13,1-5

        El Señor se servía de los sucesos de actualidad para adoctrinar a las muchedumbres. El caso de los galileos podría ser el mismo episodio al que alude el libro de los Hechos (Hch 5,37), y refleja el ambiente del tiempo de Jesús, en el que Pilato reprimía con cruel dureza cualquier intento de revuelta política. A propósito del accidente de Siloé no tenemos más noticias que las que aquí nos da el Evangelio.

        El que aquellas personas padeciesen tales desgracias no se debía a que fuesen peores que los demás, porque Dios no siempre castiga en esta vida a los pecadores (cfr Jn 9,3). Todos somos pecadores y merecemos un castigo peor que el de las desgracias terrenas: el castigo eterno; pero Cristo ha venido a reparar por nuestros pecados y nos ha abierto las puertas del Cielo. Nosotros tenemos que arrepentimos de nuestros pecados porque sólo así Dios nos librará del castigo merecido. «Cuando venga el sufrimiento, el desprecio..., la Cruz, has de considerar: ¿qué es esto para lo que yo merezco?» (Camino, n. 690).

 

 

 

 

 

 

 

13,3

        «Nos dice El que, sin el santo bautismo, nadie entrará en el reino de los cielos (cfr Jn 3,5); y en otra parte, que si no hacemos penitencia todos pereceremos (Lc 13,3). Todo se comprende fácilmente. Desde que el hombre pecó, sus sentidos todos se rebelaron contra la razón; por consiguiente, si queremos que la carne esté sometida al espíritu y a la razón, es necesario mortificarla; si queremos que el cuerpo no haga la guerra al alma, es preciso castigarle a él y a todos los sentidos; si queremos ir a Dios, es necesario mortificar el alma con todas sus potencias» (Sermones escogidos, Miércoles de ceniza).

 

 

 

 

 

 

 

13,6-9

        Insiste el Señor en la necesidad de producir frutos abundantes (cfr Lc 8,11-15) correspondiendo a las gracias recibidas (cfr Lc 12,48). Junto a este imperativo profundo, Jesucristo pone de relieve la paciencia de Dios en la espera de esos frutos. El no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 33,11) y, como enseña San Pedro, «usa de paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se conviertan» (2 P 3,9). Esta clemencia divina, sin embargo, no puede llevarnos a descuidar nuestros deberes, adoptando una postura de pereza y comodidad que haría estéril la propia vida. Dios aunque es misericordioso también es justo, y castigará las faltas de correspondencia a su gracia.

        «Hay un caso que nos debe doler sobremanera: el de aquellos cristianos que podrían dar más y no se deciden; que podrían entregarse del todo, viviendo todas las consecuencias de su vocación de hijos de Dios, pero se resisten a ser generosos. Nos debe doler porque la gracia de la fe no se nos ha dado para que esté oculta, sino para que brille ante los hombres (cfr Mt V, 15-16); porque, además, está en juego la felicidad temporal y la eterna de quienes así obran. La vida cristiana es una maravilla divina, con promesas inmediatas de satisfacción y de serenidad, pero a condición de que sepamos apreciar el don de Dios (cfr Joh IV, 10), siendo generosos sin tasa» (Es Cristo que pasa, n. 147).

 

 

 

 

 

 

 

13,14-17

        Según costumbre el Señor ha ido a la sinagoga en día de sábado. Al observar la presencia de aquella mujer, enferma hacía tantos años, Jesús ejerce su poder y su misericordia con ella y la cura. La reacción de la gente sencilla es de entusiasmo y de agradecimiento. Pero el jefe de la sinagoga, celoso en apariencia de la observancia del sábado prescrita en la Ley (cfr Ex 20,8; 31,14; Lev 19,3-30), reprueba públicamente al Salvador. Jesús censura con energía la interpretación torcida de la Ley que hace el jefe de la sinagoga y pone de relieve la necesidad de la misericordia y de la comprensión, que es lo que agrada a Dios (cfr Os 6,6; Iac 2,13).

 

 

 

 

 

 

 

13,18-21

        El grano de mostaza y la levadura simbolizan la Iglesia que, reducida al principio a un grupo de discípulos, se fue extendiendo con la fuerza del Espíritu Santo hasta acoger en ella a todos los pueblos de la tierra. Ya en el siglo u Tertuliano afirmaba: «Somos de ayer y lo llenamos todo» (Apologeticum, XXXVII). El Señor «con la parábola del grano de mostaza les incita a la fe y les hace ver que la predicación del Evangelio se propagará a pesar de todo. Los más débiles, los más pequeños entre los hombres, eran los discípulos del Señor, pero como había en ellos una fuerza grande, ésta se desplegó por todo el mundo» (Hom. sobre S. Mateo, 46). Por eso, el cristiano no debe desanimarse ante la pequeñez y debilidad con que aparecen las obras de su apostolado. Con la gracia de Dios y la fidelidad irán creciendo como el grano de mostaza a pesar de las dificultades: «En las horas de lucha y contradicción, cuando quizá los buenos' llenen de obstáculos tu camino, alza tu corazón de apóstol: oye a Jesús que habla del grano de mostaza y de la levadura.-Y dile: edissere nobis parabolam' -explícame la parábola.

        »Y sentirás el gozo de contemplar la victoria futura: aves del cielo, en el cobijo de tu apostolado, ahora incipiente; y toda la masa fermentada» (Camino, n. 695).

 

 

 

 

 

 

 

13,23-24

        Todos los hombres estamos llamados a formar parte del Reino de Dios, porque «Dios quiere que todos los hombres se salven» (1 Tim 2,4). «Pues quienes, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan no obstante a Dios con un corazón sincero, y se esfuerzan bajo el influjo de la gracia en cumplir con obras su voluntad, conocida mediante el juicio de la conciencia, pueden conseguir la salvación eterna. Y la divina Providencia tampoco niega los auxilios necesarios para la salvación a quienes sin culpa no han llegado todavía al conocimiento de Dios y se esfuerzan en llevar una vida recta, no sin la gracia de Dios. Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos, la Iglesia lo juzga como una preparación del Evangelio y como algo otorgado por quien ilumina a todos los hombres para que al fin tengan la vida» (Lumen gentium, n. 16).

        En cualquier caso sólo pueden alcanzar esta meta de la Salvación quienes luchan seriamente (cfr Lc 16,16; Mt 11,12). El Señor expresa esta realidad de nuestra vida con la imagen de la puerta angosta. «La guerra del cristiano es incesante, porque en la vida interior se da un perpetuo comenzar y recomenzar, que impide que, con soberbia, nos imaginemos ya perfectos. Es inevitable que haya muchas dificultades en nuestro camino; si no encontrásemos obstáculos, no seríamos criaturas de carne y hueso. Siempre tendremos pasiones que nos tiren para abajo, y siempre tendremos que defendernos contra esos delirios más o menos vehementes» (Es Cristo que pasa, n. 75).

 

 

 

 

 

 

 

13,25-28

        Como en otras ocasiones, Jesús alude a la vida eterna con la imagen de un banquete (cfr, p. ej., Lc 12,35 ss.; 14,15). Haber conocido al Señor y haber escuchado su palabra no es suficiente para alcanzar el Cielo; sólo los frutos de correspondencia a la gracia tendrán valor en el juicio divino: «No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los Cielos» (Mt 7,21).

 

 

 

 

 

 

 

13,29-30

        El pueblo judío, de modo general, se consideraba el único destinatario de las promesas mesiánicas hechas a los Profetas, pero Jesús declara la universalidad de la salvación. La única condición que exige es la respuesta libre del hombre a la llamada misericordiosa de Dios. Al morir Cristo en la Cruz, el velo del Templo se rasgó por medio (Lc 23,45 y par.), en señal de que acababa la división que separaba a judíos y gentiles. San Pablo enseña: «El (Cristo) es nuestra paz; el que hizo de los dos pueblos uno solo y derribó el muro de la separación (...); de ese modo creó en sí mismo de los dos un hombre nuevo, estableciendo la paz, y reconciliando a ambos con Dios en un solo cuerpo, por medio de la cruz, dando muerte en sí mismo a la enemistad» (Ef 2, 14-16). En efecto, «todos los hombres están llamados a formar parte del nuevo Pueblo de Dios. Por lo cual, este pueblo permaneciendo uno y único debe extenderse a todo el mundo y en todos los tiempos, para cumplir así el designio de la voluntad de Dios, que en un principio creó una sola naturaleza humana y determinó luego congregar en un solo pueblo a sus hijos que estaban dispersos» (Lumen gentium, n. 13).

 

 

 

 

 

 

 

13,31-33

        La escena parece haber tenido lugar en la región de Perea, que igual que Galilea estaba bajo la jurisdicción de Herodes Antipas (cfr Lc 3,1), hijo de Herodes el Grande (cfr nota a Mt 2,1). En otras ocasiones San Lucas señala que Herodes tenía deseos de conocer a Jesús y de presenciar alguno de sus milagros (cfr Lc 9,9; 23,8). La advertencia que estos fariseos hacen al Señor podría ser una estratagema para alejarle de allí. Jesús llama «zorro» a Herodes -e indirectamente a sus cómplices-, manifestando una vez más su repulsa de la doblez y de la hipocresía.

        En la respuesta Jesús les hace ver que tiene perfecto dominio sobre su vida y su muerte porque es el Hijo de Dios, y que sólo se guía por la Voluntad de su Padre (cfr Jn 10,18).

 

 

 

 

 

 

 

13,34

        Jesús expresa su infinito amor por medio de esa comparación. San Agustín supo describir el sentido tan entrañable de la imagen: «Vosotros, hermanos míos, sabéis bien cómo enferma la gallina al tener los polluelos. Ningún ave manifiesta su maternidad como ella. En efecto, cada día vemos cómo hacen sus nidos los pájaros, las golondrinas, cigüeñas y palomas; pero sólo sabemos que son madres cuando las vemos empollar en sus nidos. La gallina, sin embargo, enferma de tal manera al tener sus polluelos que, aunque no vayan tras ella, aunque no la sigan sus hijos, te das cuenta de que es madre. Así lo indican sus alas caídas, y sus plumas erizadas, y su peculiar cloqueo, y todos sus miembros laxos y abatidos; todo eso, como digo, indica que es madre, aunque no se vean sus polluelos. Así es como está enfermo Jesús...» (In Ioann. Evang., 15,7).

 

 

 

 

 

 

 

 

13,35

        El Señor deja ver el profundo dolor de su alma ante la resistencia de Jerusalén al amor de Dios, tantas veces manifestado. Más adelante San Lucas hará notar que Jesús lloró ante Jerusalén (cfr Lc 19,41). Véanse también lo que se dice en nota a Mt 23,37-39.

 

 

 

 

 

 

14,1-6

        El fanatismo siempre es malo. Con frecuencia lleva la obcecación, a negar, como en este caso, los principios más elementales de caridad y de justicia, e incluso de mero humanitarismo. Fanáticos no podemos serlo de nada. Ni aun de lo más sagrado.

