesto de piedad de las mujeres demuestra que, junto con los enemigos de Jesús, iban otras personas que estaban a su favor. Si tenemos en cuenta que las tradiciones judías, según recoge el Talmud, prohibían llorar por los condenados a muerte, nos percataremos del valor que demostraron esas mujeres que rompieron en llanto al contemplar al Señor cargado con la Cruz.

        «Entre las gentes que contemplan el paso del Señor, hay unas cuantas mujeres que no pueden contener su compasión y prorrumpen en lágrimas, recordando acaso aquellas jornadas gloriosas de Jesucristo, cuando todos exclamaban maravillados: bene omnia fecit (Mc VII, 37), todo lo ha hecho bien.

        »Pero el Señor quiere enderezar ese llanto hacia un motivo más sobrenatural, y las invita a llorar por los pecados, que son la causa de la Pasión y que atraerán el rigor de la justicia divina: »Hijas de Jerusalén, no lloréis por mi llorad por vosotras y por vuestros hijos... Pues si al árbol verde le tratan de esta manera, ¿en el seco qué se hará? (Lc XXIII, 28 .31).

        »Tus pecados, los míos, los de todos los hombres, se ponen en pie. Todo el mal que hemos hecho y el bien que hemos dejado de hacer. El panorama desolador de los delitos e infamias sin cuento, que habríamos cometido, si El, Jesús, no nos hubiera confortado con la luz de su mirada amabilísima.

        »iQué poco es una vida para reparar!» (Vía Crucis, VIII).

        La devoción cristiana recoge también en el Vía Crucis la piadosa tradición de que una mujer, llamada Verónica (Berenice), se acercó a Jesús y le enjugó el rostro con un lienzo. Ella ejecuta con valentía su gesto compasivo, a pesar de la actitud de la gente que, con sus burlas, se mofaba de Jesús (sexta estación). Asimismo se venera en el Vía Crucis el encuentro de Jesús con su Santísima Madre camino del Calvario, encuentro doloroso en el que se cumple la profecía que el anciano Simeón hizo a la Santísima Virgen (Lc 2,35) (cuarta estación).

        En el camino del Calvario las únicas que acompañan y consuelan a Jesús son las mujeres. Es justo, pues, señalar su fortaleza, valentía y piedad en esos momentos duros y difíciles de la vida del Señor. Los hombres en cambio, incluso los discípulos del Señor, no aparecen a excepción de Juan.

        A pesar de su tremendo sufrimiento, Jesús piensa en las terribles pruebas que se avecinan a su pueblo. Sus palabras ante los lamentos de las santas mujeres constituyen una profecía de la destrucción de Jerusalén, que sobrevendría poco después.

        Por «leño verde» se entiende el justo e inocente; por leño «seco», el pecador y culpable. Jesús, Hijo de Dios, es el único verdaderamente justo e inocente.

 

 

 

 

 

 

 

23,33

        La crucifixión del Señor se contempla en la undécima estación del Vía Crucis. Los soldados clavan a Jesús en la Cruz sujetándole al madero las manos y los pies. Con este suplicio se pretendía que el condenado muriera lentamente, con el máximo sufrimiento.

    «Ahora crucifican al Señor, y junto a El a dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda. Entretanto Jesús dice: »-Padre, perdónales porque no saben lo que hacen (Lc XXIII, 34).

    »Es el Amor lo que ha llevado a Jesús al Calvario. Y ya en la Cruz, todos sus gestos y todas sus palabras son de amor, de amor sereno y fuerte.

        »Con ademán de Sacerdote Eterno, sin padre ni madre, sin genealogía (cfr Heb VII, 3), abre sus brazos a la humanidad entera.

        »Junto a los martillazos que enclavan a Jesús, resuenan las palabras proféticas de la Escritura Santa: han taladrado mis manos y mis pies. Puedo contar todos mis huesos, y ellos me miran y contemplan (Ps XXI, 17-18).

        ¡ Pueblo mío! ¿Qué te hice o en qué te he contristado? ¡Respóndeme! (Mich VI, 3).

        »Y nosotros, rota el alma del dolor, decimos sinceramente a Jesús: soy tuyo, y me entrego a Ti, y me clavo en la Cruz gustosamente, siendo en las encrucijadas del mundo un alma entregada a Ti, a tu gloria, a la Redención, a la corredención de la humanidad entera» (Vía Crucis, XI).

        «Conviene que profundicemos en lo que nos revela la muerte de Cristo, sin quedarnos en formas exteriores o en frases estereotipadas (...). Acerquémonos, en suma, a Jesús muerto, a esa Cruz que se recorta sobre la cumbre del Gólgota. Pero acerquémonos con sinceridad, sabiendo encontrar ese recogimiento interior que es señal de madurez cristiana. Los sucesos divinos y humanos de la Pasión penetrarán de esta forma en el alma, como palabra que Dios nos dirige, para desvelar los secretos de nuestro corazón y revelarnos lo que espera de nuestras vidas» (Es Cristo que pasa, n. 101).

