1,1-4

        San Lucas es el único de los evangelistas que pone prólogo a su libro. Lo que se suele llamar prólogo del Evangelio de San Juan es más bien una síntesis anticipada del contenido del Evangelio. El prólogo de San Lucas, muy breve, expone en un excelente lenguaje literario la intención que le ha movido a escribir su obra: componer una historia bien ordenada y documentada de la vida de Cristo desde sus orígenes.

        Estos versículos dejan entrever cómo el mensaje de Salvación de Jesucristo, el Evangelio, fue predicado antes de ponerse por escrito. «Los autores sagrados -enseña el Concilio Vaticano II- compusieron los cuatro Evangelios escogiendo datos de la tradición oral o escrita, sintetizando otros, o explicándolos según las condiciones de las diversas iglesias, conservando siempre el estilo de proclamación: así nos transmitieron datos auténticos y genuinos acerca de Jesús. Escribieron pues, sacándolo de su memoria y recuerdos, o del testimonio de quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la palabra', para que conozcamos la indudable certeza' de lo que nos enseñaron» (Dei Verbum, n. 19). Así pues, Dios ha querido que tengamos en los Evangelios escritos un testimonio divino y perenne en el que se apoya firmemente nuestra fe. «No da a conocer a Teófilo cosas nuevas y desconocidas, sino que promete exponerle la verdad de las cosas acerca de las cuales está ya instruido. Esto es para que puedas conocer todo lo que se te ha dicho acerca del Señor, o ha sido hecho por El» ( In Lucae Evangelium expositio, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

 

1,2

        Los «testigos oculares» a que se refiere el Evangelista pudieron ser la Santísima Virgen, los Apóstoles, las santas mujeres y otras personas que convivieron con Jesús durante su vida en la tierra.

 

 

 

 

 

 

1,3

        «Me pareció»: «Cuando dice "me pareció" no excluye la acción de Dios; porque Dios es quien prepara la voluntad de los hombres (...).

        »Dedica su Evangelio a Teófilo, esto es, a aquel a quien Dios ama. Pero si amas a Dios, también para ti ha sido escrito; y si ha sido escrito para ti, recibe este presente del Evangelista, conserva con cuidado en lo más íntimo de tu corazón esta prenda de un amigo» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

1,5 ss

        San Lucas y San Mateo dedican los dos primeros capítulos de sus respectivos Evangelios a narrar algunos episodios de la infancia del Señor (Anunciación, Nacimiento, niñez, vida oculta en Nazaret), de los que no se ocupan los otros Evangelios. Debido a esta temática, esos dos primeros capítulos de Mateo y de Lucas suelen llamarse evangelio de la infancia de Jesús. La primera característica que se observa es que San Mateo y San Lucas no narran los mismos sucesos.

        El evangelio de la infancia según San Lucas comprende seis episodios estructurados de dos en dos, y referentes a la infancia de Juan el Bautista y a la de Jesús: dos anunciaciones, dos nacimientos y circuncisiones, y dos escenas en el Templo; y contiene también unos episodios sólo referentes a la infancia del Señor: revelación a los pastores y adoración de éstos, purificación de Santa María y presentación del Niño, profecías de Simeón y Ana, pérdida y hallazgo del Niño en el Templo, vida escondida en Nazaret.

        Las narraciones de Lucas adquieren un elevado tono lírico, sencillo y grandioso a la vez, que sobrecoge, enamora y arrastra a la contemplación íntima del misterio de la Encarnación del Salvador: Anunciación del ángel a Zacarías (1,5-17); saludo y Anunciación del ángel a Santa María (1,26-38); visita de Nuestra Señora a su prima Santa Isabel (1,39-56); Nacimiento de Jesús en Belén (2,1-7); adoración de los pastores (2,8-20); presentación del Niño en el Templo y bendición del anciano Simeón a la Virgen (2,22-38); el Niño perdido y hallado en el Templo (2,41-52). San Lucas recoge también cuatro profecías en forma versificada, a modo de cánticos: Magníficat de Santa Maria (1,46-55), Benedictus de Zacarías (1,67-79), Gloria de los ángeles (2,14) y Nunc dimittis de Simeón (2,29-32). Estos cánticos están entretejidos de palabras y frases que recuerdan, más o menos a la letra, diversos pasajes del Antiguo Testamento (en concreto de Gen, Lev, Num, Idc, 1 Sam, Is, Ier, Mich y Mal): esta circunstancia es del todo normal, ya que en aquella época todo judío culto y piadoso rezaba de ordinario repitiendo de memoria o leyendo los libros sagrados, y ése es el caso de Nuestra Señora y de Zacarías, de Simeón y de Ana. Además, es el mismo Espíritu Santo el que inspiró a los autores humanos del Antiguo Testamento a escribir, y el que movió a hablar a los justos que contemplaron con sus propios ojos cómo en el Niño Jesús se cumplían los antiguos anuncios proféticos. Esas características lingüísticas reflejan la lozanía de las palabras tal como salieron de quienes las pronunciaron.

 

 

 

 

 

 

 

1,6

        Después que ha hablado de la nobleza de sangre de Zacarías e Isabel, el Evangelista alude ahora a otra nobleza superior, la de la virtud: «Ambos eran justos ante Dios». «Porque no todo el que es justo ante los hombres es también justo ante Dios; porque una es la manera de mirar de los hombres y otra la de Dios: los hombres ven en lo exterior, pero Dios ve en el corazón. Puede ocurrir que alguien parezca justo por falsa virtud y cara a la gente, y no lo sea ante Dios si su justicia no nace de la sencillez de alma, sino que se simula por parecer bien.

        »La perfecta alabanza consiste en ser justo ante Dios, porque solo puede llamarse perfecto aquel que es probado por quien no puede engañarse» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

        En definitiva lo que importa al cristiano es ser justo ante Dios. Un buen ejemplo de esta conducta nos lo ofrece San Pablo cuando escribe a los corintios: «En cuanto a mí, me importa poco ser juzgado por vosotros o por cualquier juicio humano; ni siquiera yo mismo me juzgo... Porque el que me juzga es el Señor. Por tanto, no queráis juzgar antes de tiempo hasta que venga el Señor, que sacará a la luz las cosas escondidas en las tinieblas y descubrirá las intenciones de los corazones. Y entonces Dios dará a cada uno la alabanza que le corresponde» (1 Cor 4,3 ss.). Sobre el concepto de hombre justo equivalente a santo véase la nota a Mt 1,19.

 

 

 

 

 

 

 

1,8

        Había veinticuatro grupos o turnos sacerdotales, entre los que se sorteaban las funciones que habían de ejercer en el Templo; el octavo grupo era el de la familia de Abías (cfr 1 Cro 24,7-19). Zacarías era de este octavo turno.

 

 

 

 

 

 

 

1,9-10

        Dentro del recinto sagrado, delimitado por una muralla, estaba el edificio que constituía propiamente el Templo. Este, de forma rectangular, tenía una primera gran estancia que se llamaba el «Sanctus» o el «Sancta» donde estaba el altar del incienso, al que alude el v. 9· Tras el «Sancta» estaba la segunda estancia, más interior, llamada el «Sancta Sanctorum», donde se había guardado el Arca de la Alianza con las tablas de la Ley; era lo más sagrado del Templo, donde no tenía acceso más que el Sumo Sacerdote. Entre ambas estancias colgaba el gran velo del Templo. Rodeando el edificio sagrado había un primer atrio, llamado de los sacerdotes, y junto a él, frente a la fachada principal, se encontraba el llamado atrio de los israelitas, en el que permanecía el pueblo durante la incensación.

 

 

 

 

 

 

 

1,10

        Mientras el sacerdote ofrecía a Dios el incienso, el pueblo, desde el atrio del Templo, se le unía espiritualmente. Ya en el Antiguo Testamento todo acto de culto externo debía ir acompañado por la disposición interior de ofrecimiento a Dios.

        Con mayor razón se ha de dar esta unión en los ritos litúrgicos de la Nueva Alianza (cfr Mediator Dei, n. 8). En la Liturgia de la Iglesia, en efecto, aparecen unidos los dos elementos del culto, interno y externo, lo cual es conforme con la naturaleza del hombre, compuesto de alma y cuerpo.

 

 

 

 

 

 

 

1,11

        Los ángeles son espíritus puros, no tienen cuerpo; por tanto «no se aparecen a los hombres tal y como son, sino manifestándose en las formas que Dios dispone para que puedan ser vistos por aquellos a quienes los envía» (De Fide orthodoxa, 2,3).

        Los espíritus angélicos, además de adorar y servir a Dios, son mensajeros divinos e instrumentos de la Providencia de Dios en favor de los hombres; por eso en la Historia de la Salvación intervienen tan frecuentemente y la Sagrada Escritura deja constancia de ello en numerosos pasajes (cfr, entre otros muchos lugares, Heb 1,14).