 

 

 

 

 

 

 

14,11

        La humildad es tan necesaria para la salvación que Jesús aprovecha cualquier circunstancia para ponerlo de relieve. Aquí se sirve de las actitudes que observa entre los asistentes a aquel banquete para insistir de nuevo que en el banquete celestial es Dios quien nos asigna el puesto. «La conciencia de la magnitud de la dignidad humana -de modo eminente, inefable, al ser constituidos por la gracia en hijos de Dios- junto con la humildad, forma en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos salvan y nos dan la vida, sino el favor divino. Es ésta una verdad que no puede olvidarse nunca» (Es Cristo que pasa, n. 133).

 

 

 

 

 

 

 

14,14

        El cristiano se mueve en el mundo como una persona corriente; pero el fundamento del trato con sus semejantes no puede ser ni la recompensa humana ni la vanagloria; debe buscar ante todo la gloria de Dios, sin pretender otra recompensa que la del Cielo (cfr Lc 6,32-34).

 

 

 

 

 

 

 

14,15

        La expresión «comer el pan en el Reino de Dios» significa en el lenguaje de la Biblia participar de la bienaventuranza eterna, simbolizada en un gran banquete (cfr Is 25,6; Mt 22,1-14).

 

 

 

 

 

 

 

14,16-24

        Ante la invitación de Dios a la fe y a la personal correspondencia, hay que sacrificar cualquier interés humano, por lícito y noble que se nos presente, si impide la respuesta cabal al llamamiento divino. Esas aparentes razones o deberes son, de hecho, meras excusas. Por eso aparece clara la culpabilidad de los invitados desagradecidos.

        «Obliga a entrar»: No se trata de violentar la libertad de nadie -Dios no quiere que le amamos a la fuerza-, sino de ayudar a decidirse por el bien, rompiendo con respetos humanos, con la ocasión de pecado, con la ignorancia. «Si, por salvar una vida terrena, con aplauso de todos, empleamos la fuerza para evitar que un hombre se suicide..., ¿no vamos a poder emplear la misma coacción - la santa coacción - para salvar la Vida (con mayúscula) de muchos que se obstinan en suicidar idiotamente su alma?» (Camino, n. 399). Se «obliga a entrar» con la oración, con el sacrificio, con el testimonio de una vida cristiana, con la amistad, en una palabra, con el apostolado.

 

 

 

 

 

 

 

14,26

        Estas palabras del Señor no deben desconcertar a nadie. El amor a Dios y a Jesucristo debe ocupar el primer puesto en nuestra vida y debemos alejar todo aquello que ponga trabas a este amor: «Amemos en este mundo a todos, comenta San Gregorio Magno, aunque sea al enemigo; pero ódiese al que se nos opone en el camino de Dios, aunque sea pariente... Debemos, pues, amar al prójimo; debemos tener caridad con todos; con los parientes y con los extraños, pero sin apartarnos del amor de Dios por el amor de ellos» (In Evangelia homiliae, 37,3). En definitiva, se trata de guardar el orden de la caridad: Dios tiene prioridad sobre todo.

        Este versículo ha de entenderse, por tanto, dentro del conjunto de las enseñanzas y exigencias del Señor (cfr Lc 6,27-35). Estas palabras «son términos duros. Ciertamente, ni el odiar ni el aborrecer castellanos expresan bien el pensamiento original de Jesús. De todas maneras, fuertes fueron las palabras del Señor, ya que tampoco se reducen a un amar menos, como a veces se interpreta templadamente, para suavizar la frase. Es tremenda esa expresión tan tajante no porque implique una actitud negativa o despiadada, ya que el Jesús que habla ahora es el mismo que ordena amar a los demás como a la propia alma y que entrega su vida por los hombres: esta locución indica, sencillamente, que ante Dios no caben medias tintas. Se podrían traducir las palabras de Cristo por amar más, amar mejor, más bien, por no amar con un amor egoísta ni tampoco con un amor a corto alcance: debemos amar con el Amor de Dios» (Es Cristo que pasa, n. 97). Cfr notas a Mt 10,34-37; Lc 2,49.

        Como explica el Concilio Vaticano II los cristianos «se esfuerzan por agradar a Dios antes que a los hombres, dispuestos siempre a dejarlo todo por Cristo» (Apostolicam actuositatem, n. 4).

 

 

 

 

 

 

 

14,27

        Cristo «padeciendo por nosotros nos dio ejemplo para seguir sus pasos y, además, abrió el camino que, al seguirlo, santifica la vida y la muerte, y les da nuevo sentido» (Gaudium et spes, n. 22).

        El camino del cristiano es la imitación de Jesucristo. No hay otro modo de seguirle que acompañarle con la propia Cruz. La experiencia nos muestra la realidad del sufrimiento, y que éste lleva a la infelicidad si no se acepta con sentido cristiano. La Cruz no es una tragedia, sino pedagogía de Dios que nos santifica por medio del dolor para identificamos con Cristo y hacemos merecedores de la gloria. Por eso es tan cristiano amar el dolor: «Bendito sea el dolor. -Amado sea el dolor. Santificado sea el dolor...iGlorificado sea el dolor!» (Camino, n. 208).

 

 

 

 

 

 

 

14,28-35

        El Señor nos muestra con diversas comparaciones que si la misma prudencia humana exige al hombre prevenir los riesgos de sus empresas, con mayor razón el cristiano se abrazará voluntaria y generosamente a la Cruz, porque sin ella no podrá seguir a Jesucristo: « Quia hic homo coepit aedificare et non potuít consummare!' -icomenzó a edificar y no pudo terminar!

        »Triste comentario, que, si no quieres, no se hará de ti: porque tienes todos los medios para coronar el edificio de tu santificación: la gracia de Dios y tu voluntad» (Camino, n. 324).

 

 

 

 

 

 

 

14,33

        Si antes el Señor ha hablado de «odiar» a los padres y hasta la propia vida, ahora exige con igual vigor el total desprendimiento de las riquezas. Este versículo es aplicación directa de las dos parábolas anteriores: así como es imprudente un rey que pretende luchar con un número insuficiente de soldados, también es insensato quien quiera seguir al Señor sin renunciar a todos sus bienes. Esta renuncia de las riquezas ha de ser efectiva y concreta: el corazón debe estar desembarazado de todos los bienes materiales para poder seguir el paso del Señor. Y es que, como dirá más adelante, es imposible «servir a Dios y al dinero» (Lc 16,13). No es infrecuente que el Señor pida a algunos vivir en pobreza absoluta y voluntaria; y de todos exige el desprendimiento afectivo y la generosidad al emplear los bienes materiales. Si el cristiano ha de estar presto a renunciar a la propia vida, con más motivo ha de estarlo respecto de las riquezas: «Si eres hombre de Dios, pon en despreciar las riquezas el mismo empeño que ponen los hombres del mundo en poseerlas» (Camino, n. 633). Cfr nota a Lc 12,33-34.

        Por otra parte, para que el alma pueda llenarse de Dios ha de vaciarse primero de todo aquello que pudiera impedírselo: «La doctrina que el Hijo de Dios vino a enseñar fue el menosprecio de todas las cosas, para poder recibir el precio del espíritu de Dios en sí. Porque, en tanto que de ellas no se deshiciere el alma, no tiene capacidad para recibir el espíritu de Dios en pura transformación» (Subida al Monte Carmelo, lib. 1, cap. 5).

 

 

 

 

 

 

 

15,1-32

        Con sus obras Jesús pone de manifiesto la misericordia divina: se acerca a los pecadores para convertirlos. Los escribas y fariseos, que desprecian a los pecadores, no comprenden esa conducta de Jesús, y murmuran de El; será ocasión para que Nuestro Señor pronuncie las parábolas de la misericordia. «El evangelista que trata con detalle estos temas en las enseñanzas de Cristo es San Lucas, cuyo evangelio ha merecido ser llamado el evangelio de la misericordia'» (Dives in misericordia, n. 3).

        En este capítulo San Lucas recoge tres de estas parábolas, en las que de modo gráfico Jesús describe la infinita y paternal misericordia de Dios, y su alegría por la conversión del pecador.

        El Evangelio enseña que nadie se encuentra excluido del perdón, y que los pecadores pueden llegar a ser hijos queridos de Dios mediante el arrepentimiento y la conversión. Y es tal el deseo divino de que los pecadores se conviertan que las tres parábolas terminan repitiendo, a modo de estribillo, la alegría grande en el Cielo por cada pecador arrepentido.

 

 

 

 

 

 

 

15,1-2

        No es ésta la primera vez que publicanos y pecadores se acercan a Jesús (cfr Mt 9,10). La predicación del Señor atraía por su sencillez y por sus exigencias de entrega y de amor. Los fariseos le tenían envidia porque la gente se iba tras El (cfr Mt 26,3-5; Jn 11,47). Esa actitud farisaica puede repetirse entre los cristianos: una dureza de juicio tal que no acepte que un pecador -aunque hayan sido enormes sus pecados- pueda convertirse y ser santo; o una ceguera de mente tal que impida reconocer el bien que hacen los demás y alegrarse de ello. Ya Nuestro Señor sale al paso de esta actitud errada cuando contesta a sus discípulos que se quejan de que otros arrojen demonios en su nombre: «No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí» (Mc 9,39). Igualmente San Pablo se alegraba de que otros anunciaran a Cristo, e incluso pasaba por alto que lo hicieran por interés, con tal de que Cristo fuese predicado (cfr Fil 1,17-18).

 

 

 

 

 

 

 

15,5-6

        La tradición cristiana, fundada también en otros pasajes evangélicos (cfr Jn 10,11), aplica esta parábola a Cristo, Buen Pastor, que echa de menos y busca con afán la oveja perdida: el Verbo, descaminada la humanidad por el pecado, sale a su encuentro en la Encarnación. En este sentido comenta San Gregorio Magno: «Puso la oveja sobre sus hombros, porque, al asumir la naturaleza humana, El mismo cargó con nuestros pecados» (In Evangelia homiliae, 2, 14).

        El Concilio Vaticano II aplica estos versículos de San Lucas al cuidado pastoral que han de tener los sacerdotes: «Acuérdense de que, con su conducta de cada día y con su solicitud, deben mostrar a los fieles y a los infieles, a los católicos y a los no católicos, la imagen del verdadero ministerio sacerdotal y pastoral, y de que están obligados a dar a todos el testimonio de verdad y de vida y de que, como buenos pastores, han de buscar también a aquellos que, bautizados en la Iglesia católica, abandonaron la práctica de los sacramentos o incluso han perdido la fe» (Lumen gentium, n. 28). Pero un cuidado semejante, vivido fraternalmente, incumbe también a todo fiel cristiano, que debe ayudar a sus hermanos los hombres en el camino de la salvación y santificación.

 

 

 

 

 

 

 

15,7

        No quiere esto decir que el Señor no estime la perseverancia de los justos, sino que aquí se destaca el gozo de Dios y de los bienaventurados ante el pecador que se convierte. Es una clara llamada al arrepentimiento y a no dudar nunca del perdón de Dios. «Otra caída... y ¡qué caída!... ¿Desesperarte? No: humillarte y acudir, por María, tu Madre, al Amor Misericordioso de Jesús.-Un miserere' y ¡arriba ese corazón! -A comenzar de nuevo» (Camino, n. 711).

 

 

 

 

 

 

 

 

15,8

        La dracma era una moneda de plata que equivalía a un denario, esto es, aproximadamente el jornal de un obrero agrícola (cfr Mt 20,2).