        El terrible suplicio de Jesús en la Cruz nos está enseñando, de la manera más expresiva, la gravedad del pecado de los hombres, de mi pecado. Tal gravedad se mide por la infinita grandeza y honor de Dios ofendido. Dios, que es infinitamente misericordioso y, a la vez, infinitamente justo, ejerció ambos atributos: su infinita justicia exigía una reparación infinita, que el solo hombre no podía dar; su infinita misericordia halló el medio: la Segunda Persona de la Trinidad, tomando la naturaleza humana, haciéndose verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios, sufrió la pena que el hombre debía padecer. Así, los hombres, representados en la Humanidad santísima de Jesús, podían reparar debidamente la infinita justicia de Dios ofendida. No hay palabras para ponderar el amor de Dios por nosotros manifestado en la Cruz. La fe viva en el misterio de nuestra Redención nos conducirá a una correspondencia de agradecimiento y amor: «Creemos que nuestro Señor Jesucristo nos redimió, por el sacrificio de la Cruz, del pecado original y de todos los pecados personales cometidos por cada uno de nosotros, de modo que se mantenga verdadera la afirmación del Apóstol: Donde abundó el delito sobreabundó la gracia' (Rom 5,20)» (Credo del Pueblo de Dios, n. 17).

 

 

 

 

 

 

 

23,34

        Jesús se dirige al Padre en tono de súplica (cfr Hb 5,7). Cabe distinguir dos partes en la plegaria del Señor: la petición escueta: «Padre, perdónales», y la disculpa añadida: «porque no saben lo que hacen». En las dos se nos muestra como quien cumple lo que predica (cfr Hch 1,1) y como modelo que imitar. Había predicado el deber de perdonar las ofensas (cfr Mt 6,12-15; 18,21-35) y aun de amar a los enemigos (cfr Mt 5,44-45; Rom 12,14.20), porque había venido a este mundo para ofrecerse como Víctima «para remisión de los pecados» (Mt 26,28; cfr Ef 1,7; Col 1,4) y alcanzarnos el perdón.

        Sorprenden a primera vista las disculpas con que Jesús acompaña la petición de perdón: «Porque no saben lo que hacen». Son palabras del amor, de la misericordia y de la justicia perfecta que valoran hasta el máximo los atenuantes de nuestros pecados. No cabe duda de que los responsables directos tenían conciencia clara de que estaban condenando a un inocente, cometiendo un homicidio; pero no entendían, en aquellos momentos de apasionamiento, que estaban cometiendo un deicidio. En este sentido San Pedro dice a los judíos, estimulándoles al arrepentimiento, que obraron «por ignorancia» (Hch 3,17), y San Pablo añade que de haber conocido la sabiduría divina «nunca habrían crucificado al Señor de la gloria» (1 Cor 2,8). En esta inadvertencia se apoya Jesús, misericordioso, para disculparles.

        En toda acción pecaminosa el hombre tiene zonas más o menos extensas de oscuridad, de apasionamiento, de obcecación que, sin anular su libertad y responsabilidad, hacen posible que se ejecute la acción mala atraído por los aspectos engañosamente buenos que presenta. Y esto constituye un atenuante en lo malo que hacemos.

        Cristo nos enseña a perdonar y a buscar disculpas para nuestros ofensores, y así abrirles la puerta a la esperanza del perdón y del arrepentimiento, dejando a Dios el juicio definitivo de los hombres. Esta caridad heroica fue practicada desde el principio por los cristianos. Así, el primer mártir, San Esteban, muere suplicando el perdón divino para sus verdugos (Hch 7,60). «Esfuérzate, si es preciso, en perdonar siempre a quienes te ofendan, desde el primer instante, ya que, por grande que sea el perjuicio o la ofensa que te hagan, más te ha perdonado Dios a ti» (Camino, n. 452).

 

 

 

 

 

 

 

23,35-37

        Los soldados del Procurador romano escarnecen a Jesús a una con el pueblo y las autoridades judías. De este modo todos, judíos y gentiles, contribuyeron a hacer más amarga la Pasión de Cristo. Pero no olvidemos que también nosotros escarnecemos al Señor siempre que caemos en el pecado o no correspondemos debidamente a su gracia. Por eso afirma San Pablo que quienes pecan «crucifican de nuevo al Hijo de Dios y lo escarnecen» (Hb 6,6).

 

 

 

 

 

 

 

23,39-43

        La escena de los dos ladrones nos invita a admirar los designios de la divina Providencia, de la gracia y de la libertad humana. Ambos se encontraban en la misma situación: en presencia del Sumo y Eterno Sacerdote, que se ofrecía en Sacrificio por ellos y por todos los hombres. Uno se endurece, se desespera y blasfema, mientras que el otro se arrepiente, acude a Cristo en oración confiada, y obtiene la promesa de su inmediata salvación. «El Señor -comenta San Ambrosio- concede siempre más de lo que se le pide: el ladrón sólo pedía que se acordase de él; pero el Señor le dice: En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso.