        El nacimiento de Cristo es tan importante que en tomo a él la intervención de los ángeles se muestra de modo singular. En este caso concreto, como en el de la Anunciación a María, será el arcángel San Gabriel el encargado de transmitir el mensaje divino.

        «No sin razón apareció el ángel en el templo, porque con ello se anunciaba la cercana venida del Verdadero Sacerdote y se preparaba el Sacrificio Celestial al cual habían de servir los ángeles. No se dude, pues, que los ángeles asistirán cuando Cristo sea inmolado» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

1,12

        «No puede el hombre por justo que sea mirar a un ángel sin temor; por eso Zacarías se turba, no pudiendo resistir la presencia del ángel ni soportar aquel resplandor que le acompaña» (De incomprehensibili Dei natura, 2). La razón está no tanto en la superioridad del ángel sobre el hombre como en que en aquél se transparenta la grandeza de la Majestad divina: «Entonces me dijo (el ángel): Escribe: Bienaventurados los llamados a la cena de las bodas del Cordero. Y añadió: Estas son palabras verdaderas de Dios. Me postré a sus pies para adorarle, pero me dijo: ¡Mira, no lo hagas!: Yo soy consiervo tuyo y de tus hermanos que guardan el testimonio de Jesús. Adora a Dios» (Ap 19,9-10).

 

 

 

 

 

 

 

1,13

        Por medio del arcángel, Dios interviene de forma extraordinaria en la vida de Zacarías y de Isabel. Pero lo que se anuncia sobrepasa el ámbito de la intimidad familiar. Isabel, ya anciana, va a tener un hijo que se llamará Juan y será el Precursor del Mesías. Juan significa «Yahwéh es favorable». Este hecho es la manifestación clara de que es ya inminente «la plenitud de los tiempos» (Gal 4,4), por la que habían suspirado los justos de Israel (cfr Jn 8,56; Heb 11,13).

        «Tu oración ha sido escuchada». Comenta San Jerónimo: «Es decir, se te otorga más de lo que pediste. Habías rogado por la salvación del pueblo y se te ha dado el Precursor» (Expositio in Evangelium sec. Lucam, in loc.). También a nosotros el Señor nos da a veces más de lo que pedimos: «Cuentan que un día salió al encuentro de Alejandro Magno un pordiosero, pidiendo una limosna. Alejandro se detuvo y mandó que le hicieran Señor de cinco ciudades. El pobre, confuso y aturdido, exclamó: ¡Yo no pedía tanto! Y Alejandro repuso: tú has pedido como quien eres; yo te doy como quien soy» (Es Cristo que pasa, n. 160). Cuando Dios responde tan generosamente, por encima de nuestras peticiones, no podemos acobardarnos mezquinamente teniendo miedo a las dificultades.

 

 

 

 

 

 

 

1,14-17

        El arcángel San Gabriel anuncia a Zacarías los tres motivos de gozo por el nacimiento del niño: primero, porque Dios le concederá una santidad extraordinaria (v. 15); segundo, porque será instrumento para la salvación de muchos (v. 16); y tercero, porque toda su vida y actividad serán una preparación para la venida del Mesías esperado (v. 17).

        En San Juan Bautista se cumplen dos anuncios proféticos de Malaquías, en los que se nos dice que Dios enviará a un mensajero delante de El para prepararle el camino (Mal 3,1; 4,5-6). Juan prepara la primera venida del Mesías, de manera semejante a como Elías lo hará cuando se aproxime la segunda (cfr Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.; Comentario sobre E Mateo, 17,11). Por eso Cristo dirá: «¿Qué habéis salido a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío delante de ti mi mensajero, que vaya preparándote el camino» (Lc 7,26-27).

 

 

 

 

 

 

 

1,18

        La incredulidad de Zacarías y su pecado no consisten en dudar de que el anuncio viene de parte de Dios, sino en considerar solamente la incapacidad suya y de su mujer, olvidándose de la omnipotencia divina. El mismo arcángel explicará a la Virgen, refiriéndose a la concepción del Bautista, que «para Dios no hay nada imposible» (Lc 1,37). Cuando Dios pide nuestra colaboración en una empresa suya, hemos de contar más con su omnipotencia que con nuestras escasas fuerzas. Cfr nota a Mt 10,9-10.

 

 

 

 

 

 

 

1,19-20

        «Gabriel» significa «fortaleza de Dios». Al arcángel San Gabriel Dios le encomendó el anuncio de los acontecimientos relativos a la Encarnación del Verbo. Así, ya en el Antiguo Testamento, anuncia este arcángel al profeta Daniel el tiempo de la venida del Mesías (Dan 8,15-26; 9,20-27). En el pasaje que comentamos se recoge el anuncio de la concepción y nacimiento del Precursor de Cristo. Y, por fin, será el mismo arcángel quien comunique a la Santísima Virgen el misterio de la Encarnación que se va a realizar en Ella.

 

 

 

 

 

 

 

1,21

        Cfr nota a vv. 9-10. El rito de la incensación requería poco tiempo. El pueblo al oír la señal convenida, que indicaba el momento exacto de la ofrenda, se unía al sacerdote oficiante. Este, que oficiaba dentro del «Sanctus», quedaba oculto al pueblo. Estas circunstancias explican la extrañeza ante la tardanza de Zacarías.

 

 

 

 

 

 

 

1,24

        Se ocultaba tanto por lo impropio de la edad, como por el pudor santo de no manifestar antes de tiempo los dones divinos.

 

 

 

 

 

 

1,25

        Aquellos matrimonios a quienes, deseando tener hijos, Dios todavía no se los ha concedido, tienen en Zacarías e Isabel un buen ejemplo y unos buenos intercesores en el Cielo a los que acudir. A los matrimonios que se encuentran en tales circunstancias recomendaba Mons. Escrivá de Balaguer que, además de poner los medios humanos pertinentes, «no han de darse por vencidos con demasiada facilidad: antes hay que pedir a Dios que les conceda descendencia, que les bendiga -si es su Voluntad- como bendijo a los Patriarcas del Viejo Testamento; y después es conveniente acudir a un buen médico, ellas y ellos. Si a pesar de todo, el Señor no les da hijos, no han de ver en eso ninguna frustración: han de estar contentos, descubriendo en este mismo hecho la Voluntad de Dios para ellos. Muchas veces el Señor no da hijos porque pide más. Pide que se tenga el mismo esfuerzo y la misma delicada entrega, ayudando a nuestros prójimos, sin el limpio gozo humano de haber tenido hijos: no hay, pues, motivo para sentirse fracasados ni para dar lugar a la tristeza» (Conversaciones, n. 96).

        Recientemente, el Papa Juan Pablo II enseñaba: «No se debe olvidar que incluso cuando la procreación no es posible, no por esto pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto, puede dar ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la vida de la persona humana, como, por ejemplo, la adopción, las diversas formas de obras educativas, la ayuda a otras familias, a los niños pobres o minusválidos» (Familiaris consortio, n. 14).

 

 

 

 

 

 

 

 

1,26-38

        Aquí contemplamos a Nuestra Señora que, «enriquecida desde el primer instante de su concepción con el resplandor de una santidad enteramente singular, la Virgen Nazarena, por orden de Dios es saludada por el ángel de la Anunciación como llena de gracia (cfr Lc 1,28), a la vez que ella responde al mensajero celestial: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1,38). Así María, hija de Adán, al aceptar el mensaje divino, se convirtió en Madre de Jesús y, al abrazar de todo corazón y sin entorpecimiento de pecado alguno la voluntad salvífica de Dios, se consagró totalmente como esclava del Señor a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo con diligencia al misterio de la Redención con El y bajo El, con la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, piensan los Santos Padres que María no fue instrumento puramente pasivo en las manos de Dios, sino que cooperó a la salvación de los hombres con fe y obediencia libres» (Lumen gentium, n. 56).

        La Encarnación del Verbo es el hecho más maravilloso, el misterio más entrañable de las relaciones de Dios con los hombres y el acontecimiento más trascendental de la Historia de la humanidad. ¡Que Dios se haga Hombre y para siempre! ¡Hasta dónde ha llegado la bondad, misericordia y amor de Dios por nosotros, por todos nosotros! Y, sin embargo, el día en que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad asumió la débil naturaleza humana de las entrañas purísimas de Santa María, nada extraordinario sucedía, aparentemente, sobre la faz de la tierra.

        Con gran sencillez narra San Lucas el magno acontecimiento. Con cuánta atención, reverencia y amor hemos de leer estas palabras del Evangelio, rezar piadosamente el Ángelus cada día, siguiendo la extendida devoción cristiana, y contemplar el primer misterio gozoso del santo Rosario.