 

 

 

 

 

 

 

15,11

        Estamos ante una de las parábolas más bellas de Jesús, en la que se nos enseña una vez más que Dios es un Padre bueno y comprensivo (cfr Mt 6,8; Rom 8,15; 2 Cor 1,3). El hijo que pide la parte de su herencia es figura del hombre que se aleja de Dios a causa del pecado. En esta parábola «la esencia de la misericordia divina, aunque la palabra misericordia' no se encuentre allí, es expresada de manera particularmente límpida» (Dives in misericordia, n. 5).

 

 

 

 

 

 

 

15,12-13

        «Aquel hijo, que recibe del padre la parte de patrimonio que le corresponde y abandona la casa para malgastarla en un país lejano, viviendo lujuriosamente', es en cierto sentido el hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que primeramente perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. La analogía en este punto es muy amplia. La parábola toca indirectamente toda clase de rupturas de la alianza de amor, toda pérdida de la gracia, todo pecado» (Dives in misericordia, n. 5).

 

 

 

 

 

 

 

15,14-15

        En este momento de la parábola vemos las tristes consecuencias del pecado. Con esa hambre se nos habla de la ansiedad y el vacío que siente el corazón del hombre cuando está lejos de Dios. Con la servidumbre del hijo pródigo se nos describe la esclavitud a que queda sometido quien ha pecado (cfr Rom 1,25; 6,6; Gal 5,1). Así, por el pecado, el hombre pierde la libertad de los hijos de Dios (cfr Rom 8,21; Gal 4,31; 5,13) y se somete al poder de Satanás.

 

 

 

 

 

 

 

15,17-21

El recuerdo de la casa paterna y la seguridad en el amor del padre hacen que el hijo pródigo reflexione y decida ponerse en camino. «La vida humana es, en cierto modo, un constante volver hacia la casa de nuestro Padre. Volver mediante la contrición, esa conversión del corazón que supone el deseo de cambiar, la decisión firme de mejorar nuestra vida, y que -por tanto- se manifiesta en obras de sacrificio y de entrega. Volver hacia la casa del Padre, por medio de ese sacramento del perdón en el que, al confesar nuestros pecados, nos revestimos de Cristo y nos hacemos así hermanos suyos, miembros de la familia de Dios» (Es Cristo que pasa, n. 64).

 

 

 

 

 

 

 

15,20-24

        Dios espera siempre la vuelta del pecador y quiere que se arrepienta. Cuando llega el hijo pródigo las palabras de su padre no son de reproche sino de inmensa compasión, que le lleva a abrazar a su hijo y a cubrirle de besos.

 

 

 

 

 

 

 

15,20

        «No hay lugar a dudas de que en esa analogía sencilla pero penetrante, la figura del progenitor nos revela a Dios como Padre (...). El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor que desde siempre sentía por su hijo. Tal fidelidad se expresa en la parábola no sólo con la inmediata prontitud en acogerlo cuando vuelve a casa después de haber malgastado el patrimonio; se expresa aún más plenamente con aquella alegría, con aquella celebración tan generosa para el disipador después de su vuelta, de tal manera que suscita contrariedad y envidia en el hermano mayor, quien no se había alejado nunca del padre ni había abandonado la casa.

        »La fidelidad a sí mismo por parte del padre (...) es expresada al mismo tiempo de manera singularmente impregnada de amor. Leemos, en efecto, que cuando el padre divisó de lejos al hijo pródigo que volvía a casa se compadeció; y corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos'. Está obrando ciertamente a impulsos de un profundo afecto, lo cual explica también su generosidad hacia el hijo, aquella generosidad que indignará tanto al hijo mayor» (Dives in misericordia, n. 6).

        «Ante un Dios que corre hacia nosotros, no podemos callarnos, y le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rom VIII, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos el alma de gozo (...).

        »Dios nos espera, como el padre de la parábola, extendidos los brazos, aunque no lo merezcamos. No importa nuestra deuda. Como en el caso del hijo pródigo, hace falta sólo que abramos el corazón, que tengamos añoranza del hogar de nuestro Padre, que nos maravillemos y nos alegremos ante el don que Dios nos hace de podernos llamar y de ser, a pesar de tanta falta de correspondencia por nuestra parte, verdaderamente hijos suyos» (Es Cristo que pasa, n. 64).

 

 

 

 

 

 

 

 

15,25-30

        La misericordia de Dios es tan grande que escapa a la comprensión del hombre; y éste es el caso del hijo mayor, que considera excesivo el amor del padre hacia el hijo menor; su envidia no le deja comprender las manifestaciones de amor que el padre muestra al recuperar al hijo perdido, ni compartir la alegría de la familia. «Es verdad que fue pecador.-Pero no formes sobre él ese juicio inconmovible. -Ten entrañas de piedad, y no olvides que aún puede ser un Agustín, mientras tú no pasas de mediocre» (Camino, n. 675).

        Por otra parte, hemos de considerar que si Dios tiene compasión de los pecadores, cuánto más tendrá de los que se esfuerzan por permanecer fieles. Bien lo entendía Santa Teresita de Lisieux: «iQué dulce alegría la de pensar que el Señor es justo, es decir, que cuenta con nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿Por qué, pues, temer? El buen Dios, infinitamente justo, que se dignó perdonar con tanta misericordia las culpas del hijo pródigo, ¿no será también justo conmigo que estoy siempre junto a El?» (Historia de un alma, cap. 8).

 

 

 

 

 

 

 

15,32

        «La misericordia -tal como Cristo nos la ha presentado en la parábola del hijo pródigo- tiene la forma interior del amor, que en el Nuevo Testamento se llama agapé. Tal amor es capaz de inclinarse hacia todo hijo pródigo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado. Cuando esto ocurre, el que es objeto de misericordia no se siente humillado, sino como hallado de nuevo y revalorizado'. El padre le manifiesta, particularmente, su alegría por haber sido hallado de nuevo' y por haber resucitado'. Esta alegría indica un bien inviolado: un hijo, por más que sea pródigo, no deja de ser hijo real de su padre; indica, además, un bien hallado de nuevo, que en el caso del hijo pródigo fue la vuelta a la verdad de sí mismo» (Dives in misericordia, n. 6).

 

 

 

 

 

 

 

16 1-8

        El administrador infiel se las ingenia para resolver su futura situación de indigencia. El Señor da por supuesta -era evidente- la inmoralidad de tal actuación. Resalta y alaba, sin embargo, la agudeza y empeño que demuestra este hombre para sacar provecho material de su antigua condición de administrador. Jesús quiere que en la salvación del alma y en la propagación del Reino de Dios apliquemos, al menos, la misma sagacidad y el mismo esfuerzo que ponen los hombres en sus negocios materiales o en la lucha por hacer triunfar un ideal humano. El hecho de contar con la gracia de Dios no exime en modo alguno de poner todos los medios humanos honestos que sean posibles, aunque ello suponga esfuerzo arduo y sacrificio heroico.

        «iQué afán ponen los hombres en sus asuntos terrenos!: ilusiones de honores, ambición de riquezas, preocupaciones de sensualidad. -Ellos y ellas, ricos y pobres, viejos y hombres maduros y jóvenes y aun niños: todos igual. »-Cuando tú y yo pongamos el mismo afán en los asuntos de nuestra alma tendremos una fe viva y operativa: y no habrá obstáculo que no venzamos en nuestras empresas de apostolado» (Camino, n. 317).

 

 

 

 

 

 

 

16,9-11

        Se llaman aquí «riquezas injustas» a los bienes de este mundo que han sido obtenidos por procedimientos injustos. Es tanta la misericordia divina que esa misma riqueza injusta puede ser también ocasión de virtud por medio de la restitución, del pago de daños y perjuicios y, después, excediéndose en la ayuda al prójimo, en las limosnas, en el fomento de las fuentes de trabajo, de riqueza, etc. Tal es el caso de Zaqueo, jefe de publicanos, que se compromete a restituir el cuádruplo de lo que hubiera robado y, además, a entregar la mitad de sus bienes a los necesitados. El Señor ante esa actitud declara categóricamente que la salvación entró aquel día en casa de Zaqueo (cfr Lc 19,1-10).

        Nuestro Señor habla de fidelidad en lo poco refiriéndose a las riquezas, ya que en realidad éstas son muy poca cosa comparadas con los bienes espirituales. Si el hombre es fiel, generoso y desprendido en el uso de esas riquezas caducas, recibirá al final el premio de la vida eterna, la riqueza máxima y definitiva. Por otra parte, la vida humana por su misma naturaleza es un entramado de cosas pequeñas; quien no les preste atención no podrá realizar cosas grandes. «Todo aquello en que intervenimos los pobrecitos hombres -hasta la santidad- es un tejido de pequeñas menudencias, que -según la rectitud de intención- pueden formar un tapiz espléndido de heroísmo o de bajeza, de virtudes o de pecados.

        »Las gestas relatan siempre aventuras gigantescas, pero mezcladas con detalles caseros del héroe-Ojalá tengas siempre en mucho -¡línea recta!- las cosas pequeñas» (Camino, n. 826).

        La parábola del administrador infiel es una imagen de la vida del hombre. Todo lo que tenemos es don de Dios, y nosotros somos sus administradores, que tarde o temprano habremos de rendirle cuenta.

 

 

 

 

 

 

 

16,12

        Por ajeno se entienden los bienes de este mundo, porque son pasajeros y mudables. Por vuestro se entienden los bienes del espíritu, valores imperecederos, que son radicalmente nuestros porque nos acompañarán en la vida eterna. En otras palabras: ¿cómo se nos va a dar el Cielo si no hemos sido fieles en la tierra?

 

 

 

 

 

 

 

16,13-14

        El servicio en la antigüedad llevaba consigo una dedicación tan total y absorbente al amo que no cabía compartirla con otro trabajo u otro amo.

        La tarea de nuestro servicio a Dios, de nuestra santificación, exige que encaminemos hacia El todos los actos de nuestra vida. El cristiano no tiene un tiempo para Dios y otro para los negocios de este mundo, sino que éstos deben convertirse en servicio a Dios y al prójimo por la rectitud de intención, la justicia y la caridad.

        Los fariseos se burlan de la exigencia de Jesús para justificar el apego que tenían a las riquezas; a veces también los hombres intentan ridiculizar el servicio total a Dios y el desprendimiento de los bienes materiales porque no sólo no están dispuestos a ponerlo en práctica, sino que ni siquiera conciben que otros puedan tener esa generosidad: les parece que deben existir siempre ocultos intereses.

        Véase también la nota a Mt 6,24.

 

 

 

 

 

 

 

16,15

        «Abominable»: La palabra original griega significa culto a los ídolos y, por derivación, el horror que tal culto produce en el verdadero adorador de Dios. Por eso la frase expresa la repugnancia que produce a Dios la actitud de los fariseos, que al querer ser ensalzados se ponen, como ídolos, en el lugar de Dios.

 

 

 

 

 

 

 

16,16-17

        Juan Bautista es como el punto final de la Antigua Alianza, el último profeta de los que habían ido preparando con sus oráculos la venida del Mesías. Con Jesús se inicia la nueva y definitiva etapa de la Historia de la Salvación; sin embargo, los preceptos morales de la antigua Ley siguen vigentes, llevados a su perfección por Jesucristo.

        «Cada uno se esfuerza por él»: Véase la interpretación de estas palabras en el texto paralelo de Mt 11,12.