        La vida consiste en habitar con Jesucristo, y donde está Jesucristo allí está su Reino» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.). «Porque una cosa es el hombre cuando juzga a quien no conoce, y otra cosa es Dios, que penetra ¡as conciencias. Entre los hombres, a la confesión sigue el castigo; mientras que ante Dios, a la confesión sigue la salvación» (De Cruce et latrone).

        Mientras caminamos en esta vida, todos pecamos, pero también todos podemos arrepentimos. Dios nos espera siempre con los brazos abiertos al perdón. Por eso nadie debe desesperar, sino fomentar una firme esperanza en el auxilio divino. Pero ninguno puede presumir de su propia salvación porque no tenemos certeza absoluta de nuestra perseverancia final (cfr De iustificatione, can. 16). Esta relativa incertidumbre es un acicate que Dios nos pone para que estemos siempre vigilantes y podamos así progresar en la tarea de nuestra santificación cristiana.

 

 

 

 

 

 

 

23,42

        «He repetido muchas veces aquel verso del himno eucarístico: peto quod petivit latro poenitens, y siempre me conmuevo: ¡pedir como el ladrón arrepentido!

        »Reconoció que él sí merecía aquel castigo atroz... Y con una palabra robó el corazón a Cristo y se abrió las puertas del Cielo» (Via Crucis, XII, n. 4).

 

 

 

 

 

 

 

 

23,43

        Al responder al buen ladrón Jesucristo manifiesta que es Dios porque dispone de la suerte eterna del hombre; que es infinitamente misericordioso y no rechaza al alma que se arrepiente con sinceridad. De igual modo con esas palabras Jesús nos revela una verdad fundamental de nuestra fe: «Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo -tanto las que todavía deben ser purificadas con el fuego del purgatorio, como las que son recibidas por Jesús en el Paraíso en seguida que se separan del cuerpo, como el Buen Ladrón-, constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida por completo el día de la Resurrección, en que estas almas se unirán con sus cuerpos» (Credo del Pueblo de Dios, n. 28).

 

 

 

 

 

 

 

23,45

        El oscurecimiento del sol manifiesta la magnitud y gravedad de la Muerte del Señor (cfr nota a Mc 15,33). La ruptura del velo del Templo expresa que ha concluido la Antigua Alianza y comienza la Nueva, sellada con la Sangre de Cristo (cfr nota a Mc 15,38).

 

 

 

 

 

 

 

23,46

        El Vía Crucis contempla aquí la duodécima estación: Jesús muere en la Cruz. La vida de Cristo está transida de esta profunda vivencia de su condición de Unigénito del Padre: «Salí del Padre y vine al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre» (Jn 16,28). Su único afán fue siempre cumplir la Voluntad del que le envió (cfr Jn 4,34) que, como dice el mismo Cristo, «está conmigo; no me ha dejado solo porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8,29).

        En este momento cumbre de su existencia terrena, en el abandono aparentemente más absoluto, Jesucristo hace un acto de suprema confianza, se arroja en brazos de su Padre y libremente entrega su vida. Cristo no murió forzado ni contra su voluntad, sino porque quiso. «En Cristo nuestro Señor fue cosa singular que murió cuando El mismo quiso morir, y que recibió la muerte no tanto producida por fuerza extraña como voluntariamente. Pero no sólo escogió la muerte, sino que también determinó el lugar y el tiempo en que había de morir; por eso escribió Isaías: Se ofreció en sacrificio porque él mismo quiso' (Is 53,7). Y el Señor antes de su Pasión, dijo: Doy mi vida para tomarla de nuevo (...). Tengo poder para darla y tengo poder para tomarla de nuevo' (Jn 10,17-18)» (Catecismo Romano, 1, 6,7).

        Sepamos, dice San Pablo, «que nuestro hombre viejo fue crucificado con él (con Jesús), para que fuera destruido el cuerpo del pecado, a fin de que nunca más sirvamos al pecado (...). Pues lo que murió, murió de una vez para siempre al pecado (...). Así también daos cuenta de que vosotros mismos estáis muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús» (Rom 6,6 .10 .11). Por ello, explicará el Concilio Vaticano II: «Esta obra de la Redención humana (...), Cristo el Señor la realizó principalmente por el misterio pascual de su bienaventurada Pasión, Resurrección de entre los muertos, y gloriosa Ascensión. Por este misterio, con su muerte destruyó nuestra muerte y con su Resurrección reparó nuestra vida'. Pues del costado de Cristo dormido en la Cruz nació el sacramento admirable de la Iglesia entera» (Sacrosanctum Concilium, n. 5).