 

 

 

 

 

 

 

1,27

        Dios quiso nacer de una madre virgen. Así lo había anunciado siglos antes por medio del profeta Isaías (cfr Is 7,14; Mt 1,22-23). Dios, «desde toda la eternidad, la eligió y señaló como Madre para que su Unigénito Hijo tomase carne y naciese de Ella en la plenitud dichosa de los tiempos; y en tal grado la amó por encima de todas las criaturas, que sólo en Ella se complació con señaladísima complacencia» (Ineffabilis Deus). Este privilegio de ser virgen y madre al mismo tiempo, concedido a Nuestra Señora, es un don divino, admirable y singular. Dios «tanto engrandeció a la Madre en la concepción y en el nacimiento del Hijo, que le dio fecundidad y la conservó en perpetua virginidad» (Catecismo Romano, 1, 4,8). Pablo VI nos recordaba nuevamente esta verdad de fe: «Creemos que la bienaventurada María, que permaneció siempre Virgen, fue la Madre del Verbo encarnado, Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Credo del Pueblo de Dios, n. 14).

        Aunque se han propuesto muchos significados del nombre de María, los autores de mayor relevancia parecen estar de acuerdo en que María significa Señora. Sin embargo, la riqueza que contiene el nombre de María no se agota con un solo significado.

 

 

 

 

 

 

1,28

        «¡Dios te salve!»: Literalmente el texto griego dice: ¡alégrate! Es claro que se trata de una alegría totalmente singular por la noticia que le va a comunicar a continuación.

        «Llena de gracia»: El Arcángel manifiesta la dignidad y honor de María con este saludo inusitado. Los Padres y Doctores de la Iglesia «enseñaron que con este singular y solemne saludo, jamás oído, se manifestaba que la Madre de Dios era asiento de todas las gracias divinas y que estaba adornada de todos los carismas del Espíritu Santo», por lo que «jamás estuvo sujeta a maldición», es decir, estuvo inmune de todo pecado. Estas palabras del arcángel constituyen uno de los textos en que se revela el dogma de la Inmaculada Concepción de María (cfr Ineffabilis Deus; Credo del Pueblo de Dios, n. 14).

        «El Señor es contigo»: No tienen estas palabras un mero sentido deprecatorio (el Señor sea contigo), sino afirmativo (el Señor está contigo), y en relación muy estrecha con la Encarnación. San Agustín glosa la frase «el Señor es contigo» poniendo en boca del arcángel estas palabras: «Más que conmigo, El está en tu corazón, se forma en tu vientre, llena tu alma, está en tu seno» (Sermo de Nativitate Domini, 4).

        Algunos importantes manuscritos griegos y versiones antiguas añaden al final: «Bendita tú entre las mujeres»: Dios la exaltaría así sobre todas las mujeres. Más excelente que Sara, Ana, Débora, Raquel, Judith, etc., por el hecho de que sólo Ella tiene la suprema dignidad de haber sido elegida para ser Madre de Dios.

 

 

 

 

 

 

 

1,29-30

        Se turbó Nuestra Señora por la presencia del Arcángel y por la confusión que producen en las personas verdaderamente humildes las alabanzas dirigidas a ellas.

 

 

 

 

 

 

 

1,30

        La Anunciación es el momento en que Nuestra Señora conoce con claridad la vocación a que Dios le había destinado desde siempre. Cuando el Arcángel la tranquiliza y le dice «no temas, María», le está ayudando a superar ese temor inicial que, de ordinario, se presenta en toda vocación divina. El hecho de que le haya ocurrido a la Santísima Virgen nos indica que no hay en ello ni siquiera imperfección: es una reacción natural ante la grandeza de lo sobrenatural. Imperfección sería no superarlo, o no dejarnos aconsejar por quienes, como San Gabriel a Nuestra Señora, pueden ayudarnos.

 

 

 

 

 

 

 

 

1,31-33

        El arcángel Gabriel comunica a Santa María su maternidad divina, recordando las palabras de Isaías que anunciaban el nacimiento virginal del Mesías y que ahora se cumplen en la Santísima Virgen (cfr Mt 1,22-23; Is 7,14).

        Se revela que el Niño será «grande»: la grandeza le viene por su naturaleza divina, porque es Dios, y tras la Encarnación no deja de serlo, sino que asume la pequeñez de la humanidad. Se revela también que Jesús será el Rey de la dinastía de David, enviado por Dios según las promesas de Salvación; que su Reino «no tendrá fin»: porque su humanidad permanecerá para siempre indisolublemente unida a su divinidad; que «será llamado Hijo del Altísimo»: quiere decir simplemente que «será Hijo del Altísimo», es decir, el Niño será el Hijo de Dios.

        En el anuncio del Arcángel se evocan, pues, las antiguas profecías que anunciaban estas prerrogativas. María, que conocía las Escrituras Santas, entendió claramente que iba a ser Madre de Dios.

 

 

 

 

 

 

 1,34-38 

        El Papa Juan Pablo II comentaba así este pasaje: «Virgo fidelis, Virgen fiel. ¿Qué significa esta fidelidad de María? ¿Cuáles son las dimensiones de esa fidelidad? La primera dimensión se llama búsqueda. María fue fiel ante todo cuando con amor se puso a buscar el sentido profundo del designio de Dios en Ella y para el mundo. ¿Quomodo fiet? ¿Cómo sucederá esto?, preguntaba Ella al ángel de la Anunciación (...). No habrá fidelidad si no hubiere en la raíz esta ardiente, paciente y generosa búsqueda (...).

        »La segunda dimensión de la fidelidad se llama acogida, aceptación. El quomodo fiet se transforma, en los labios de María, en un fiat. Que se haga, estoy pronta, acepto: éste es el momento crucial de la fidelidad, momento en el cual el hombre percibe que jamás comprenderá totalmente el cómo; que hay en el designio de Dios más zonas de misterio que de evidencia; que, por más que haga, jamás logrará captarlo todo (...).

        »Coherencia es la tercera dimensión de la fidelidad. Vivir de acuerdo con lo que se cree. Ajustar la propia vida al objeto de la propia adhesión. Aceptar incomprensiones, persecuciones antes que permitir rupturas entre lo que se vive y lo que se cree: ésta es la coherencia (..).

        »Pero toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la de la duración. Por eso la cuarta dimensión de la fidelidad es la constancia. Es fácil ser coherente por un día o algunos días. Difícil e importante es ser coherente toda la vida. Es fácil ser coherente en la hora de la exaltación, difícil serlo en la hora de la tribulación. Y sólo puede llamarse fidelidad una coherencia que dura á lo largo de toda la vida. El fiat de María en la Anunciación encuentra su plenitud en el fiat silencioso que repite al pie de la cruz» (Homilía Catedral México, 26-1-1979).

 

 

 

 

 

 

 

1,34

        La fe de María en las palabras del arcángel fue absoluta; no duda como dudó Zacarías (cfr 1,18). La pregunta de la Virgen «de qué modo se hará esto» expresa su prontitud para cumplir la Voluntad divina ante una situación que parece a primera vista contradictoria: por un lado Ella tenía certeza de que Dios le pedía conservar la virginidad; por otro lado, también de parte de Dios, se le anunciaba que iba a ser madre. Las palabras inmediatas del arcángel declaran el misterio del designio divino y lo que parecía imposible, según las leyes de la naturaleza, se explica por una singularísima intervención de Dios.

        El propósito de María de permanecer virgen fue ciertamente algo singular, que rompía el modo ordinario de proceder de los justos del Antiguo Testamento, en el cual, como expone San Agustín, «atendiendo de modo particularísimo a la propagación y crecimiento del pueblo de Dios, que era el que había de profetizar y de donde había de nacer el Príncipe y Salvador del mundo, los santos hubieron de usar del bien del matrimonio» (De bono matrimonii, 9,9). Hubo, sin embargo, en el Antiguo Testamento algunos hombres que por designio de Dios permanecieron célibes, como Jeremías, Elías, Eliseo y Juan Bautista. La Virgen Santísima, inspirada de modo muy particular por el Espíritu Santo para vivir plenamente la virginidad, es ya una primicia del Nuevo Testamento, en el que la excelencia de la virginidad sobre el matrimonio cobrará todo su valor, sin menguar la santidad de la unión conyugal, que es elevada a la dignidad de sacramento (cfr Gaudium et spes, n. 48).

 

1,35

        La «sombra» es un símbolo de la presencia de Dios. Cuando Israel caminaba por el desierto, la gloria de Dios llenaba el Tabernáculo y una nube cubría el Arca de la Alianza (Ex 40,34-36). De modo semejante, cuando Dios entregó a Moisés las tablas de la Ley, una nube cubría la montaña del Sinaí (Ex 24,15-16), y también en la Transfiguración de Jesús se oye la voz de Dios Padre en medio de una nube (Lc 9,35).