 

 

 

 

 

 

 

16,18

        La enseñanza del Señor sobre la indisolubilidad del matrimonio es muy clara: cuando un hombre y una mujer han contraído verdadero matrimonio no pueden contraer nuevas nupcias mientras vivan los dos. Esta cuestión ha sido comentada en las notas a Mt 5,31-32 y 19,9, a las cuales remitimos al lector. Añadamos ahora solamente que el adulterio es una transgresión gravísima del orden moral natural, condenado con frecuencia y de modo expreso en la Sagrada Escritura (p. ej. Ex 20,14; Lev 20,10; Dt 5,8; 22,22; Prov 6,32; Rom 13,9; 1 Cor 6,9; Heb 13,4; etc.). El Magisterio de la Iglesia ha enseñado constantemente la misma doctrina: «Este amor ratificado por la fidelidad mutua y sobre todo sancionado por el sacramento de Cristo, es indisolublemente fiel, en cuerpo y alma, tanto en la prosperidad como en la adversidad, y, por tanto, queda excluido de él todo adulterio y divorcio» (Gaudium et spes, n. 49).

 

 

 

 

 

 

 

16,19-31

        La parábola disipa dos errores: el de los que negaban la supervivencia del alma después de la muerte y, por tanto, la retribución ultraterrena, y el de los que interpretaban la prosperidad material en esta vida como premio de la rectitud moral, y la adversidad, en cambio, como castigo. Frente a este doble error la parábola deja claras las siguientes enseñanzas: que inmediatamente después de la muerte el alma es juzgada por Dios de todos sus actos -juicio particular-, recibiendo el premio o el castigo merecidos; que la Revelación divina es, de por sí, suficiente para que los hombres crean en el más allá.

        En otro orden de cosas la parábola enseña también la dignidad de toda persona humana por el hecho de serlo, independientemente de su posición social, económica, cultural, religiosa, etc. Y el respeto a esa dignidad lleva consigo la ayuda al desvalido de bienes materiales o espirituales: «Descendiendo a consecuencias prácticas de máxima urgencia, el Concilio inculca el respeto al hombre, de forma que cada uno, sin excepción de nadie, debe considerar al prójimo como otro yo, cuidando en primer lugar de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente, no sea que imitemos a aquel rico que se despreocupé por completo del pobre Lázaro» (Gaudium et spes, n. 27).

        Otra consecuencia práctica del respeto al hombre es la correcta distribución de bienes materiales, buscando a la vez los recursos suficientes para defender la vida del hombre, incluso la del que aún no ha nacido, como exhortaba Pablo VI ante la Asamblea General de las Naciones Unidas: «En vuestra asamblea, incluso en lo que concierne al problema de la natalidad, es donde el respeto a la vida debe encontrar su más alta profesión y su más razonable defensa. Vuestra tarea es actuar de tal suerte que el pan sea lo suficientemente abundante en la mesa de la humanidad y no favorecer un control artificial de los nacimientos, que sería irrazonable, con vistas a disminuir el número de comensales en el banquete de la vida» (Discurso Naciones Unidas, 4-X-1965).

 

 

 

 

 

 

 

16,21

        La alusión a los perros no parece un detalle de alivio para el pobre Lázaro, sino más bien una intensificación de sus dolores, en contraste con los placeres del rico Epulón, porque los perros, entre los judíos, eran animales impuros y, por tanto, no se domesticaban de ordinario.

 

 

 

 

 

 

 

16,22-26

        Los bienes terrenos, como también los sufrimientos, son efímeros: se acaban con la muerte, con la que también termina el tiempo de prueba, nuestra posibilidad de pecar o de merecer; y comienza inmediatamente el gozo del premio o el sufrimiento del castigo, ganados durante la prueba de la vida. Según ha definido el Magisterio de la Iglesia, las almas de todos los que mueren en gracia de Dios, inmediatamente después de su muerte, o de la purgación los que necesitaren de ella, estarán en el Cielo: «Creemos en la vida eterna. Creemos que las almas de todos aquellos que mueren en la gracia de Cristo -tanto las que todavía deben ser purificadas por el fuego del Purgatorio como las que inmediatamente después de separarse del cuerpo, como el buen ladrón, son recibidas por Jesús en el Paraíso- constituyen el Pueblo de Dios después de la muerte, la cual será destruida totalmente el día de la Resurrección en el que estas almas se unirán con sus cuerpos» (Credo del Pueblo de Dios, n. 28).

        La expresión «seno de Abrahán» indica el lugar o estado en «que residían las almas de los santos antes de la venida de Cristo Señor Nuestro, en donde, sin sentir dolor alguno, sostenidos con la esperanza dichosa de la redención, disfrutaban de pacífica morada. A estas almas piadosas que estaban esperando al Salvador en el seno de Abrahán, liberé Cristo Nuestro Señor al bajar a los infiernos» (Catecismo Romano, 1, 6,3).

 

 

 

 

 

 

 

16,22

        «Murieron los dos, el rico y el mendigo, y fueron llevados ante Abrahán y se hizo el juicio de su conducta. Y la Escritura nos dice que Lázaro recibió consuelo y, en cambio, al rico se le dieron tormentos. ¿Es que el rico fue condenado porque tenía riquezas, porque abundaba en bienes de la tierra, porque vestía de púrpura y lino y celebraba cada día espléndidos banquetes'? No, quiero decir que no fue por esta razón. El rico fue condenado porque no ayudó al otro hombre. Porque ni siquiera cayó en la cuenta de Lázaro, de la persona que se sentaba en su portal y ansiaba las migajas de su mesa. En ningún sitio condena Cristo la mera posesión de bienes terrenos en cuanto tal. En cambio, pronuncia palabras muy duras contra los que utilizan los bienes egoístamente, sin fijarse en las necesidades de los demás (...).

        »La parábola del rico y Lázaro debe estar siempre presente en nuestra memoria; debe formarnos la conciencia. Cristo pide apertura hacia los hermanos y hermanas necesitados; apertura de parte del rico, del opulento, del que está sobrado económicamente; apertura hacia el pobre, el subdesarrollado, el desvalido. Cristo pide una apertura que es más que atención benigna, o muestras de atención o medio-esfuerzo, que dejan al pobre tan desvalido como antes o incluso más (...).

        »No podemos permanecer ociosos disfrutando de nuestras riquezas y libertad si en algún lugar el Lázaro del siglo XX está a nuestra puerta. A la luz de la parábola de Cristo, las riquezas y la libertad entrañan responsabilidades especiales. Las riquezas y la libertad crean una obligación especial. Y por ello, en nombre de la solidaridad que nos vincula a todos en una única humanidad, proclamo de nuevo la dignidad de toda persona humana; el rico y Lázaro, los dos, son seres humanos, creados los dos a imagen y semejanza de Dios, redimidos los dos por Cristo a gran precio, al precio de la preciosa Sangre de Cristo' (1 P 1,19)» (Juan Pablo II, Homilía Yankee Stadium, 2-X-1979).

 

 

 

 

 

 

 

16,24-31

        El diálogo entre el rico Epulón y Abrahán es una escenificación didáctica para grabar en los oyentes las enseñanzas de la parábola. Así, en sentido estricto, en el infierno no se puede dar compasión alguna en favor del prójimo, ya que allí sólo reina la ley del odio contra todo y contra todos. «Cuando dijo Abrahán al rico: Entre vosotros y nosotros se abre un abismo (...) , manifestó que después de la muerte y resurrección no habrá lugar a penitencia alguna. Ni los impíos se arrepentirán y entrarán en el Reino, ni los justos pecarán y bajarán al infierno. Este es un abismo infranqueable» (Afraates, Demonstratio, 20; De Sustentatione egenorum, 12). Por eso se comprenden las siguientes palabras de San Juan Crisóstomo: «Os ruego y os pido y, abrazado a vuestros pies, os suplico que, mientras gocemos de este pequeño respiro de la vida, nos arrepintamos, nos convirtamos, nos hagamos mejores, para que no nos lamentemos inútilmente como aquel rico cuando muramos y el llanto no nos traiga remedio alguno. Porque aunque tengas un padre o un hijo o un amigo o cualquier otro que tenga influencia ante Dios, sin embargo, nadie te librará, siendo como son tus propios hechos quienes te condenan» (Hom. sobre 1 Cor).

 

 

 

 

 

 

 

17,1-3

        El Señor condena el escándalo, esto es, «cualquier dicho, hecho u omisión que da ocasión a otros de cometer pecados» (Catecismo Mayor, n. 417). La enseñanza de Jesucristo es doble. Por una parte, predice que de hecho existirán escándalos. Y por otra, enseña la gravedad del escándalo por el castigo que se le aplica.

        La razón de esa gravedad estriba en que el escándalo «tiende a destruir la obra más grande de Dios, que es la Redención, con la pérdida de las almas; da la muerte al alma del prójimo quitándole la vida de la gracia, que es más preciosa que la vida del cuerpo, y es causa de una multitud de pecados. Por eso amenaza Dios a los escandalosos con los más severos castigos» (Catecismo Mayor, n. 418). Véanse notas a Mt 18,6-7; 18,8 y 18,10.

        «Andaos con cuidado»: Es una grave advertencia, que tiene un doble sentido: no escandalizar a los demás y no dejarse influir por los escándalos de los otros.

        Las personas que gozan de cualquier género de autoridad o renombre (padres, educadores, gobernantes, escritores, artistas, etc.), pueden escandalizar más fácilmente. Debemos examinar con exigencia nuestra conducta a este respecto, teniendo en cuenta la advertencia del Señor: «Andaos con cuidado».

 

 

 

 

 

 

 

17,2

        Las ruedas de molino eran redondas con un agujero grande en medio. La frase del Señor es, pues, muy expresiva. Se trataría de meter ajustadamente la cabeza por el agujero sin poderla sacar después.

 

 

 

 

 

 

 

17,3-4

        Para ser cristiano hay que perdonar de verdad y siempre. Además, hay que corregir al hermano que yerra para que cambie de conducta. Pero como la corrección fraterna debe estar llena de caridad, ha de hacerse con gran delicadeza. De otro modo humillaríamos al que ha faltado: y no debemos humillarle sino ayudarle a ser mejor.

        No se debe confundir el perdón de las ofensas -que obliga siempre- con la cesión de los derechos injustamente dañados. Se pueden exigir sin ninguna clase de odio, y a veces esos derechos se deben ejercitar por razones de caridad y de justicia. «No confundamos los derechos del cargo con los de la persona. -Aquellos no pueden ser renunciados» (Camino, n. 407).

        Un perdón sincero tiende a olvidar la ofensa y a ofrecer señales de amistad, que facilitan el arrepentimiento del ofensor.

        La vocación cristiana es una llamada a la santidad que Dios hace a cada uno. Pero al mismo tiempo es una exigencia esencial de esa misma vocación el preocuparse apostólicamente por el bien espiritual de los demás; de tal modo que el cristianismo no se puede vivir de una forma aislada y egoísta. Así, «si alguno de vosotros se desviara de la verdad y otro le convirtiera, debe saber que quien convierte a un pecador de su mal camino salvará su propia alma de la muerte y cubrirá sus muchos pecados» (Iac 5,20).