 

 

 

 

 

 

 

23,47

        Los tres Evangelios Sinópticos recogen la honda reacción del Centurión, propia del hombre de bien que, secundando la gracia, contempla los acontecimientos abierto al misterio de lo sobrenatural. El relato de San Lucas se completa con los de Mt 27,54 y Mc 15,39, en los cuales se subraya con más claridad el reconocimiento de la divinidad de Jesucristo. Cfr nota a Mc 15,39.

 

 

 

 

 

 

 

23,48

        El sacrificio de Jesús en la Cruz empieza, desde el primer instante, a atraer a los hombres hacia Dios mediante el arrepentimiento: durante el camino hacia la Cruz encontramos la probable conversión de Simón de Cirene y el llanto dolorido de las mujeres de Jerusalén; en la Cruz, el arrepentimiento del buen ladrón, el toque de la gracia al Centurión romano, y la compunción de la multitud del pueblo relatada en este versículo. Jesús había profetizado: «Cuando sea levantado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). Esta profecía comienza a realizarse en el Gólgota y seguirá hasta el fin de los tiempos.

        «De la Cruz pende el cuerpo -ya sin vida- del Señor. La gente, considerando lo que había pasado, se vuelve dándose golpes de pecho (Lc XXIII, 48).

        »Ahora que estás arrepentido, promete a Jesús que -con su ayuda- no vas a crucificarle más. Dilo con fe. Repite una y otra vez: te amaré, Dios mío, porque desde que naciste, desde que eras niño, te abandonaste en mis brazos, inerme, fiado de mi lealtad» (Vía Crucis, XII, n. 5).

 

 

 

 

 

 

 

23,49

        Hay que destacar en este grupo la presencia de unas cuantas mujeres algunos de cuyos nombres nos han transmitido San Mateo (27,56) y San Marcos (15,40-41): María Magdalena, María la madre de Santiago y José, y Salomé. Estas mujeres, a las que seguramente no dejaron acercarse los soldados en los momentos de la Crucifixión, perseveran de lejos ante la Cruz y se acercan después, al pie de ella (cfr Jn 19,25), llenas de valentía, a impulsos del profundo amor a Jesucristo. «Más recia la mujer que el hombre, y más fiel, a la hora del dolor.-iMaría de Magdala y María Cleofás y Salomé!

        »Con un grupo de mujeres valientes, como ésas, bien unidas a la Virgen Dolorosa, ¡qué labor de almas se haría en el mundo!» (Camino, n. 982).

 

 

 

 

 

 

 

23,50-54

        El Evangelio de San Juan señala que «Nicodemo, el que antes había ido a Jesús de noche, vino también trayendo una mezcla de mirra y áloe, como de cien libras» (Jn 19,39). «José de Arimatea y Nicodemus visitan a Jesús ocultamente a la hora normal y a la hora del triunfo.

        »Pero son valientes declarando ante la autoridad su amor a Cristo - audaciter'- con audacia, a la hora de la cobardía. -Aprende» (Camino, n. 841). «Yo subiré con ellos al pie de la Cruz, me apretaré al Cuerpo frío, cadáver de Cristo, con el fuego de mi amor..., lo desclavaré con mis desagravios y mortificaciones..., lo envolveré con el lienzo nuevo de mi vida limpia, y lo enterraré en mi pecho de roca viva, de donde nadie me lo podrá arrancar, ¡y ahí, Señor, descansad!

»Cuando todo el mundo os abandone y desprecie..., serviam!, os serviré, Señor» (Via Crucis, XIV, n. 1).

        José de Arimatea y Nicodemo se olvidan de todos los peligros -odio de sus colegas del Sanedrín, represalias de los fanáticos-, porque el amor no repara en obstáculos. Realizan con exquisita veneración todo cuanto se requería para sepultar piadosamente el cuerpo de Jesús. Ejemplo claro para todo discípulo de Cristo, que por amor a El debe arriesgar honra, posición y dinero. La piedad cristiana -en las estaciones XIII y XIV del Via Crucis- une a la contemplación del descendimiento de la Cruz y sepultura del Señor, el recuerdo y agradecimiento a estos dos varones justos, cuya delicadeza ha querido Dios premiar haciendo que sus nombres queden inscritos en el Santo Evangelio (cfr nota a Mc 15,43-46).

 

 

 

 

 

 

 

23,55-56

        Aquellas santas mujeres -que conocían bien la pobreza del Señor en su nacimiento en Belén, en su vida oculta, en su ministerio público y en la Cruz- no escatiman medios para honrar el Cuerpo del Señor. Cuando el pueblo cristiano se muestra espléndido en el culto eucarístico no ha hecho sino aprender bien la lección de aquellos primeros que trataron a Cristo en su vida terrena.

 

 

 

 

 

 

 

24,1-4

        El cariño de las santas mujeres al preparar todas las cosas para embalsamar el Cuerpo de Jesús con toda veneración fue tal vez una intuición profunda de la fe, que la doctrina de la Iglesia expresaría más tarde con precisión al decir: «Creemos y confesamos firmemente que, separada el alma de Cristo de su cuerpo, la divinidad estuvo siempre unida tanto al cuerpo en el sepulcro, como al alma cuando descendió a los infiernos» (Catecismo Romano, 1, 5,6).