        En el momento de la Encarnación el poder de Dios arropa con su sombra a Nuestra Señora. Es la expresión de la acción omnipotente de Dios. El Espíritu de Dios -que, según el relato del Génesis (1,2), se cernía sobre las aguas para dar vida a las cosas- desciende ahora sobre María. Y el fruto de su vientre será obra del Espíritu Santo. La Virgen María, que fue concebida sin mancha de pecado (çfr Ineffabilis Deus), queda después de la Encarnación constituida en nuevo Tabernáculo de Dios. Este es el Misterio que recordamos todos los días en el rezo del Ángelus.

 

1,38

        Una vez conocido el designio divino, Nuestra Señora se entrega a la Voluntad de Dios con obediencia pronta y sin reservas. Se da cuenta de la desproporción entre lo que va a ser -Madre de Dios- y lo que es -una mujer-. Sin embargo, Dios lo quiere y nada es imposible para El, y por esto nadie es quien para poner dificultades al designio divino. De ahí que, juntándose en María la humildad y la obediencia, pronunciará el sí a la llamada de Dios con esa respuesta perfecta: «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra».

        «Al encanto de estas palabras virginales el Verbo se hizo carne» (Santo Rosario, primer misterio gozoso). De las purísimas entrañas de la Virgen, Dios formó un cuerpo, creó de la nada un alma, y a este cuerpo y alma se unió el Hijo de Dios; de esta suerte el que antes era sólo Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho hombre. María es ya Madre de Dios. Esta verdad es un dogma de nuestra santa fe definido en el Concilio de Efeso (año 431). En ese mismo instante comienza a ser también Madre espiritual de todos los hombres. Lo que un día oirá de labios de su Hijo moribundo, «he ahí a tu hijo (...), he ahí a tu madre» (Jn 19,26-27), no será sino la proclamación de lo que silenciosamente había ocurrido en Nazaret. Así, «con su fiat generoso se convirtió, por obra del Espíritu, en Madre de Dios y también en verdadera Madre de los vivientes, y se convirtió también, al acoger en su seno al único Mediador, en verdadera Arca de la Alianza y verdadero Templo de Dios» (Marialis cultus, n. 6).

        El Evangelio nos hace contemplar a la Virgen Santísima como ejemplo perfecto de pureza («no conozco varón»); de humildad («he aquí la esclava del Señor»); de candor y sencillez («de qué modo se hará esto»); de obediencia y de fe viva («hágase en mí según tu palabra»). «Tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo, en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la Voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr Rom VIII, 21)» (Es Cristo que pasa, n. 173).

 

 

 

 

 

 

 

1,39-56

        Contemplamos este episodio de la visitación de la Virgen Nuestra Señora a Santa Isabel en el segundo misterio gozoso del santo Rosario: «(...) Acompaña con gozo a José y a Santa María.., y escucharás tradiciones de la Casa de David: (...) Caminamos apresuradamente hacia las montañas, hasta un pueblo de la tribu de Judá (Lc 1, 39).

        »Llegamos.-Es la casa donde va a nacer Juan, el Bautista. -Isabel aclama, agradecida, a la Madre de su Redentor: ¡Bendita tú eres entre todas las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! -¿De dónde a mí tanto bien, que venga la Madre de mi Señor a visitarme? (Lc 1, 42-43).

        »El Bautista nonnato se estremece... (Lc 1, 41).-La humildad de María se vierte en el Magnificat...-Y tú y yo, que somos -que éramos- unos soberbios, prometemos que seremos humildes» (Santo Rosario, segundo misterio gozoso).

 

 

 

 

 

 

 

1,39

        Nuestra Señora, al conocer por la revelación del ángel la necesidad en que se hallaba su prima Santa Isabel, próxima ya al parto, se apresura a prestarle ayuda, movida por la caridad. La Virgen no repara en dificultades. Aunque no sabemos el lugar exacto donde se hallaba Isabel (hoy se supone que es Ayn Karim), en todo caso el trayecto desde Nazaret hasta la montaña de Judea suponía entonces un viaje de cuatro días.

        Este hecho de la vida de la Virgen tiene una clara enseñanza para los cristianos: hemos de aprender de Ella la solicitud por los demás. «No se puede tratar filialmente a María y pensar sólo en nosotros mismos, en nuestros propios problemas. No se puede tratar a la Virgen y tener egoístas problemas personales» (Es Cristo que pasa, n. 145).

 

 

 

 

 

 

 

1,42

        Comenta San Beda que Isabel bendice a María con las mismas palabras usadas por el arcángel, «para que se vea que debe ser honrada por los ángeles y por los hombres y que con razón se ha de anteponer a todas las mujeres» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.).

           En el rezo del Avemaría repetimos estas salutaciones divinas con las cuales «nos alegramos con María Santísima de su excelsa dignidad de Madre de Dios y bendecimos al Señor y le damos gracias por habernos dado a Jesucristo por medio de María» (Catecismo Mayor, n. 333).

 

 

 

 

 

 

 

1,43

        Al llamar Isabel, movida por el Espíritu Santo, a María «madre de mi Señor», manifiesta que la Virgen es Madre de Dios.

 

 

 

 

 

 

1,44

        San Juan Bautista, aunque fue concebido en pecado -el pecado original- como los demás hombres, sin embargo, nació sin él porque fue santificado en las entrañas de su madre Santa Isabel ante la presencia de Jesucristo (entonces en el seno de María) y de la Santísima Virgen. Al recibir este beneficio divino San Juan manifiesta su alegría saltando de gozo en el seno materno. Estos hechos fueron el cumplimiento de la profecía del arcángel San Gabriel (cfr Lc 1,15).

        San Juan Crisóstomo se admiraba en la contemplación de esta escena del Evangelio: «Ved qué nuevo y admirable es este misterio. Aún no ha salido del seno y ya habla mediante saltos; aún no se le permite clamar y ya se le escucha por los hechos (...); aún no ve la luz y ya indica cuál es el Sol; aún no ha nacido y ya se apresura a hacer de Precursor. Estando presente el Señor no puede contenerse ni soporta esperar los plazos de la naturaleza, sino que trata de romper la cárcel del seno materno y se cuida de dar testimonio de que el Salvador está a punto de llegar» (Sermo apud Metaphr., mense Julio).

 

 

 

 

 

 

 

1,45

        Adelantándose al coro de todas las generaciones venideras, Isabel, movida por el Espíritu Santo, proclama bienaventurada a la Madre del Señor y alaba su fe. No ha habido fe como la de María; en Ella tenemos el modelo más acabado de cuáles han de ser las disposiciones de la criatura ante su Creador: sumisión completa, acatamiento pleno. Con su fe, María es el instrumento escogido por el Señor para llevar a cabo la Redención como Mediadora universal de todas las gracias. En efecto, la Santísima Virgen está asociada a la obra redentora de su Hijo: «Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la Salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte. En primer lugar, cuando María, poniéndose con presteza en camino para visitar a Isabel, fue proclamada por ésta bienaventurada a causa de su fe en la salvación prometida, a la vez que el Precursor saltó de gozo en el seno de su madre (...). Avanzó la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual no sin designio divino se mantuvo en pie (cfr Jn 19,25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su Sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado» (Lumen gentium, nn. 57-58).

        El nuevo texto latino recoge de modo literal el original griego al decir «quae credidit», en lugar de «quae credidisti», como hacía la Vulgata. Esta, al decir «bienaventurada tú que has creído», aplica en concreto a la Santísima Virgen la frase más genérica «bienaventurada la que ha creído».

 

 

 

 

 

 

 

1,46-55

        El cántico Magnificat que Nuestra Señora pronuncia en casa de Zacarías es de una singular belleza poética. Evoca algunos pasajes del Antiguo Testamento que la Virgen había meditado (recuerda especialmente 1 Sam 2,1-10).

        En este cántico pueden distinguirse tres estrofas: en la primera (vv. 46-50) María glorifica a Dios por haberla hecho Madre del Salvador, hace ver el motivo por el cual la llamarán bienaventurada todas las generaciones y muestra cómo en el misterio de la Encamación se manifiestan el poder, la santidad y la misericordia de Dios. En la segunda (vv. 51-53) la Virgen nos enseña cómo en todo tiempo el Señor ha tenido predilección por los humildes, resistiendo a los soberbios y jactanciosos. En la tercera (w. 54-55) proclama que Dios, según su promesa, ha tenido siempre especial cuidado del pueblo escogido, al que le va a dar el mayor título de gloria: la Encarnación de Jesucristo, judío según la carne (cfr Rom 1,3).

        «Nuestra oración puede acompañar e imitar esa oración de María. Como Ella, sentiremos el deseo de cantar, de proclamar las maravillas de Dios, para que la humanidad entera y los seres todos participen de la felicidad nuestra» (Es Cristo que pasa, n. 144).