 

 

 

 

 

 

 

17,5

        «Auméntanos la fe»: Cada uno de nosotros debería repetir esta súplica de los apóstoles como una jaculatoria. « Omnia possibilia sunt credenti'-Todo es posible para el que cree.-Son palabras de Cristo.

        »¿Qué haces, que no le dices con los apóstoles: adauge nobis fidem!'- ¡auméntame la fe!?» (Camino, n. 588).

 

 

 

 

 

17,6

        «No soy milagrero'. -Te dije que me sobran milagros en el Santo Evangelio para asegurar fuertemente mi fe.-Pero me dan pena esos cristianos -incluso piadosos, iapostólicos!'- que se sonríen cuando oyen hablar de caminos extraordinarios, de sucesos sobrenaturales. -Siento deseos de decirles: sí, ahora hay también milagros: ¡nosotros los haríamos si tuviéramos fe!» (Camino, n. 583).

 

 

 

 

 

 

 

17,7-10

        Jesús no aprueba ese trato abusivo y arbitrario del amo, sino que se sirve de una realidad muy cotidiana para las gentes que le escuchaban, e ilustra así cuál debe ser la- disposición de la criatura ante su Creador: desde nuestra propia existencia hasta la bienaventuranza eterna que se nos promete, todo procede de Dios como un inmenso regalo. De ahí que el hombre siempre esté en deuda con el Señor, y por más que haga en su servicio no pasan sus acciones de ser una pobre correspondencia a los dones divinos. El orgullo ante Dios no tiene sentido en una criatura. Lo que aquí nos inculca Jesús lo vemos hecho realidad en la Virgen María, que respondió ante el anuncio divino: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38).

 

 

 

 

 

 

 

17,11-19

        El lugar donde se desarrolla la escena explica que anduviera un samaritano junto con unos judíos. Había una antipatía mutua entre ambos pueblos (cfr Jn 4,9), pero el dolor unía a aquellos leprosos por encima de los resentimientos de raza.

        Según estaba mandado en la Ley de Moisés, los leprosos, precisamente para evitar el contagio, debían vivir lejos del trato con la gente, y dar muestras visibles de su enfermedad (cfr Lev 13,45-46). Esto explica que no se acerquen a Jesús y a quienes le acompañaban, sino que desde lejos expusieran la petición a gritos. El Señor, antes de curarles, les manda que vayan a los sacerdotes para que certifiquen su curación (cfr Lev 14,2 ss.) y cumplan los ritos establecidos. La obediencia de los leprosos al mandato de ir a los sacerdotes supone una prueba de fe en las palabras de Jesús. Efectivamente, al poco de ponerse en marcha quedan limpios.

        Sin embargo sólo uno de ellos, el samaritano que vuelve alabando y agradeciendo el milagro, recibe un don aún mayor que la curación de la lepra. Jesús, en efecto, le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19), y alaba las manifestaciones de agradecimiento de este hombre. El Evangelio nos ha conservado la escena para enseñanza nuestra. «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de gracias, muchas veces al día.-Porque te da esto y lo otro.-Porque te han despreciado.-Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes.

        »Porque hizo tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya-Porque creó el Sol y la Luna y aquel animal y aquella otra planta-Porque hizo a aquel hombre elocuente y a ti te hizo premioso...

        »Dale gracias por todo, porque todo es bueno» (Camino, n. 268).

 

 

 

 

 

 

 

17,20-21

        Los fariseos, como otros muchos judíos de aquella época, se imaginaban el establecimiento del Reino de Dios como un poder visible, externo, político. Jesús, en cambio, enseña que es un poder eminentemente espiritual, sobrenatural, que desde su venida ya está operando -aunque su culminación será después de su segunda venida o Parusía al fin de los tiempos-, sobre todo en el interior de los hombres, aunque también sea visible y externo -como es visible la Iglesia-.

        La presencia del Reino de Dios en cada alma se percibe a través de los afectos e inspiraciones que el Espíritu Santo comunica. Santa Teresita explica así su propia experiencia: «El Doctor de los doctores enseña sin grandes discursos. Nunca le oí hablar, pero sé que está en mí. En todos los instantes me guía y me inspira; pero precisamente en el momento oportuno es cuando descubro claridades desconocidas hasta entonces. Regularmente no brillan a mis ojos en las horas de oración, sino en medio de las ocupaciones del día» (Historia de un alma, cap. 8).

 

 

 

 

 

 

 

17,22

        Después de que los Apóstoles reciban el Espíritu Santo el Día de Pentecostés, consagrarán su vida entera a predicar con valentía y audacia el mensaje de Jesucristo, y a ganar a todos los hombres para el Señor. Esto les acarreará muchas y graves contradicciones, y sufrirán tanto que anhelarán ver «uno solo de los días del Hijo del Hombre», es decir, uno de los días del triunfo de Jesucristo. Pero este triunfo glorioso no llegará hasta la segunda venida del Señor (cfr Mt 24,1-41).

 

 

 

 

 

 

 

17,23-36

        Estas palabras del Señor constituyen una profecía acerca de la última venida del Hijo del Hombre. Hay que tener en cuenta que en la profecía se interponen a menudo diversos planos de sucesos, se suelen utilizar gran cantidad de símbolos y modos de hablar, de manera que el claroscuro que presentan hace que podamos vislumbrar los acontecimientos futuros, aunque los detalles concretos sólo quedarán claros a medida que vayan acaeciendo. La última venida del Señor será repentina, inesperada; muchos hombres estarán desprevenidos. Jesús ilustra esta verdad con ejemplos de la Historia Sagrada: como en los días de Noé (cfr Gen 6,9-9,17) y como en los de Lot (cfr Gen 18,16-19,27), el juicio divino sobre los hombres vendrá de repente.

        De todas formas conviene recordar que cada uno se presentará ante el Juez divino inmediatamente después de la muerte, en el juicio particular. De este modo la enseñanza de Jesús tiene también una urgencia de presente: ya ahora debe el discípulo vigilar su propia conducta, puesto que el Señor puede llamarle a rendir cuentas cuando menos se lo espere.

 

 

 

 

 

 

 

 

17,33

        «La conservará viva»: En realidad el verbo griego correspondiente traducido al pie de la letra sería «la engendrará», es decir, «dará al alma la verdadera vida». Según esto, el sentido de las palabras del Señor parece ser el siguiente: el que quiera conservar a todo trance esta vida terrena, haciendo de ella el valor fundamental, perderá la vida eterna; por el contrario, el que esté dispuesto a perder esta vida de la tierra, es decir, a resistir hasta la muerte a los enemigos de Dios y del alma, en esa lucha ganará la eterna felicidad. Las palabras de este versículo, aunque distintas en la letra, son casi idénticas en su contenido a las de Lc 9,24.

 

 

 

 

 

 

 

 

17,36

        Este versículo según la Vulgata dice así: «una assumetur, et altera relinquetur. Duo in agro; unus assumetur, et alter relinquetur» («una será tomada y la otra dejada. Estarán dos en el campo: uno será tomado y el otro dejado»). Estas palabras parecen añadidas en parte al texto de Lucas, tomadas de Mt 24,40: faltan, en efecto, en los mejores códices griegos. Por esta razón la Neovulgata los omite.

 

 

 

 

 

 

 

17,37

        «¿Dónde, Señor?»: Los fariseos habían preguntado a Jesús cuándo llegaría el Reino de Dios (v. 20). Ahora los discípulos, tras las explicaciones del Maestro, le preguntan ¿dónde?; ante esta interrogación, fruto de la curiosidad natural, Jesús responde con una frase que tiene todo el sabor de un proverbio y que nos indica, precisamente por su sentido enigmático, que no quiso responder con claridad a lo que le preguntaban. Así, pues, el breve discurso del Señor sobre la venida del Reino de Dios y de Cristo se abre y se cierra con preguntas superficiales de los oyentes, pero que dan pie al Señor para exponer una doctrina que será entendida después.

        «Dondequiera que esté el cuerpo, allí se reunirán las águilas»: El texto griego emplea un vocablo que indica indistintamente águila o buitre. En cualquier caso esta frase proverbial indica la rapidez con que las aves de rapiña se dirigen a su presa. Aquí parece referirse al modo en que tendrá lugar la segunda venida del Hijo de Dios y el juicio que le acompañará: de manera repentina e imprevista, sin concretar más. La Sagrada Escritura, en otros lugares, recoge la misma idea: «Acerca del tiempo y de las circunstancias, hermanos, no necesitáis que os escriba, porque vosotros mismos sabéis muy bien que el día del Señor vendrá como un ladrón en la noche» (1 Tes 5,1-2). Una vez más, Jesús exhorta a la vigilancia: no descuidemos lo más importante de nuestra vida, la salvación eterna. «Todo eso, que te preocupa de momento, importa más o menos. - Lo que importa absolutamente es que seas feliz, que te salves» (Camino, n. 297).

        Por lo demás, la curiosidad de los fariseos y de los discípulos sobre el cuándo, dónde, etc., que les distraía de lo principal de la enseñanza de Jesús, la padecemos nosotros también con frecuencia ante acontecimientos tan importantes como la muerte: cuántas veces se nos va el tiempo en ponderar las circunstancias de la muerte de nuestros conocidos, y desatendemos el aviso que es el acabarse esta vida -del modo que sea- y encontrarse con Dios.

 

 

 

 

 

 

 

18,1-8

        La parábola del juez injusto es una enseñanza muy expresiva acerca de la eficacia de la oración perseverante y firme. A su vez constituye la conclusión de la doctrina sobre la vigilancia, expuesta en los versículos anteriores (17,23-26). El hecho de comparar al Señor con una persona como ésta, pone de relieve el contraste entre ambos: si hasta un juez injusto termina por hacer justicia a aquel que insiste con perseverancia, cuánto más Dios, infinitamente justo y Padre nuestro, escuchará las oraciones perseverantes de sus hijos. Dios, en efecto, hará justicia a sus elegidos que claman a El sin cesar.

 

 

 

 

 

 

 

18,1

         «Es preciso orar en todo tiempo y no desfallecer. ¿Por qué debemos orar? 

        1) Debemos orar, lo primero de todo, porque somos creyentes. En efecto, la oración es el reconocimiento de nuestros límites y de nuestra dependencia: venimos de Dios, somos de Dios y retornamos a Dios. Por lo tanto, no podemos menos de abandonarnos en El, nuestro Creador y Señor, con plena y total confianza (...). La oración es, ante todo, un acto de inteligencia, un sentimiento de humildad y de reconocimiento, una actitud de confianza y de abandono en Aquel que nos ha dado la vida por amor. La oración es un diálogo misterioso, pero real, con Dios, un diálogo de confianza y de amor.

        »2) Pero nosotros somos cristianos, y por esto debemos orar como cristianos. Efectivamente, la oración para el cristiano adquiere una característica particular que cambia totalmente su naturaleza íntima y su valor íntimo. El cristiano es discípulo de Jesús; es el que cree verdaderamente que Jesús es el Verbo encarnado; el Hijo de Dios venido entre nosotros a esta tierra.

        »Como hombre, la vida de Jesús ha sido una oración continua, un acto continuo de adoración y de amor al Padre, y porque la expresión máxima de la oración es el sacrificio, la cumbre de la oración de Jesús es el sacrificio de la cruz, anticipado con la Eucaristía en la última Cena y transmitido a todos los siglos con la Santa Misa.