 

 

 

 

 

 

 

24,5-8

        La verdad de fe sobre la Resurrección de Jesucristo enseña que habiendo realmente muerto al separarse su Alma de su Cuerpo, y habiendo sido sepultado, a los tres días, por su propio poder volvió a unirse nuevamente su Alma a su Cuerpo, de modo que no se separaran jamás (cfr Catecismo Romano, 1, 6,7).

        Siendo un misterio estrictamente sobrenatural, tiene sin embargo unos aspectos exteriores que caen bajo la experiencia sensible: muerte, sepultura, sepulcro vacío, apariciones, etc. Y en este aspecto es un hecho demostrado y demostrable (cfr Lamentabili, nn. 36-37).

        La Resurrección de Jesucristo completa la obra de nuestra Redención: «Porque así como por la Muerte cargó con los males para librarnos del mal, de modo semejante, por la Resurrección fue glorificado para llevarnos al bien; según las palabras de la Epístola a los Romanos (4,25); fue entregado a la muerte por nuestros pecados y resucitó para nuestra justificación» (Suma Teológica, III, q. 53, a. 1, c.).

        «Cristo vive. Esta es la gran verdad que llena de contenido nuestra fe. Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia. No temáis, con esta invocación saludó un ángel a las mujeres que iban al sepulcro; no temáis. Vosotras venís a buscar a Jesús Nazareno, que fue crucificado: ya resucitó, no está aquí (Mc XVI, 6). Haec est dies quam fecit Dominus, exultemus et laetemur in ea; éste es el día que hizo el Señor, regocijémonos (Ps CXVII, 24).

        «El tiempo pascual es tiempo de alegría, de una alegría que no se limita a esa época del año litúrgico, sino que se asienta en todo momento en el corazón del cristiano. Porque Cristo vive: Cristo no es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravilloso.

        »No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros. Su Resurrección nos revela que Dios no abandona a los suyos. ¿Puede la mujer olvidarse del fruto de su vientre, no compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidare, yo no me olvidaré de ti (Is XLIX, 14-15), había prometido. Y ha cumplido su promesa. Dios sigue teniendo sus delicias entre los hijos de los hombres (cfr Prv VIII, 31)» (Es cristo que pasa, n. 102).

        Por el Bautismo y los demás sacramentos, el cristiano queda incorporado al misterio redentor de Cristo que comprende su Muerte y su Resurrección: «Sepultados con él por medio del Bautismo, también fuisteis resucitados con él mediante la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos» (Col 2,12). «Si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios; gustad las cosas de arriba, no las de la tierra. Pues habéis muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3,1-3).

 

 

 

 

 

 

 

24,9-12

        Los primeros a los que anuncia un ángel el Nacimiento de Cristo son los pastores de Belén. Las primeras en recibir el testimonio divino de la Resurrección de Jesús son estas piadosas mujeres. Es una muestra más de la predilección de Dios por las almas sencillas y sinceras, a las que concede un honor, que el mundo no sabe apreciar (cfr Mt 11,25). Pero no es sólo sencillez y bondad, no es sólo sinceridad; es que a los pobres -los pastores- y a las mujeres se les postergaba en aquellos tiempos: y Jesús ama aquello que es humillado por la soberbia de los hombres; por eso distingue a los pastores, por eso a las mujeres. Y precisamente porque aquellas mujeres eran sencillas y buenas, acuden inmediatamente a Pedro y a los Apóstoles a comunicarles todo lo que habían visto y oído. Pedro, a quien había prometido Jesús que sería su Vicario en la tierra (cfr Mt 16,18), se siente movido a tomar la responsabilidad de comprobar los hechos.

 

 

 

 

 

 

 

24,13-35

        A lo largo de la conversación con Jesús los discípulos pasan de la tristeza a la alegría, recobran la esperanza y con ello el afán de comunicar el gozo que hay en sus corazones, haciéndose de este modo anunciadores y testigos de Cristo resucitado.

        Esta es una de las escenas exclusivas de San Lucas, descrita con gran maestría literaria. Nos presenta el celo apostólico del Señor. «Jesús camina junto a aquellos dos hombres, que han perdido casi toda esperanza, de modo que la vida comienza a parecerles sin sentido. Comprende su dolor, penetra en su corazón, les comunica algo de la vida que habita en El.

        »Cuando, al llegar a aquella aldea, Jesús hace ademán de seguir adelante, los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos. Le reconocen luego al partir el pan: El Señor, exclaman, ha estado con nosotros. Entonces se dijeron uno a otro: ¿No es verdad que sentíamos abrasarse nuestro corazón, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? (Lc XXIV, 32). Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi (cfr 2 Cor II, 15), el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro» (Es Cristo que pasa, n. 105).