 

 

 

 

 

 

 

1,46-47

        «Los primeros frutos del Espíritu Santo son la paz y la alegría. Y la Santísima Virgen había reunido en sí toda la gracia del Espíritu Santo...» (In Psalmos homiliae, in Ps 32). Los sentimientos del alma de María se desbordan en el Magnificat. El alma humilde ante los favores de Dios se siente movida al gozo y al agradecimiento. En la Santísima Virgen el beneficio divino sobre- pasa toda gracia concedida a criatura alguna. «Virgen Madre de Dios, el que no cabe en los Cielos, hecho hombre, se encerró en tu seno» (Antífona de la Misa del Común de fiestas de Santa María). La Virgen humilde de Nazaret va a ser la Madre de Dios; jamás la omnipotencia del Creador se ha manifestado de un modo tan pleno. Y el Corazón de Nuestra Señora manifiesta incontenible su gratitud y su alegría.

 

 

 

 

 

 

 

1,48-49

        Ante esta manifestación de humildad de Nuestra Señora, exclama San Beda: «Convenía pues, que así como había entrado la muerte en el mundo por la soberbia de nuestros primeros padres, se manifestase la entrada de la Vida por la humildad de María» (In Lucae Evangelium expositio, ¡ti loe.).

        «iQué grande es el valor de la humildad!-'Quia respexit humilitatem...' Por encima de la fe, de la caridad, de la pureza inmaculada, reza el himno gozoso de nuestra Madre en la casa de Zacarías: »Porque vio mi humildad, he aquí que, por esto, me llamarán bienaventurada todas las generaciones» (Camino, n. 598).

        Dios premia la humildad de la Virgen con el reconocimiento por parte de todos los hombres de su grandeza: «Me llamarán bienaventurada todas las generaciones». Esto se cumple cada vez que alguien pronuncia las palabras del Avemaría. Este clamor de alabanza a Nuestra Madre es ininterrumpido en toda la tierra. El Concilio Vaticano II recuerda estas palabras de la Virgen al hablarnos del culto a Nuestra Señora: «Desde los tiempos más antiguos la Bienaventurada Virgen es honrada con el título de Madre de Dios', a cuyo amparo acuden los fieles, en todos sus peligros y necesidades, con sus oraciones. Y sobre todo a partir del Concilio de Éfeso, el culto del pueblo de Dios hacia María creció maravillosamente en veneración y amor, en invocaciones y deseo de imitación, según sus mismas palabras proféticas: Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso'» (Lumen gentium, n. 66).

 

 

 

 

 

 

 

1,50

        «Cuya misericordia se derrama de generación en generación». Estas palabras, «ya desde el momento de la encarnación, abren una nueva perspectiva en la historia de la salvación. Después de la resurrección de Cristo, esta perspectiva se hace nueva en el aspecto histórico y, a la vez, lo es en sentido escatológico. Desde entonces se van sucediendo siempre nuevas generaciones de hombres dentro de la inmensa familia humana, en dimensiones crecientes; se van sucediendo, además, nuevas generaciones del Pueblo de Dios, marcadas por el estigma de la cruz y de la resurrección, selladas', a su vez, con el signo del misterio pascual de Cristo, revelación absoluta de la misericordia proclamada por María en el umbral de la casa de su pariente: su misericordia de generación en generación' (...).

        »María es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es. En este sentido, la llamamos también Madre de la misericordia: Virgen de la misericordia o Madre de la divina misericordia; en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado teológico, porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad, sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia de la que por todas las generaciones nos hacemos partícipes según el eterno designio de la Santísima Trinidad» (Dives in misericordia, n. 9).

 

 

 

 

 

 

 

1,51

        «Soberbios de corazón»: Son los que quieren aparecer como superiores a los demás, a quienes desprecian. Y también alude a la condición de aquellos que, en su arrogancia, proyectan planes de ordenación de la sociedad y del mundo a espaldas o en contra de la Ley de Dios. Aunque pueda parecer que de momento tienen éxito, al final se cumplen estas palabras del cántico de la Virgen, pues Dios los dispersará como ya hizo con los que intentaron edificar la torre de Babel, que pretendían llegase hasta el Cielo (cfr Gen 11,4).

        «Cuando el orgullo se adueña del alma, no es extraño que detrás, como en una reata, vengan todos los vicios: la avaricia, las intemperancias, la envidia, la injusticia. El soberbio intenta inútilmente quitar de su solio a Dios, que es misericordioso con todas las criaturas, para acomodarse él, que actúa con entrañas de crueldad.

        »Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo (...). La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad» (Amigos de Dios, n. 100).

 

 

 

 

 

 

 

1,53

        Esta Providencia divina se ha manifestado multitud de veces a lo largo de la Historia. Así, Dios alimentó con el maná al pueblo de Israel en su peregrinación por el desierto durante cuarenta años (Ex 16,4-35); igualmente a Elías por medio de un ángel (1 Reg 19,5-8); a Daniel en el foso de los leones (Dan 14,31-40); a la viuda de Sarepta con el aceite que milagrosamente no se agotaba (1 Reg 17,8 ss.). Así también colmó las ansias de santidad de la Virgen con la Encarnación del Verbo.

        Dios había alimentado con su Ley y la predicación de sus Profetas al pueblo elegido, pero el resto de la humanidad sentía la necesidad de la palabra de Dios. Ahora, con la Encarnación del Verbo, Dios satisface la indigencia de la humanidad entera. Serán los humildes quienes acogerán este ofrecimiento de Dios: los auto- suficientes, al no verse necesitados de los bienes divinos, quedarán privados de ellos (cfr III Psalmos homiliae, in Ps 33).

 

 

 

 

 

 

 

1,54

        Dios condujo al pueblo israelita como a un niño, como a su hijo a quien amaba tiernamente: «Yahwéh, tu Dios, te ha llevado por todo el camino que habéis recorrido, como lleva un hombre a su hijo...» (Dt 1,31). Esto lo hizo Dios muchas veces, valiéndose de Moisés, de Josué, de Samuel, de David, etc., y ahora conduce a su pueblo de manera definitiva enviando al Mesías. El origen último de este proceder divino es la gran misericordia de Dios, que se compadeció de la miseria de Israel y de todo el género humano.

 

 

 

 

 

 

 

1,55

        La misericordia de Dios fue prometida de antiguo a los Patriarcas. Así, a Adán (Gen 3,15), a Abrahán (Gen 22,18), a David (2 Sam 7,12), etc. La Encarnación de Cristo había sido preparada y decretada por Dios desde la eternidad para la salvación de la humanidad entera. Tal es el amor que Dios tiene a los hombres; el Evangelio de San Juan lo expresará así: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

 

 

 

 

 

 

 

1,59

        En el Antiguo Testamento la circuncisión era un rito instituido por Dios para señalar como con una marca y contraseña a los que pertenecían al pueblo elegido. Dios mandó la circuncisión a Abrahán como señal de la Alianza que establecía con él y con toda su descendencia (cfr Gen 17,10-14), y prescribió que se realizase al octavo día del nacimiento. El rito se realizaba en la casa paterna o en la sinagoga, y además de la operación sobre el cuerpo del niño, incluía bendiciones y la imposición del nombre.

        Con la institución del Bautismo cristiano cesó el mandamiento de la circuncisión. Los Apóstoles, en el Concilio de Jerusalén (cfr Hch 15,1 ss.), declararon definitivamente abolida la necesidad del antiguo rito para los que se incorporaban a la Iglesia.

        Es bien elocuente la enseñanza de San Pablo (Gal 5,2 ss.; 6,12 ss.; Col 2,11 ss.) acerca de la inutilidad de la circuncisión después de la Nueva Alianza establecida por Cristo.

 

 

 

 

 

 

 

1,60-63

        Con la imposición del nombre de Juan se cumplió lo que había mandado Dios a Zacarías por medio del ángel, y que nos ha relatado San Lucas poco antes (1,13).

 

 

 

 

 

 

 

1,64

        En este hecho milagroso se cumplió exactamente lo que había profetizado el ángel Gabriel a Zacarías, cuando el anuncio de la concepción y nacimiento del Bautista (Lc 1,19-20). Observa San Ambrosio: «Con razón se soltó en seguida su lengua, porque la fe desató lo que había atado la incredulidad» (Expositio Evangelii sec. Lucan, in loc.).

        Es un caso semejante al del apóstol Santo Tomás, que se había resistido a creer en la Resurrección del Señor, y creyó después de las pruebas evidentes que le dio Jesús resucitado (cfr Jn 20,24-29). Con estos dos hombres Dios hace el milagro y vence su incredulidad; pero ordinariamente Dios nos exige fe y obediencia sin realizar nuevos milagros. Por eso reprendió y castigó a Zacarías, y reprochó al apóstol Tomás: «Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin haber visto han creído» (Jn 20,29).