        »Por esto el cristiano sabe que su oración es Jesús; toda oración suya parte de Jesús; es El quien ora en nosotros, con nosotros y por nosotros. Todos los que creen en Dios, oran; pero el cristiano ora en Jesucristo: ¡Cristo es nuestra oración! (...).

        »3) Finalmente, debemos orar también porque somos frágiles y culpables. Es preciso reconocer humilde y realmente que somos pobres criaturas, con ideas confusas (...), frágiles y débiles, con necesidad continua de fuerza interior y de consuelo. La oración da fuerza para los grandes ideales, para mantener la fe, la caridad, la pureza, la generosidad; la oración da ánimo para salir de la indiferencia y de la culpa, si por desgracia se ha cedido a la tentación y a la debilidad; la oración da luz para ver y juzgar los sucesos de la propia vida y de la misma historia en la perspectiva salvífica de Dios y de la eternidad. Por esto, ¡no dejéis de orar! ¡No pase un día sin que hayáis orado un poco! ¡La oración es un deber, pero también es una gran alegría, porque es un diálogo con Dios por medio de Jesucristo! ¡Cada domingo la Santa Misa y, si os es posible, alguna vez también durante la semana; cada día las oraciones de la mañana y de la noche y en los momentos más oportunos!» (Juan Pablo II, Audiencia con los jóvenes, 14-111-1979).

 

 

 

 

 

 

 

 

18,8

        La enseñanza de Jesús sobre la perseverancia en la oración se une con la severa advertencia de que es preciso mantenerse fieles en la fe; fe y oración van íntimamente unidas: «Creamos para orar -comenta San Agustín-; y para que no desfallezca la fe con que oramos, oremos. La fe hace brotar la oración, y la oración, en cuanto brota, alcanza la firmeza de la fe» (Sermo 115).

        El Señor ha anunciado su asistencia a la Iglesia para que pueda cumplir indefectiblemente su misión hasta el fin de los tiempos (cfr Mt 28,20); la Iglesia, por tanto, no puede desviarse de la verdadera fe. Pero no todos los hombres perseverarán fieles sino que algunos se apartarán voluntariamente de la fe. Es el gran misterio que San Pablo llama de iniquidad y apostasía (2 Tes 2,3), y que el mismo Jesucristo anuncia en otros lugares (cfr Mt 24,12-13). De este modo nos previene el Señor para que, aunque a nuestro alrededor haya quienes desfallezcan, nos mantengamos vigilantes y perseverando en la fe y en la oración.

 

 

 

 

 

 

 

18,9-14

        El Señor completa su enseñanza sobre la oración; además de ser perseverante y llena de fe, la oración debe brotar de un corazón humilde y arrepentido de sus pecados: Cor contritum et humiliatum, Deus, non despicies (Ps 51,19), el Señor, que nunca desprecia un corazón contrito y humillado, resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (cfr 1 Pet 5,5; Jac 4,6).

        La parábola presenta dos tipos humanos contrapuestos: el fariseo, meticuloso en el cumplimiento externo de la Ley; y el publicano, por el contrario, considerado pecador público (cfr Lc 19,7). La oración del fariseo no es grata a Dios debido a su orgullo, que le lleva a fijarse en sí mismo y a despreciar a los demás. Comienza dando gracias a Dios, pero es obvio que no se trata de verdadera acción de gracias, puesto que se jacta de lo bueno que ha hecho, y no es capaz de reconocer sus pecados; como se cree ya justo, no tiene necesidad, según él, de ser perdonado; y, efectivamente, en sus pecados permanece; a él se aplica también lo que dijo el Señor en otra ocasión a un grupo de fariseos: «Si fuerais ciegos no tendríais pecado, pero ahora decís: Vemos; por eso vuestro pecado permanece» (Jn 9,41). El fariseo bajó del Templo, pues, con sus propios pecados.

        Por el contrario, el publicano reconoce su indignidad y se arrepiente sinceramente: éstas son las disposiciones necesarias para ser perdonado por Dios. La jaculatoria del publicano, que expresa tales sentimientos, alcanza el perdón divino: «Con razón -explica San Francisco de Sales- algunos han dicho que la oración justifica, porque la oración contrita o la contrición orante eleva el alma a Dios, la une a su bondad y obtiene su perdón en virtud del amor divino que le comunica este santo movimiento. Por consiguiente, debemos sentirnos fuertes con tales jaculatorias, hechas con actos de amoroso dolor y con deseos de divina reconciliación a fin de que, por medio de ellas, expresando delante del Salvador nuestras angustias (Ps 142,2), confiemos el alma a su Corazón misericordioso que la recibirá con piedad» (Tratado del amor de Dios, lib. 2, cap. 20).

 

 

 

 

 

 

 

18,15

        El adverbio «también» hace suponer que en aquella ocasión las madres le presentaban sus niños pequeños, al mismo tiempo que otros le llevaban los enfermos.

        «Para que los tocara»: A la vista de las curaciones de los enfermos, es muy comprensible que los familiares le acercaran a los niños para asegurar la buena salud de ellos por el contacto con Jesús; de una manera semejante pensaba la hemorroísa al tocar el manto del Señor (cfr Mt 9,20-22). En el texto paralelo de San Mateo se especifica un poco más: «Le presentaron unos niños para que les impusiera las manos y orase» (Mt 19,13), es decir, para que los bendijera.

 

 

 

 

 

 

 

18,15-17

        El episodio de Jesús y los niños viene a corroborar la doctrina sobre la humildad, expuesta en la parábola del fariseo y del publicano. <¿Por qué dice, pues, que los niños son aptos para el Reino de los Cielos? Quizás porque de ordinario no tienen malicia, ni saben engañar, ni se atreven a vengarse; desconocen la lujuria, no apetecen las riquezas y desconocen la ambición. Pero la virtud de todo esto no consiste en el desconocimiento del mal, sino en su repulsa; no consiste en la imposibilidad de pecar, sino en no consentir en el pecado. Por tanto, el Señor no se refiere a la niñez como tal, sino a la inocencia que tienen los niños en su sencillez» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

        Recibir el Reino de Dios como niños, hacerse niños ante Dios es «renunciar a la soberbia, a la autosuficiencia; reconocer que nosotros solos nada podemos, porque necesitamos de la gracia, del poder de nuestro Padre Dios para aprender a caminar y para perseverar en el camino. Ser pequeños exige abandonarse como se abandonan los niños, creer como creen los niños, pedir como piden los niños» (Es Cristo que pasa, n. 143).

 

 

 

 

 

 

 

18,18-27

        Triste es la historia de este hombre, joven según detalla Mt 19,20, que cambia su vocación de apóstol por los bienes materiales. También hoy, ante el Señor que llama a una entrega total, podemos responder que no y preferir nuestro dinero, nuestra honra, nuestra comodidad, nuestro prestigio profesional, en una palabra, nuestro egoísmo.

        «Me dices, de ese amigo tuyo, que frecuenta sacramentos, que es de vida limpia y buen estudiante.-Pero que no encaja': si le hablas de sacrificio y apostolado se entristece y se te va.

        »No te preocupe.-No es un fracaso de tu celo: es, a la letra, la escena que narra el Evangelista: si quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes, y dáselo a los pobres' (sacrificio)... y ven después y sígueme' (apostolado).

        »El adolescente abiit tristis' -se retiró también entristecido: no quiso corresponder a la gracia» (Camino, n. 807).

 

 

 

 

 

 

 

 

18,22

        La frase «ven y sígueme» es mucho mas expresiva en el texto original. Quizás más exactamente podría traducirse: «Y, ¡hala! ¡sígueme!». Con ello Jesús le hizo no una suave invitación, sino una llamada imperiosa a su seguimiento inmediato.

 

 

 

 

 

 

 

18,24-26

        La imagen del camello y de la aguja es una hipérbole que describe la enorme dificultad de que un rico no desprendido de sus riquezas entre en el Reino de los Cielos.

        «Los bienes de la tierra no son malos; se pervierten cuando el hombre los erige en ídolos y, ante esos ídolos, se postra; se ennoblecen cuando los convertimos en instrumentos para el bien, en una tarea cristiana de justicia y de caridad. No podemos ir detrás de los bienes económicos, como quien va en busca de un tesoro; nuestro tesoro (...) es Cristo y en El se han de centrar todos nuestros amores porque donde está nuestro tesoro allí estará también nuestro corazón (Mt VI, 21)» (Es Cristo que pasa, n. 35).

 

 

 

 

 

 

 

18,27

    El cristiano debe ser audaz en los caminos de su propia santificación y del apostolado. No ha de considerar sus propias fuerzas sino el poder infinito de Dios.

 

 

 

 

 

 

 

18,28-30

        Jesús responde plenamente a la inquietud de Pedro y de los demás discípulos. Las palabras de Cristo dan seguridad a quienes, después de haber entregado todo al Señor, pueden sentir en algún momento la nostalgia de lo que dejaron. La promesa de Jesús rebasa con creces lo que el mundo puede dar. El Señor nos quiere felices también en esta vida: quienes le siguen con generosidad obtienen, ya aquí en la tierra, un gozo y una paz que superan con mucho las alegrías y consuelos humanos. A este gozo y paz, que son también un anticipo de la felicidad del Cielo, hay que añadir aún la bienaventuranza eterna. Comentando este pasaje se dice en Camino (n. 670): «iA ver si encuentras, en la tierra, quien pague con tanta generosidad!».

        Sobre la naturaleza de este premio prometido ver también Mc 10,28-30 y la nota correspondiente.

 

 

 

 

 

 

18,31-34

        Las palabras de Jesús resultaban incomprensibles a los Apóstoles por la idea demasiado humana que tenían del Mesías, y se resistían a aceptar que Jesús había de ser entregado a la muerte. Cuando más tarde recibieron el Espíritu Santo comprendieron claramente que «Dios cumplió así lo que había anunciado de antemano por boca de todos los profetas: que su Cristo padecería» (Hch 3,18). Así pues, «el dolor entra en los planes de Dios. Esa es la realidad, aunque nos cueste entenderla» (Es Cristo que pasa, n. 168). Debemos frecuentar el trato con el Espíritu Santo para que nos haga comprender el sentido del dolor y su alcance corredentor. Además, debemos pedirle que nos haga comprender que sólo cuando nos decidamos a colocar la Cruz en el centro de nuestra vida vendrán la paz y la alegría verdaderas a nuestra alma. Cfr nota a Lc 14,27.

        Señala San Juan Crisóstomo que la Pasión de Cristo «había sido anunciada por Isaías cuando dijo: He ofrecido mis espaldas a los azotes, mis mejillas a las bofetadas y no he apartado mi cara de los salivazos' (Is 50,6), y aun el mismo profeta predijo el suplicio de la Cruz con estas palabras: Entregó su vida a la muerte, y fue considerado entre los inicuos' (Is 53,12). Y por eso añade el texto: Y después de azotarlo, lo matarán'; pero David también había anunciado su resurrección cuando dijo: No dejarás mi alma en el abismo' (Ps 16,10). En cumplimiento de ello añade el Señor: Y al tercer día resucitará'» (Hom. sobre S. Mateo, 66).