 

 

 

 

 

 

 

24,13-27

        La conversación con Jesús de los dos discípulos camino de Emaús resume perfectamente la desilusión de los que habían seguido al Señor, ante el aparente fracaso que representaba para ellos su muerte. En las palabras de Cleofás está recogida la vida y misión de Cristo (v. 19), su Pasión y Muerte (v. 20), la desesperanza de estos discípulos al cabo de tres días (v. 21), y los hechos acaecidos la mañana del domingo (v. 22).

        Ya antes Jesús había dicho a los judíos: «Escudriñad las Escrituras, ya que vosotros pensáis tener en ellas la vida eterna: ellas son las que dan testimonio de mí» (Jn 5,39). Nos da así un camino seguro para conocerle. El Papa Pablo VI señala que también hoy día el uso frecuente y la devoción a la Sagrada Escritura es una moción clara del Espíritu Santo: «El progreso de los estudios bíblicos, la creciente difusión de la Sagrada Escritura y, sobre todo, el ejemplo de la Tradición y la moción íntima del Espíritu orientan a los cristianos de nuestro tiempo a servirse cada vez más de la Biblia como del libro fundamental de oración, y a buscar en ella inspiración genuina y modelos insuperables» (Marialis cultus, n. 30).

        Jesús, en respuesta al desaliento de los discípulos, va pacientemente descubriéndoles el sentido de toda la Sagrada Escritura acerca del Mesías: <¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?». Con estas palabras el Señor deshace la idea que todavía pudieran tener de un Mesías terreno y político, haciéndoles ver que la misión de Cristo es sobrenatural: la Salvación del género humano.

        En la Sagrada Escritura estaba anunciado que el plan salvador de Dios se realizaría por medio de la Pasión y Muerte redentora del Mesías. La Cruz no es un fracaso, sino el camino querido por Dios para el triunfo definitivo de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte (cfr 1 Cor 1,23-24). Muchos contemporáneos del Señor no entendieron su misión sobrenatural por no haber interpretado correctamente los textos del AT. Nadie como Jesús puede conocer el verdadero sentido de las Escrituras Santas. Y, después de El, sólo la Iglesia tiene la misión y el oficio de interpretarlas auténticamente: «Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura está sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la palabra de Dios» (Dei Verbum, n. 12).

 

 

 

 

 

 

 

24,28-35

        La presencia y la palabra del Maestro recupera a estos discípulos desalentados, y enciende en ellos una esperanza nueva y definitiva: «Iban aquellos dos discípulos hacia Emaús. Su paso era normal, como el de tantos otros que transitaban por aquel paraje. Y allí, con naturalidad, se les aparece Jesús, y anda con ellos, con una conversación que disminuye la fatiga. Me imagino la escena, ya bien entrada la tarde. Sopla una brisa suave. Alrededor, campos sembrados de trigo ya crecido, y los olivos viejos, con las ramas plateadas por la luz tibia.

        »Jesús, en el camino. ¡Señor, qué grande eres siempre! Pero me conmueves cuando te allanas a seguirnos, a buscarnos, en nuestro ajetreo diario. Señor, concédenos la ingenuidad de espíritu, la mirada limpia, la cabeza clara, que permiten entenderte cuando vienes sin ningún signo exterior de tu gloria.

        »Se termina el trayecto al encontrar la aldea, y aquellos dos que -sin darse cuenta- han sido heridos en lo hondo del corazón por la palabra y el amor de Dios hecho hombre, sienten que se vaya. Porque Jesús les saluda con ademán de continuar adelante (Lc XXIV, 28). No se impone nunca, este Señor Nuestro. Quiere que le llamemos libremente, desde que hemos entrevisto la pureza del Amor, que nos ha metido en el alma. Hemos de detenerlo por fuerza y rogarle: continúa con nosotros, porque es tarde, y va ya el día de caída (Lc XXIV, 29), se hace de noche.

        »Así somos: siempre poco atrevidos, quizá por insinceridad, o quizá por pudor. En el fondo, pensamos: quédate con nosotros, porque nos rodean en el alma las tinieblas, y sólo Tú eres luz, sólo Tú puedes calmar esta ansia que nos consume. Porque entre las cosas hermosas, honestas, no ignoramos cuál es la primera: poseer siempre a Dios (San Gragorio Nacianceno, Epistulae, 212).

        »Y Jesús se queda. Se abren nuestros ojos como los de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque El vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha -anochece-, para hablar a los demás de El, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo.

        »Camino de Emaús. Nuestro Dios ha llenado de dulzura este nombre. Y Emaús es el mundo entero, porque el Señor ha abierto los caminos divinos de la tierra» (Amigos de Dios, nn. 313-314).

 

 

 

 

 

 

 

24,30-31

        Muchos Santos Padres han visto en esta acción del Señor una consagración del pan como en la Ultima Cena. El modo peculiar con que bendice y parte el pan les hace ver que es El.