 

 

 

 

 

 

1,67

        Zacarías, que era un hombre justo (cfr v. 6), en el nacimiento de su hijo Juan recibió además la gracia especial de la profecía. En virtud de ésta pronuncia el cántico llamado Benedictus, tan lleno de fe, reverencia y devoción que la Iglesia ha establecido que se rece diariamente en la Liturgia de las Horas.

        Profetizar significa no sólo predecir cosas futuras, sino también alabar a Dios movido por el Espíritu Santo. Ambos aspectos se encuentran en el cántico del Benedictus.

 

 

 

 

 

 

 

1,68-79

        El Benedictus puede dividirse en dos partes: en la primera (w. 68-75), Zacarías da gracias a Dios porque ha enviado al Mesías Salvador, según había prometido a los Patriarcas y Profetas de Israel desde tiempos antiguos. En la segunda parte (vv. 76-79) profetiza la misión de su hijo como heraldo del Altísimo y precursor del Mesías, manifestando la misericordia de Dios que se revela en la venida de Cristo.

 

 

 

 

 

 

 

1,72-75

        Dios había prometido repetidas veces a los Patriarcas del Antiguo Testamento su especial protección divina, la posesión de una tierra para siempre y una numerosa descendencia en la que serían bendecidos todos los pueblos. Esa promesa fue ratificada por medio de la institución del pacto o alianza, acostumbrada por aquellos siglos en el próximo Oriente entre reyes y vasallos: Dios, como señor, protegerá a los Patriarcas y a sus descendientes, y éstos mostrarán su acatamiento a Dios ofreciéndole ciertos sacrificios y sirviéndole. Cfr entre otros pasajes: Gen 12,1-3; 17,1-8; 22,16-18 (promesa, alianza y juramento de Dios a Abrahán); Gen 35,11-12 (reiteración de esas promesas a Jacob). Ahora, Zacarías, ve que esas promesas divinas van a tener completo cumplimiento tras los acontecimientos que seguirán al nacimiento de su hijo Juan, el Precursor del Mesías.

 

 

 

 

 

 

 

1,78-79

        El «Sol naciente» es el Mesías, Jesucristo, bajado del cielo para alumbrarnos con su luz, «sol de justicia, que traerá en sus rayos la salvación» (Mal 4,2). Ya en el Antiguo Testamento se nos habla de la Gloria de Yahwéh, reflejo de su presencia, como de algo relacionado íntimamente con la luz. Así, por ejemplo, cuando Moisés vuelve al campamento después de haber estado hablando con Dios, tiene tal resplandor en su rostro que los israelitas «tuvieron miedo de acercarse a él» (Ex 34,30). En este sentido San Juan afirma que «Dios es luz y no hay en El tiniebla alguna» (1 Jn 1,5), de modo que en el Cielo no habrá nunca noche porque el Señor alumbrará a todos (cfr Ap 21,23; 22,5).

        De este resplandor divino participan los ángeles (cfr Ap 1,11) y los santos (cfr Sab 3,7; Dan 2,3); de modo particular la Virgen, figura de la Iglesia, que se nos revela en el Apocalipsis «vestida de sol, la luna bajo sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas» (12,1).

        Esta luz divina nos llega a nosotros, mientras vivimos en este mundo, a través de Jesucristo que, por ser Dios, es «la luz verdadera, que ilumina a todo hombre» (Jn 1,9). Efectivamente, el Señor nos dice: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas» (Jn 8,12).

        Los cristianos participamos de la luz divina, de modo que el Señor puede decir: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5,14). Hay que vivir, pues, como hijos de la luz (cfr Lc 16,8), cuyo fruto consiste «en toda bondad, justicia y verdad» (Ef 5,9). Así la vida del cristiano es un continuo resplandor, que ayudará a los hombres a conocer a Dios y glorificarle (cfr Mt 5,16).

 

 

 

 

 

 

 

1,80

        «Desierto»: Seguramente se trata en la zona llamada «desierto de Judea», que se extendía desde las orillas noroccidentales del Mar Muerto hasta el macizo montañoso de Judea. No es un desierto de arena, sino más bien una zona esteparia, árida, con algunas matas y vegetación elemental, enjambres de abejas y saltamontes o langostas silvestres. Había también abundantes grutas donde se podía encontrar refugio.

 

 

 

 

 

 

2,1

        César Augusto era entonces Emperador de Roma; reinó del 30 a.C. al 14 d.C. Se conocen varios censos de su imperio ordenados por él, uno de los cuales bien puede ser el que nos refiere el Evangelista. Como Roma solía respetar los usos locales, el empadronamiento se hacía según la costumbre judía, por la cual cada cabeza de familia iba a empadronarse al lugar de origen.

 

 

 

 

 

 

2,6-7

        Ha nacido ya el Mesías, Hijo de Dios y Salvador nuestro. «El se hizo niño (...) para que tú pudieras ser hombre perfecto; El fue envuelto en pañales para que tú fueras librado de los lazos de la muerte (...). El bajó a la tierra para que tú pudieras subir al Cielo; El no tuvo sitio en la posada para que tú tuvieras en el Cielo muchas mansiones. El, siendo rico, se hizo pobre por nosotros -dice San Pablo (2 Cor 8,9)- para que os enriquecierais con su pobreza (...). Las lágrimas de aquel Niño que llora me purifican, aquellas lágrimas lavan mis pecados» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

        Jesús recién nacido no habla; pero es la Palabra eterna del Padre. El pesebre de Belén es una cátedra. «Hay que entender las lecciones que nos da Jesús ya desde Niño, desde que está recién nacido, desde que sus ojos se abrieron a esta bendita tierra de los hombres» (Es Cristo que pasa, n. 14). Su lección principal es la humildad: «Dios se humilla para que podamos acercamos a El, para que podamos corresponder a su amor con nuestro amor, para que nuestra libertad se rinda no sólo ante el espectáculo de su poder, sino ante la maravilla de su humildad.

        »Grandeza de un Niño que es Dios: su Padre es el Dios que ha hecho los cielos y la tierra, y El está ahí, en un pesebre, quia non erat eis locus in diversorio (Lc 11,7), porque no había otro sitio en la tierra para el dueño de todo lo creado» (Es Cristo que pasa, n. 18).

        Ojalá Jesús halle en nuestros corazones lugar donde nacer espiritualmente. Debemos aspirar a que Cristo nazca en nosotros, que es como decir que nosotros debemos nacer a una nueva vida, ser una nueva criatura (Rom 6,4), guardar aquella santidad y pureza de alma que se nos dio en el Bautismo y que ha sido como un nuevo nacimiento. Recemos despacio el tercer misterio del santo Rosario, contemplando el Nacimiento de nuestro Salvador.

 

2,7

        «Hijo primogénito»: La Sagrada Escritura suele llamar primogénito al primer varón que nace, sea o no seguido de otros hermanos (cfr, p. ej., Ex 13,2; 13,13; Num 15,8; Heb 1,6). Este sentido también se daba en el lenguaje profano, como consta, por ejemplo, en una inscripción fechada aproximadamente el año del nacimiento de Cristo y encontrada en los alrededores de Tell-el-Jeduieh (Egipto) en 1922, en la que se dice que una mujer llamada Arsinoe, murió «en los dolores del parto de su hijo primogénito».

        De otro modo, como explica San Jerónimo en la epístola Adversus Helvidium, 10, «si sólo fuese primogénito aquel a quien siguen otros hermanos, no se le deberían los derechos de primogénito, según manda la Ley, mientras los otros no naciesen», lo cual es evidentemente absurdo, ya que la Ley ordena el «rescate» de los primogénitos dentro del primer mes después de su nacimiento (cfr Num 18,16).

        Por otra parte, Jesucristo es primogénito en un sentido profundísimo que sobrepasa toda consideración natural y biológica. Así, San Beda, resumiendo una larga tradición de los Santos Padres, expone esta profunda primogenitura de Cristo con las siguientes palabras: «En verdad el Hijo de Dios, que se manifiesta en la carne, es en un orden más alto no sólo Unigénito del Padre según la excelencia de su divinidad, sino también primogénito de toda criatura según los vínculos de su fraternidad con los hombres (...). Es Unigénito por la sustancia de la Deidad, y primogénito por la asunción de la humanidad; primogénito en la Gracia, Unigénito en la naturaleza» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.).

        La Tradición cristiana nos enseña la verdad de fe de la virginidad de María después del parto, que está en perfecto acuerdo con este carácter de primogénito de Cristo. He aquí, por ejemplo, las palabras del Concilio de Letrán del año 649: «Si alguno no confiesa, de acuerdo con los Santos Padres, propiamente y según verdad por Madre de Dios a la Santa y siempre Virgen María, como quiera que concibió en los últimos tiempos sin semen, por obra del Espíritu Santo, al mismo Dios Verbo propia y verdaderamente, que antes de todos los siglos nació de Dios Padre, e incorruptiblemente le engendró, permaneciendo Ella aun después del parto en su virginidad indisoluble, sea condenado» (can. 3).