 

 

 

 

 

 

 

18,35-43

        El ciego de Jericó aprovecha sin demora la ocasión del paso de Jesús. No se pueden desperdiciar las gracias del Señor porque no sabemos si las volverá a conceder. San Agustín formuló lapidariamente la urgencia de corresponder al don divino, al paso de Cristo, con la conocida frase: Timeo Jesum praetereuntem et non redeuntem, «temo que Jesús pase y no vuelva». Porque Jesús, alguna vez al menos, pasa por la vida de todos los hombres.

        El ciego de Jericó confiesa a gritos que Jesús es el Mesías -le da el título mesiánico de Hijo de David-, y le pide lo que necesita: ver. Su fe es activa: grita, insiste, a pesar de los obstáculos de la gente. Y logra que Jesús le oiga y le llame. Dios ha querido que en el santo Evangelio haya quedado constancia del episodio de este hombre, ejemplo de cómo debe ser nuestra fe y nuestra petición: firme, sin dilaciones, constante, por encima de los obstáculos, hasta conseguir llegar al corazón de Jesucristo.

        «Señor, que vea»: Esta jaculatoria sencilla debe aflorar continuamente a nuestros labios, salida de lo más hondo del corazón. Es muy útil repetirla en momentos de duda, de vacilación, cuando no entendemos los planes de Dios, cuando se ensombrece el horizonte de la entrega. Incluso es válida para quienes buscan a Dios sinceramente, sin que todavía tengan el don inapreciable de la fe. Cfr también nota a Mc 10,46-52.

 

 

 

 

 

 

 

19,1-10

        Jesucristo es el Salvador de los hombres; ha curado a muchos enfermos, ha resucitado a muertos, pero sobre todo ha traído el perdón de los pecados y el don de la gracia a los que se le acercan con fe. Como antes en el caso de la pecadora (cfr Lc 7,36-50), ahora Jesús trae la salvación a Zaqueo, puesto que la misión del Hijo del Hombre es salvar lo que estaba perdido.

        Zaqueo pertenecía al oficio de los publicanos, odiados por el pueblo porque eran colaboradores del poder romano y abusaban frecuentemente en la recaudación de impuestos (cfr nota a Mt 5,46). El Evangelio deja entrever que también este hombre podía tener de qué arrepentirse (cfr vv. 7-10). Lo cierto es que quiere ver al Señor, sin duda movido por la gracia, y para ello pone todos los medios a su alcance. Jesús premia este esfuerzo de Zaqueo, hospedándose en su casa. Conmovido por la presencia del Señor inicia una vida nueva.

        Quienes ven esta escena murmuran contra Jesús porque trata afectuosamente a un hombre a quien ellos estiman pecador. El Señor, en vez de excusarse, manifiesta claramente que ha venido precisamente a eso: a buscar a los pecadores. Este episodio hace realidad la parábola de la oveja perdida (cfr Lc 15,4-7), cuya enseñanza ya estaba profetizada en Ezequiel: «Buscaré la oveja perdida, tornaré a la descarriada, curaré a la herida y sanaré a la enferma» (34,16).

 

 

 

 

 

 

 

19,4

        El sicómoro es un árbol semejante al moral, pero de más altura y de tronco más grueso. Zaqueo quiere ver a Jesús. Para conseguirlo no tiene reparo en mezclarse con la muchedumbre. Como el ciego de Jericó salta por encima de los respetos humanos. Así ha de ser nuestra búsqueda de Dios: ni falsa vergüenza ni miedo al ridículo deben impedir que pongamos los medios para encontrar al Señor. «Convéncete de que el ridículo no existe para quien hace lo mejor» (Camino, n. 392).

 

 

 

 

 

 

 

 

19,5-6

        Estamos ante una clara manifestación de cómo actúa Dios para salvar a los hombres. Jesús llama individualmente, por su nombre, a Zaqueo pidiéndole que lo reciba en su casa. El Evangelio subraya que lo recibió prontamente y con alegría. Así debemos responder nosotros a las llamadas que Dios nos hace a través de su gracia.

 

 

 

 

 

 

 

19,8

        Zaqueo, en su inmediata correspondencia a la gracia, manifiesta el propósito de devolver el cuádruplo de lo que injustamente podría haber defraudado. Con esto va más allá de lo que ordena la Ley de Moisés (cfr Ex 21,37 s.). Además, en una generosa compensación, entrega a los pobres la mitad de sus bienes. «Aprendan los ricos -comenta San Ambrosio- que no consiste el mal en tener riquezas, sino en no usar bien de ellas; porque así como las riquezas son un impedimento para los malos, son también un medio de virtud para los buenos» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in ¡oc.). Cfr nota a Lc 16,9-11.

 

 

 

 

 

 

19,10

        Este deseo ardiente de Jesús por buscar un pecador para salvarlo nos ha de llenar de la esperanza de alcanzar la salvación eterna: «Elige a un jefe de publicanos: ¿quién desesperará de sí mismo cuando éste alcanza la gracia?» (Expositio Evangelii sec. Lucam, ¡n loc.).

 

 

 

 

 

 

 

 

19,11

        Los discípulos tenían una idea equivocada acerca del Reino de Cristo: pensaban que era inminente y de carácter temporal, y que Jesús, venciendo el poder opresor de Roma, lo instauraría pronto para entrar triunfalmente en la santa ciudad de Jerusalén; ellos esperaban que cuando llegase aquel momento tendrían un puesto de privilegio en el Reino. La opinión de los Apóstoles es una tentación de siempre para los cristianos que no entienden con claridad el carácter trascendente, sobrenatural, del Reino de Dios en este mundo, es decir, de la Iglesia, que «sólo pretende una cosa: el advenimiento del Reino de Dios y la salvación de toda la humanidad» (Gaudium et spes, n. 45).

        El Señor nos enseña con la parábola de las minas que, aunque ya ha comenzado su reinado, la manifestación plena y total del mismo tardará en llegar. En el tiempo que queda es preciso trabajar con los medios que el Señor nos ofrece y con las gracias que nos da para merecer la recompensa.

 

 

 

 

 

 

 

 

19,13

        La mina no era moneda acuñada, pero sí una unidad contable; su valor equivalía a 35 gramos de oro. Esta parábola de las minas es semejante a la de los talentos, que relata San Mateo (cfr 25,14-30).

 

 

 

 

 

 

 

 

19,14

        La última parte de este versículo, aunque está en un contexto muy concreto, refleja la actitud de muchas personas que no quieren aceptar el suave yugo del Señor, y le rechazan como Rey. «En la tierra hay millones de hombres que se encaran así con Jesucristo o, mejor dicho, con la sombra de Jesucristo, porque a Cristo no lo conocen, ni han visto la belleza de su rostro, ni saben la maravilla de su doctrina.

        »Ante ese triste espectáculo, me siento inclinado a desagraviar al Señor. Al escuchar ese clamor que no cesa y que, más que de voces, está hecho de obras poco nobles, experimento la necesidad de gritar alto: oportet illum regnare!, conviene que El reine (1 Cor XV, 25)» (Es Cristo que pasa, n. 179).

 

 

 

 

 

 

19,17

        Dios cuenta con nuestra fidelidad en las cosas pequeñas y su recompensa será mayor cuanto mayor sea nuestro esfuerzo: «Porque fuiste in pauca fidelis' -fiel en lo poco-, entra en el gozo de tu Señor.-Son palabras de Cristo.-in pauca fidelis!...' -¿Desdeñarás ahora las cosas pequeñas si se promete la gloria a quienes las guardan?» (Camino, n. 819).

 

 

 

 

 

 

 

 

19,24-26

        Dios exige de nosotros un serio empeño para hacer fructificar los dones que hemos recibido, y al mismo tiempo recompensa espléndidamente a quienes corresponden a su gracia. El rey de la parábola se muestra generoso con los siervos que supieron multiplicar las minas y es magnánimo en el premio. En cambio actúa con toda severidad con el siervo perezoso; éste también había recibido un don de su señor; no lo había dilapidado sino que lo había guardado cuidadosamente, y este modo de proceder indigna a su rey; el siervo no ha cumplido el mandato que se le había dado juntamente con la mina: «Negociad hasta mi vuelta» (v. 13). Si sabemos apreciar los tesoros que el Señor nos ha dado -la vida, el don de la fe, la gracia-, pondremos un gran empeño en hacerlos fructificar: en el cumplimiento de nuestros deberes, en nuestro trabajo y en nuestro apostolado. «Que tu vida no sea una vida estéril.-Sé útil.-Deja poso.-Ilumina, con la luminaria de tu fe y de tu amor.

        »Borra, con tu vida de apóstol, la señal viscosa y sucia que dejaron los sembradores impuros del odio. -Y enciende todos los caminos de la tierra con el fuego de Cristo que llevas en el corazón» (Camino, n. 1).

 

 

 

 

 

 

 

19,28

        De ordinario en los Evangelios, cuando se habla de ir a la Ciudad Santa se dice que se sube hacia Jerusalén (cfr Mt 20,18; Jn 7,8). Esto se debe a que geográficamente la ciudad está sobre el monte Sión. Por otra parte, al ser el Templo el centro político y religioso, subir a Jerusalén tenía un sentido sagrado de ascenso al lugar santo, donde se ofrecían sacrificios y ofrendas a Dios.

        De modo peculiar en el Evangelio de San Lucas se ve cómo toda la vida de Nuestro Señor es un continuo caminar y subir hacia Jerusalén, donde se consuma su entrega al sacrificio redentor de la Cruz. En este momento Jesucristo sube hacia Jerusalén, consciente de que se acerca el momento de su Pasión y Muerte.

 

 

 

 

 

 

 

19,30-35

        Jesús utiliza un borrico para su entrada en Jerusalén; cumple así un oráculo profético: «Alégrate con alegría grande, hija de Sión. Salta de júbilo, hija de Jerusalén. Mira que viene a ti tu rey, justo y salvador, montado en un asno, en un pollino hijo de asna» (Zach 9,9).

        El pueblo y sobre todo los fariseos conocían bien esta profecía. Por eso este acto, dentro de su sencillez, reviste una solemnidad que conmueve a los asistentes: enardece al pueblo e irrita a los fariseos. El Señor, al dar cumplimiento a la profecía, se presenta ante todos como el Mesías profetizado en el Antiguo Testamento.

 

 

 

 

 

 

 

19,38

        Cristo es saludado con las palabras proféticas para la entronización del Mesías, escritas en el Salmo 118,26: «iBendito el que viene en el nombre del Señor!». Pero además es aclamado como Rey por el pueblo. Es la hora de la gran manifestación mesiánica. Los fariseos se indignan. En medio del júbilo se oye esta exclamación: «Paz en el Cielo y gloria en las alturas», como un eco del anuncio del ángel a los pastores en la noche de Navidad (cfr Lc 2,14).

 

 

 

 

 

 

 

19,40

        A los reproches de los fariseos, escandalizados por las aclamaciones del pueblo, el Señor responde con una frase de estilo proverbial: es tan evidente su dignidad mesiánica que si los hombres no la reconocieran sería proclamada por la naturaleza misma. De hecho, cuando por miedo callan sus conocidos en el Calvario tembló la tierra y se partieron las piedras (Cfr Mt 27,51), estremecidas por su muerte. El Señor, que en otras circunstancias había impuesto silencio a quienes le querían aclamar como Rey y Mesías, ahora cambia de actitud: ha llegado el momento de la manifestación pública de su dignidad y de su misión.