        En la vida de la Iglesia la liturgia siempre ha tenido una gran importancia como culto a Dios, como expresión de la fe y como catequesis eficaz de las verdades reveladas. Por eso, los gestos externos -las ceremonias litúrgicas- han de ser observadas con la mayor fidelidad: «La reglamentación de la sagrada liturgia es de la competencia de la autoridad eclesiástica; ésta reside en la Sede Apostólica y, en la medida que determine la ley, en el Obispo (...). Por lo mismo, que nadie, aunque sea sacerdote, añada, quite o cambie cosa alguna por iniciativa propia en la liturgia» (Sacrosanctum Concilium, n. 22). «Ten veneración y respeto por la Santa Liturgia de la Iglesia y por sus ceremonias particulares.-Cúmplelas fielmente.-¿No ves que los pobrecitos hombres necesitamos que hasta lo más grande y noble entre por los sentidos?» (Camino. n. 522).

 

 

 

 

 

 

 

24,32

        «Estas palabras de los discípulos Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de su vida» (Camino, n. 917).

 

 

 

 

 

 

 

 

24,33-35

         Los discípulos de Emaús sienten ahora la urgencia de volver a Jerusalén, donde los Apóstoles y algunos otros discípulos se encuentran reunidos con Pedro, a quien Jesús se ha aparecido.

        En la Historia Sagrada, Jerusalén fue el lugar donde Dios quiso ser alabado de modo particular y allí los profetas ejercieron su principal ministerio. Por voluntad divina Jesucristo padeció, murió y resucitó en Jerusalén y desde allí comenzará a extenderse el Reino de Dios (cfr Lc 24,47; Hch 1,8). En el Nuevo Testamento a la Iglesia de Cristo se la denomina «la Jerusalén de arriba» (Gal 4,26), «la Jerusalén celestial» (Hb 12,22), «la nueva Jerusalén» (Apc 21,2).

        En la Ciudad Santa también comienza la Iglesia. Más tarde San Pedro, no sin una especial Providencia divina, se traslada a Roma que, de este modo, se convierte en el centro de la Iglesia. Como aquellos discípulos son confirmados en la fe por San Pedro, los cristianos de todos los siglos acuden a la Sede de Pedro para confirmar su fe, y mantener así la unidad de la Iglesia: «Sin el papa la Iglesia Católica ya no sería tal, sino que, faltando en la Iglesia de Cristo el oficio pastoral supremo, eficaz y decisivo de Pedro, la unidad se desmoronaría, y en vano se intentaría reconstruirla luego con criterios sustitutivos de aquel auténtico establecido por el mismo Cristo (..). Queremos además considerar que ese gozne central de la Santa Iglesia no pretende constituir una supremacía de orgullo espiritual o de dominio humano, sino un primado de servicio, de ministerio y de amor. No es vana retórica la que atribuye al Vicario de Cristo el título de servus servorum Dei» (Ecclesiam suam, n. 83).

 

 

 

 

 

 

 

 

24,36-43

        Esta aparición de Jesús resucitado la refieren San Lucas y San Juan (cfr Jn 20,19-23). San Juan recoge la institución del sacramento de la Penitencia, al tiempo que San Lucas subraya la dificultad de los discípulos para aceptar el milagro de la Resurrección, a pesar del testimonio de los ángeles a las mujeres (cfr Mt 28,5-7; Mc 16,5-7; Lc 24,4-11) y de quienes ya habían visto al Señor resucitado (cfr Mt 28,9-10; Mc 16,9-13; Lc 24,13 ss.; Jn 20,11-18).

        Jesús se les aparece de improviso, estando las puertas cerradas (cfr Jn 20,19), lo que explica su sorpresa y su reacción. San Ambrosio comenta que «penetró en el recinto cerrado no porque su naturaleza fuese incorpórea, sino porque tenía la cualidad de un cuerpo resucitado» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in ¡oc.). Entre esas cualidades del cuerpo glorioso, la sutileza hace que «el cuerpo esté totalmente sometido al imperio del alma» (Catecismo Romano, 1, 12,13), de modo que puede atravesar los obstáculos materiales sin ninguna resistencia.

        La escena reviste un encanto especial al describir el Evangelista los detalles de condescendencia divina para confirmarlos en la verdad de su Resurrección.

 

 

 

 

 

 

 

24,41-43

        Aunque el cuerpo resucitado es impasible y, en consecuencia, no necesita ya de alimentos para nutrirse, el Señor confirma a los discípulos en la verdad de su Resurrección con estas dos pruebas: invitándoles a que le toquen y comiendo en su presencia. «Yo, por mi parte -confiesa San Ignacio de Antioquía-, sé muy bien y en ello pongo mi fe que, después de su Resurrección, permaneció el Señor en su carne. Y así, cuando se presentó a Pedro y a sus compañeros, les dijo: Tocadme, palmadme y comprended que no soy un espíritu incorpóreo. Y al punto le tocaron y creyeron, quedando persuadidos de su carne y de su espíritu (...). Es más, después de su Resurrección comió y bebió con ellos, como hombre de carne que era, si bien espiritualmente estaba hecho una cosa con su Padre» (Carta a los de Esmirna, III, 1-3).