        «Aposento»: El término original (Kataíyma en griego, diversorium en latín: cfr Lc 2,11) significa estancia principal, sala, alojamiento. Esto ha dado lugar a la tradición antigua de que era una posada.

 

 

 

 

 

 

 

2,8-20

        Cristo se manifestó de tal manera en su nacimiento que dejó de igual modo patente su divinidad y su humanidad. La fe cristiana debe confesar que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre. Mostró en sí mismo la flaqueza -la forma de siervo (Fil 2,7)- y al mismo tiempo el poder de su divinidad.

        La salvación que Cristo traía estaba destinada a hombres de toda condición y raza: «No hay griego o judío, circuncisión o incircuncisión, bárbaro o escita, siervo o libre, sino que Cristo es todo y en todos» (Col 3,11). Por eso, ya en su nacimiento, eligió para manifestarse a personas de diversa condición: a los pastores, a los Magos y a los justos Simeón y Ana. Como comenta San Agustín: «Los pastores eran israelitas; los Magos, gentiles; aquellos estaban cerca; éstos, lejos. Unos y otros acudieron a Cristo como a la piedra angular» (Sermo de Nativitate Domini, 202).

 

 

 

 

 

 

 

2,8-9

        Estos pastores podían ser muy bien de la comarca de Belén o quizá incluso de otras zonas, que venían a aprovechar los pastos. A esta gente sencilla y humilde es a la que primero se anuncia la buena nueva del nacimiento de Cristo. Dios muestra predilección por los humildes (cfr Prv 3,32); se oculta a los que presumen de sabios y prudentes, y se revela a los «pequeños» (cfr Mt 11,25).

 

 

 

 

 

 

 

 

2,10-14

        El ángel anuncia que el Niño que ha nacido es el Salvador, el Cristo, el Señor. Es el Salvador porque ha venido a redimirnos de nuestros pecados (cfr Mt 1,21). Es el Cristo, es decir, el Mesías prometido tantas veces en el AT, y que ahora está recién nacido entre nosotros cumpliendo esa esperanza antigua. Es el Señor, con lo cual se manifiesta la divinidad de Cristo, puesto que con este nombre quiso Dios ser llamado por su pueblo en el AT. Y este nombre se hará corriente entre los cristianos para nombrar e invocar a Jesús, y así confesará su fe la Iglesia para siempre: «Creemos (...) en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios (...)».

        Al decirles el ángel que el Niño había nacido en la ciudad de David, les recuerda que éste era el lugar destinado para el nacimiento del Mesías Redentor (cfr Mich 5,2; Mt 2,6), descendiente de David (cfr Ps 110,1-2; Mt 22,42-46).

        Pero Cristo es no sólo Señor de los hombres, sino también de los ángeles. De ahí que éstos se alegren por el Nacimiento de Cristo y le tributen esta adoración: «Gloria a Dios en las alturas». Aún más, como los hombres están llamados a participar en la misma felicidad eterna que los ángeles, éstos expresan su alegría añadiendo en su alabanza: «Y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». «Alaban al Señor -comenta San Gregorio Magno- poniendo las voces de su canto en armonía con nuestra redención; nos ven participando ya en su misma suerte y se congratulan por ello» (Moralia, 28,7).

        Santo Tomás resume la razón de que el Nacimiento de Cristo fuese manifestado por medio de ángeles: «Necesita ser manifestado lo que de suyo es oculto, no lo que es patente. El cuerpo del recién nacido era manifiesto; pero su divinidad estaba oculta, y por tanto era conveniente que se manifestara aquel nacimiento por medio de los ángeles, que son ministros de Dios; por eso apareció el ángel rodeado de claridad, para que quedase patente que el recién nacido era el esplendor de la gloria del Padre (Heb 1,3)» (Suma Teológica, III, q. 36, a. 5 ad 1).

        El ángel anuncia también a los pastores la humanidad de Cristo: «Encontraréis a un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre» (v. 12), como ya había sido profetizado en el AT: «Un niño nos ha nacido, y un hijo se nos ha dado, el cual lleva sobre sus hombros el principado» (Is 9,6).

 

 

 

 

 

 

 

2,14

        Este texto puede ser traducido de dos maneras, que no se excluyen. Una es la que figura en la presente traducción. La otra sería: «Y en la tierra paz a los hombres que gozan de la benevolencia divina», que equivale a la traducción litúrgica castellana del Misal: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor». En definitiva, lo que dice el texto es que los ángeles piden paz y reconciliación con Dios, que proceden no de los méritos de los hombres, sino de la gratuita misericordia que el Señor quiere usar con ellos. Ambas traducciones se complementan, porque cuando los hombres corresponden a la gracia de Dios, no hacen más que cumplir en sí mismos esa buena voluntad, ese amor de Dios por ellos: «Iesus Christus, Deus Homo, Jesucristo Dios-Hombre. Una de las magnalia Dei (Act II, 11), de las maravillas de Dios, que hemos de meditar y que hemos de agradecer a este Señor que ha venido a traer la paz en la Tierra a los hombres de buena voluntad (Lc II, 14). A todos los hombres que quieren unir su voluntad a la Voluntad buena de Dios» (Es Cristo que pasa, n. 13).

 

 

 

 

 

 

 

2,15-18

        Dios quiso que el nacimiento del Mesías Salvador, el hecho más importante de la historia humana, sucediera de modo tan inadvertido que el mundo, aquel día, siguió su vida como si nada especial hubiera ocurrido. Sólo a unos pastores les anuncia Dios el acontecimiento. También a un pastor, Abrahán, Dios le confió la promesa de Salvación para toda la humanidad.

        Los pastores marchan a Belén acuciados por la señal que se les había dado. Al comprobarla, cuentan el anuncio del ángel y la aparición de la milicia celestial. Y con ello, se constituyen en los primeros testigos del Nacimiento del Mesías. «No satisfechos los pastores con creer la ventura que les había anunciado el ángel, y cuya realidad vieron llenos de asombro, manifestaban su alegría no sólo a María y a José, sino también a todo el mundo, y lo que es más, procuraban grabarla en su memoria. Y todos los que escucharon se maravillaron'. ¿Y cómo no habían de maravillarse viendo en la tierra a Aquel que está en los Cielos, y reconciliado en paz lo celestial con lo terreno; a aquel inefable Niño, uniendo en sí lo que era celestial por su divinidad con lo que era terreno por su humanidad y haciendo en esta unión una alianza admirable? No sólo se admiran por el misterio de la Encarnación, sino también por el gran testimonio de los pastores, que no podían inventar lo que no hubieran oído y que publican la verdad con una elocuencia sencilla» (Ad Amphilochium, quaestio 155).

 

 

 

 

 

 

 

2,16

        La prisa de los pastores es fruto de su alegría y de su afán por ver al Salvador. Comenta San Ambrosio: «Nadie busca a Cristo perezosamente» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.). El Evangelista ya ha observado antes que Nuestra Señora, después de la Anunciación, se fue deprisa a visitar a Santa Isabel (Lc 1,39). El alma que ha dado entrada a Dios en su corazón vive con alegría la visita del Señor y esta alegría da alas a su vida.

 

 

 

 

 

 

 

2,19

        En breves palabras este versículo dice mucho de Santa María. Nos la presenta serena y contemplativa ante las maravillas que se estaban cumpliendo en el nacimiento de su divino Hijo. María las penetra con mirada honda, las pondera y las guarda en el silencio de su alma. ¡Santa María, maestra de oración! Si la imitamos, si guardamos y ponderamos en nuestros corazones lo que de Jesús oímos y lo que El hace en nosotros, estamos en camino hacia la santidad cristiana y no faltará en nuestra vida ni la doctrina del Señor ni su gracia. Por otra parte, meditando de este modo la enseñanza que hemos recibido de Jesús, vamos profundizando en el misterio de Cristo, y así «la Tradición apostólica va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo; es decir, crece la comprensión de las palabras y de las cosas transmitidas cuando los fieles las contemplan y estudian repasándolas en su corazón, cuando comprenden internamente los misterios que viven, cuando las proclaman los Obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad» (Dei Verbum, n. 8).

 

 

 

 

 

 

 

2,21

        Acerca del significado y rito de la circuncisión, cfr nota a Lc 1,59. «Jesús» significa «Yahwéh salva» o «Yahwéh es salvación», es decir, Salvador. Este nombre le fue impuesto al Niño no por disposición humana, sino para cumplir lo que el arcángel había ordenado de parte de Dios a la Santísima Virgen y a San José (cfr Lc 1,31; Mt 1,21).