 

 

 

 

 

 

 

19,41-44

        Cuando la comitiva llega a un lugar desde donde se domina la ciudad, su alegría se ve turbada por el inesperado llanto de Jesús. El Señor explica la razón de su dolor al profetizar la destrucción de la Ciudad Santa a la que tanto quería: no quedará piedra sobre piedra y sus moradores serán aplastados, profecía que se cumplió el año 70, cuando Tito arrasó la ciudad y destruyó el Templo.

        En el desarrollo de los acontecimientos históricos se cumple un castigo: Jerusalén no ha conocido la visita que se le ha hecho, es decir, ha permanecido insensible ante la venida salvadora del Redentor. Jesús tuvo para los judíos un amor de predilección: fueron los primeros en recibir la predicación del Evangelio (cfr Mt 10,5-6); a ellos dedicó el Señor su ministerio (cfr Mt 15,24). Había mostrado con su palabra y sus milagros que era el Hijo de Dios y el Mesías anunciado en las Escrituras. Sin embargo, los judíos despreciaron la gracia que el Señor venía a traerles: los dirigentes de la nación judía arrastraron al pueblo hasta pedir la crucifixión.

        Jesús nos visita a cada uno de nosotros, viene como nuestro Salvador, nos enseña por medio de la predicación de la Iglesia, nos da su perdón y su gracia en los Sacramentos. No debemos rechazar al Señor, no debemos permanecer insensibles a su visita.

 

 

 

 

 

 

19,45-48

        La indignación de Jesús manifiesta su celo por la gloria del Padre, que debe reconocerse ahora en el respeto al Templo. De modo enérgico echa en cara a los vendedores el ejercicio de unas funciones ajenas al culto divino (cfr Mt 21,12; Mc 11,15). Los mismos sacerdotes permitían semejantes abusos, que también reportaban beneficios para ellos al cobrar unas tasas. Los vendedores realizaban unas funciones necesarias para el culto divino, pero las habían viciado por su afán de lucro, convirtiendo el Templo en un mercado.

        «Mi casa será casa de oración»: Con este texto de Isaías (56,7; cfr Ier 7,11) Jesús subraya la finalidad del Templo. El gesto del Señor enseña el respeto que merecía el Templo de Jerusalén. Cuánta mayor veneración merecen nuestros templos, donde Jesús mismo está realmente presente en la Sagrada Eucaristía (cfr notas a Mt 21,12-13 y Mc 11,15-18).

 

 

 

 

 

 

 

20,1-40

        El ministerio público de Jesús está llegando a su fin. Desde Jericó ha subido a Jerusalén en su último viaje. Ya no saldrá de la Ciudad Santa y sus alrededores hasta su muerte. Ha hecho su entrada como Mesías en el Templo y lo ha purificado. Y con la potestad de Mesías, predica ahora en los atrios del Templo. El Evangelista narra en este capítulo una serie de disputas originadas por fariseos y saduceos: sobre la potestad de Jesús (1-8), la licitud del tributo al César (20-26) y la resurrección de los muertos (27-40). También se refieren otras enseñanzas del Señor acerca del Mesías, preguntándoles cómo entienden las palabras del Salmo 110,1, y con la parábola de los viñadores homicidas (Lc 20,9-19). Los Apóstoles recordaron con especial emoción estos sucesos previos a la Pasión y Muerte del Salvador, que, a la luz de los acontecimientos de Pascua, adquirieron para ellos toda su trascendencia. El largo caminar de Jesús desde Galilea a Jerusalén llega a la meta: pero las autoridades de la Ciudad Santa rechazan al Mesías y Salvador. No obstante, allí se operará la Salvación del género humano merced al sacrificio del Hijo de Dios.

 

 

 

 

 

 

 

20,1-8

        Las preguntas de los príncipes de los sacerdotes y escribas son insidiosas, y las respuestas de Jesús son rápidas y apropiadas a la actitud de los interlocutores.

        La pregunta «con qué potestad haces estas cosas» está relacionada con toda la actuación del Señor. Por eso el término técnico «potestad» ha de entenderse en toda su hondura: con qué poder, con qué autoridad actúa Jesús. El Señor, dada la mala intención de la pregunta, esquiva una respuesta explícita, haciéndoles una contrapregunta sobre el bautismo de Juan. Ante la respuesta evasiva de sacerdotes y escribas, el Señor zanja la cuestión: afirma que tiene esta potestad y se niega a decir cómo la ha recibido. Pocos días después, cuando reunido todo el Sanedrín se le formule solemnemente la pregunta de si es el Mesías e Hijo de Dios, contestará con toda claridad que lo es, poniendo de manifiesto con ello el fundamento de su potestad y el porqué de su actuación (cfr Mt 26,63-64 y Lc 22,66-71).

 

 

 

 

 

 

 

 

20,9-19

        Acercándose los días de su Pasión, el Señor descubre a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas la gravedad del pecado que están cometiendo al rechazarle, y las terribles consecuencias que se seguirán. Con este fin expone una parábola, cuyo tema central es de larga raigambre en la Sagrada Escritura y muy conocido por los oyentes: el pueblo de Israel es la viña del Señor. De los muchos lugares en que esta comparación aparece en el Antiguo Testamento (Os 10,1; ler 10,21; 12,10; Ez 19,10-14; Ps 80,8-19), uno tiene especial resonancia: el cántico de la viña que en lugar de uvas dio agrazones (Is 5,1-7); las palabras del Señor parecen evocar aquella queja profética: < ¿Qué más se puede hacer ya a mi viña que no se lo haya hecho yo?». Cada personaje de la parábola del Evangelio ocupa su lugar con claridad: la viña es Israel; los colonos son los jefes del pueblo; los siervos que envía el Señor a la viña son los profetas tantas veces maltratados; el hijo es el mismo Jesucristo, Hijo unigénito del Padre. Jesús alude a su muerte en las afueras de la ciudad: los colonos le sacan fuera de la viña -Jerusalén- y le matan. El dueño de la viña es Dios. Los príncipes de los sacerdotes y los escribas comprenden el final de la parábola y se horrorizan, por eso gritan: «iDe ningún modo!». En efecto, según las palabras del Señor el dueño de la viña exterminará a esos colonos y se la dará a otros. Se trata de la reprobación de los jefes del pueblo. El Señor, para confirmar la enseñanza de la parábola, concluye aplicándose a Sí mismo las palabras del Salmo 118,22: El es la piedra angular rechazada por los arquitectos.

        La parábola contiene una enseñanza cuya aplicación es clara para todos nosotros: es un grave pecado rechazar al Señor, despreciar la gracia de Dios. Si nuestro corazón se endurece como el de aquellos sacerdotes y escribas, será inevitable que oigamos de labios del Señor parecidas palabras de reprobación.

        El pasaje termina con una nota triste: heridos en su soberbia por la claridad de las palabras de Jesús, se endurecen todavía más hasta el punto de intentar matarle.

 

 

 

 

 

 

 

20,20-26

        Los jefes del pueblo buscan algún motivo para acusar a Jesús. Con este fin le plantean dos preguntas capciosas: sobre la legitimidad de la autoridad romana y sobre la resurrección de los muertos (vv. 27-39).

        La pregunta de si es lícito pagar el tributo al César es maliciosa: si el Señor contesta que sí, podrán acusarle de que colabora con el poder romano, que los judíos odiaban puesto que era invasor; si contesta que no, podrán acusarle de rebelión ante Pilato, autoridad romana.

        La respuesta del Señor sorprende por su sencillez, profundidad y prudencia. Pone de relieve un deber irrenunciable para todos los hombres: dar a Dios lo que es de Dios. Esta frase es la clave para entender la respuesta en toda su profundidad: por encima de todo está el reconocimiento de la soberanía divina.

        Jesucristo, por ser Dios y hombre verdadero, tiene poder sobre todas las cosas, incluso sobre las realidades temporales, pero durante su vida en la tierra «se abstuvo por completo de ejercer semejante dominio y, como se despreocupó de la posesión y administración de las cosas humanas, así las dejó entonces a sus poseedores y se las deja ahora» (Quas primas, n. 15). Actúa así el Señor con el fin de que su Reino -que es espiritual- no se confunda con un reino terreno.

        Al mismo tiempo, con su respuesta da solución al problema de las relaciones entre la Iglesia y la comunidad política. Ambas han de tener sus respectivas independencia y esfera de actuación, a la vez que deberán mantener una colaboración eficaz para aquellos asuntos que por su naturaleza requieran la actuación de ambas potestades, como enseña el Concilio Vaticano II: «Cada una en su ámbito propio, son mutuamente independientes y autónomas. Sin embargo, ambas, aunque por título diverso, están al servicio de la vocación personal y social de unos mismos hombres. Tanto más eficazmente ejercerán este servicio en bien de todos, cuanto mejor cultiven entre ellas una sana colaboración» (Guadium et spes, n. 76).

        Jesús nos enseña aquí también el deber de cumplir con fidelidad nuestras obligaciones como ciudadanos. En este mismo sentido exhortaba San Pablo a los romanos: «Dad a cada uno lo debido: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor» (Rom 13,7).

        Así lo vivieron también los primeros cristianos: «En cuanto a tributos y contribuciones, nosotros (los cristianos) procuramos pagarlos antes que nadie a quienes vosotros tenéis para ello ordenado, tal como El (Jesús) nos enseñó» (Apología 1, 17,1).

 

 

 

 

 

 

 

20,27-40

        Los saduceos no creían en la resurrección de la carne y negaban la inmortalidad del alma. Se acercan al Señor para plantearle una cuestión que le ponga en aprieto. Según la ley del levirato (cfr Dt 25,5 ss.), si un hombre moría sin dejar hijos, el hermano tenía obligación de casarse con la viuda para suscitar descendencia a su hermano. Las consecuencias de esta ley parecen provocar una situación ridícula a la hora de la resurrección de los cuerpos.

        El Señor contesta reafirmando la existencia de la resurrección, y, al enseñar las propiedades de los resucitados, se desvanece el argumento de los saduceos. En este mundo, los hombres contraen nupcias para perpetuar la especie. Tras la resurrección no habrá más nupcias, porque los hombres no nacerán ni morirán.

        El Señor, citando la Sagrada Escritura (Ex 3,2.6), pone de manifiesto el grave error de los saduceos, y argumenta: Dios no es Dios de muertos sino de vivos, es decir, existe una relación permanente entre Dios y Abrahán, Isaac y Jacob, que hacía tiempo que habían muerto. Por tanto, aunque estos justos hayan muerto en cuanto al cuerpo, viven con verdadera vida en Dios-sus almas son inmortales- y esperan la resurrección de los cuerpos.

        Vid. también notas a Mt 22,23-33 y Mc 12, 18-27.

 

 

 

 

 

 

 

20,41-44

        Jesús afirma no sólo que es hijo de David, sino también que es Señor y Dios. Para ello cita las palabras del Salmo 110: al Mesías, descendiente de David, sentado a la derecha de Dios, el mismo David le llama Señor. Alude Jesús con estas palabras al misterio de su Encarnación: es hijo de David según la carne, y es Dios y Señor por ser Hijo del Padre, igual a El en todo: así puede entenderse que sea Señor de David habiendo nacido mucho después que él.