 

 

 

 

 

 

 

24,44-49

        San Mateo insiste en el cumplimiento en Cristo de las profecías del AT, porque los primeros destinatarios de su Evangelio eran judíos, para quienes esto constituía una prueba manifiesta de que Jesús era el Mesías prometido y esperado. San Lucas no utiliza habitualmente este argumento, porque escribe para los gentiles; sin embargo, en este epílogo recoge sumariamente la advertencia de Cristo que declara haberse cumplido todo lo que estaba predicho acerca de El. Se subraya así la unidad de los dos Testamentos y que Jesús es verdaderamente el Mesías.

        Por otra parte, San Lucas refiere la promesa del Espíritu Santo (cfr Jn 14,16-17 .26; 15,26; 16,7 ss.), cuyo cumplimiento el día de Pentecostés narrará con detalle en el libro de los Hechos (cfr Hch 2,1-4).

 

 

 

 

 

 

 

24,46

        San Lucas ha destacado la falta de inteligencia de los Apóstoles cuando Jesús anuncia su Muerte y Resurrección (cfr 9,45; 18,34). Ahora, cumplida la profecía, recuerda la necesidad de que Cristo padeciera y resucitara de entre los muertos (cfr 24,25-27).

        La Cruz es un misterio no solamente en la vida de Cristo sino también en la nuestra: «Jesús sufre por cumplir la Voluntad del Padre... Y tú, que quieres también cumplir la Santísima voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podrás quejarte si encuentras por compañero de camino al sufrimiento?» (Camino, n. 213).

 

 

 

 

 

 

 

24,49

        «Yo os envío al que mi Padre ha prometido», es decir, el Espíritu Santo, que días después, en Pentecostés, descendería sobre ellos en el Cenáculo (cfr Hch 2,1-4), como don supremo del Padre (cfr Lc 11,13).

 

 

 

 

 

 

 

24,50-53

        San Lucas, que narrará con más detalle al comienzo del libro de los Hechos la Ascensión del Señor a los Cielos, resume aquí este misterio con el que termina la presencia visible de Jesús en la tierra. No era conveniente, explica Santo Tomás, que Cristo permaneciese en la tierra después de la Resurrección, sino que convenía que subiese al Cielo. Aunque su cuerpo resucitado ya tenía la gloria esencial, la Ascensión al Cielo le confiere un aumento de la gloria de que gozaba, por la dignidad del lugar al que ascendía (cfr Suma Teológica, III, q. 57, a. 1).

        «La Ascensión del Señor nos sugiere también otra realidad; el Cristo que nos anima a esta tarea en el mundo, nos espera en el Cielo. En otras palabras: la vida en la tierra, que amamos, no es lo definitivo; pues no tenemos aquí ciudad permanente, sino que andamos en busca de la futura (Heb XIII, 14), ciudad inmutable (...).

        »Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Phil III, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da el saberse hijo amado de Dios» (Es Cristo que pasa, n. 126).

        Acaba aquí la narración evangélica de San Lucas. No hay palabras humanas capaces de expresar los sentimientos de agradecimiento, de amor y de correspondencia que nos produce la contemplación de la vida de Cristo entre los hombres. Podemos saborear el resumen que nos ofrece el Magisterio de la Iglesia, mientras elevamos a Dios nuestro deseo de ser cada día más fieles discípulos e hijos suyos: «Creemos en nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. El es el Verbo eterno, nacido del Padre antes de todos los siglos (...). El mismo habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad. Anunció y fundó el Reino de Dios, manifestándonos en sí mismo al Padre. Nos dio su mandamiento nuevo de que nos amáramos los unos a los otros como El nos amé. Nos enseñé el camino de las bienaventuranzas evangélicas: a saber, ser mansos y pobres en espíritu, tolerar los dolores con paciencia, tener sed de justicia, ser misericordiosos, limpios de corazón, pacíficos, padecer persecución por la justicia. Padeció bajo Poncio Pilato: Cordero de Dios, que lleva los pecados del mundo, murió por nosotros clavado en la Cruz, trayéndonos la salvación con su sangre redentora. Fue sepultado, y resucité por su propio poder al tercer día, elevándonos por su Resurrección a la participación de la vida divina, que es la gracia; subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloría, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según los propios méritos: los que hayan respondido al Amor y a la Piedad de Dios irán a la vida eterna, pero los que los hayan rechazado hasta el final serán destinados al fuego que nunca cesará. Y su Reino no tendrá fin» (Credo del Pueblo de Dios, nn. 11 y 12).