        El fin de la Encarnación del hijo de Dios fue la Redención y Salvación de todos los hombres, de ahí que, con razón, se le llamó Jesús, Salvador. Así lo confesamos en el Credo: «Que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó del Cielo». «Ciertamente, hubo muchos con este nombre (...). Pero ¿con cuánta más verdad entenderemos que debe ser llamado con este nombre nuestro Salvador? El, en efecto, ha traído la vida, la libertad y la eterna salvación no a un pueblo cualquiera, sino a todos los hombres de todos los tiempos; no en verdad oprimidos por el hambre o por el dominio de los egipcios o babilonios, sino sentados en la sombra de la muerte y sujetos con las durísimas cadenas del pecado y del demonio» (Catecismo Romano, 1, 3,6).

 

 

 

 

 

 

 

2,22-24

        La Sagrada Familia sube a Jerusalén con el fin de dar cumplimiento a dos prescripciones de la Ley de Moisés: purificación de la madre, y presentación y rescate del primogénito. Según Lev 12,2-8, la mujer al dar a luz quedaba impura. La madre de hijo varón terminaba el tiempo de impureza legal a los cuarenta días del nacimiento, con el rito de la purificación. María Santísima, siempre virgen, de hecho no estaba comprendida en estos preceptos de la Ley, porque ni había concebido por obra de varón, ni Cristo al nacer rompió la integridad virginal de su Madre. Sin embargo, Santa María quiso someterse a la Ley, aunque no estaba obligada.

        «Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?

        »iPurificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! -Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor.-Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón» (Santo Rosario, cuarto misterio gozoso).

        Asimismo, en Ex 13,2.12-13 se indica que todo primogénito pertenece a Dios y debe serle consagrado, esto es, dedicado al culto divino. Sin embargo, desde que éste fue reservado a la tribu de Leví, aquellos primogénitos que no pertenecían a esta tribu no se dedicaban al culto; y para mostrar que seguían siendo propiedad especial de Dios se realizaba el rito del rescate.

        La Ley mandaba también que los israelitas ofrecieran para los sacrificios una res menor, por ejemplo un cordero, o si eran pobres un par de tórtolas o dos pichones. El Señor que «siendo rico se hizo pobre por nosotros, para que vosotros fueseis ricos por su pobreza» (2 Cor 8,9), quiso que se ofreciera por El la ofrenda de los pobres.

 

 

 

 

 

 

 

2,25-32

        Simeón, calificado de hombre justo y temeroso de Dios, atento a la voluntad divina, se dirige al Señor en su oración como un vasallo o servidor leal que después de haber estado vigilante durante toda su vida, en espera de la venida de su Señor, ve ahora por fin llegado ese momento, que ha dado sentido a su existencia. Al tener al Niño en sus brazos, conoce no por razón humana sino por gracia especial de Dios, que ese Niño es el Mesías prometido, la Consolación de Israel, la Luz de los pueblos.

        El cántico de Simeón (vv. 29-32) es además una verdadera profecía. Tiene este cántico dos estrofas: la primera (vv. 29-30) es una acción de gracias a Dios, traspasada de profundo gozo, por haber visto al Mesías. La segunda (vv. 31-32) acentúa el carácter profético y canta los beneficios divinos que el Mesías trae a Israel y a todos los hombres. El cántico destaca el carácter universal de la Redención de Cristo, anunciada por muchas profecías del AT (cfr Gen 22,18; Is 2,6; Is 42,6; Is 60,3; Ps 98,2).

        Podemos entender el gozo singular de Simeón, al considerar que muchos patriarcas, profetas y reyes de Israel anhelaron ver al Mesías y no lo vieron, y él, en cambio, lo tiene en sus brazos (cfr Lc 10,24; 1 P 1,10).

 

 

 

 

 

 

 

2,33

        La Virgen y San José se admiraban no porque desconocieran el misterio de Cristo, sino por el modo como Dios iba revelándolo. Una vez más nos enseñan a saber contemplar los misterios divinos en el nacimiento de Cristo.

 

 

 

 

 

 

 

2,34-35

        Después de bendecirlos, Simeón, movido por el Espíritu Santo, profetiza de nuevo sobre el futuro del Niño y de su Madre. Las palabras de Simeón se han hecho más claras para nosotros al cumplirse en la Vida y Muerte del Señor.

        Jesús, que ha venido para la salvación de todos los hombres, será sin embargo signo de contradicción, porque algunos se obstinarán en rechazarlo, y para éstos Jesús será su ruina. Para otros, en cambio, al aceptarlo con fe, Jesús será su salvación, librándolos del pecado en esta vida y resucitándolos para la vida eterna.

        Las palabras dirigidas a la Virgen anuncian que María habría de estar íntimamente unida a la obra redentora de su Hijo. La espada de que habla Simeón expresa la participación de María en los sufrimientos del Hijo; es un dolor inenarrable, que traspasa el alma. El Señor sufrió en la Cruz por nuestros pecados; también son los pecados de cada uno de nosotros los que han forjado la espada de dolor de nuestra Madre. En consecuencia tenemos un deber de desagravio no sólo con Dios, sino también con su Madre, que es Madre nuestra.

        Las últimas palabras de la profecía, «a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones», enlazan con el v. 34: en la aceptación o repulsa de Cristo se manifiesta la rectitud o perversión de los corazones.

 

 

 

 

 

 

 

2,36-38

        El testimonio de Ana es muy parecido al de Simeón: como éste, también ella había estado esperando la venida del Mesías durante su larga vida, en un fiel servicio a Dios; y también es premiada con el gozo de verlo. «Hablaba de él», es decir, del Niño: alababa a Dios en oración personal, y exhortaba a los demás a que creyeran que aquel Niño era el Mesías.

        Así, pues, el nacimiento de Cristo se manifiesta por tres clases de testigos y de tres modos distintos: primero, por los ángeles que lo anuncian; segundo, por los pastores tras la aparición de los ángeles; y, en tercer lugar, por Simeón y Ana, movidos por el Espíritu Santo.

        Quien, como Simeón y Ana, persevera en la piedad y en el servicio a Dios, por muy poca valía que parezca tener su vida a los ojos de los hombres, se convierte en instrumento apto del Espíritu Santo para dar a conocer a Cristo a los demás. En sus planes redentores, Dios se vale de estas almas sencillas para conceder muchos bienes a la humanidad.

 

 

 

 

 

 

2,39

        Antes de la vuelta a Nazaret acontecieron los sucesos de la huida y permanencia en Egipto que relata San Mateo en 2,13-23.

 

 

 

 

 

 

 

2,40

        «Nuestro Señor Jesucristo en cuanto niño, es decir, revestido de la fragilidad de la naturaleza humana, debía crecer y fortalecerse; pero en cuanto Verbo eterno de Dios no necesitaba fortalecerse ni crecer. De donde muy bien se le describe lleno de sabiduría y de gracia» (In Lucae Evangelium expositio, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

2,41

        Sólo San Lucas (2,41-50) ha recogido el suceso del Niño Jesús perdido y hallado en el Templo, que piadosamente contemplamos en el quinto misterio gozoso del santo Rosario.

        El viaje era obligatorio sólo para los varones de doce años en adelante. La distancia entre Nazaret y Jerusalén en línea recta es de unos 100 km. Teniendo en cuenta las zonas montañosas, los caminos darían un rodeo que puede calcularse en 140 km.

 

 

 

 

 

 

 

2,43-44

        En las peregrinaciones a Jerusalén los judíos solían caminar en dos grupos: uno de hombres y otro de mujeres. Los niños podían ir con cualquiera de los dos. Esto explica que pudiera pasar inadvertida la ausencia del Niño hasta que terminó la primera jornada, momento en el que se reagrupaban las familias para acampar.

        «Llora María.-Por demás hemos corrido tú y yo de grupo en grupo, de caravana en caravana: no le han visto. -José, tras hacer inútiles esfuerzos por no llorar, llora también: ...Y tú ...Y yo.

        »Yo, como soy un criadito basto, lloro a moco tendido y clamo al cielo y a la tierra..., por cuando le perdí por mi culpa y no clamé» (Santo Rosario, quinto misterio gozoso).

 

 

 

 

 

 

 

2,45

        La solicitud con que María y José buscan al Niño ha de estimularnos a nosotros a buscar siempre a Jesús, sobre todo cuando lo hayamos perdido por el pecado.

        «Jesús: que nunca más te pierda... Y entonces la desgracia y el dolor nos unen, como nos unió el pecado, y salen de todo nuestro ser gemidos de profunda contrición y frases ardientes, que la pluma no puede, no debe estampar» (Santo Rosario, quinto misterio gozoso).

 

 

 

 

 

 

 

2,46-47

        Seguramente el Niño Jesús estaría en el atrio del Templo, donde los doctores solían enseñar. Los que querían escuchaban las explicaciones, sentados en el suelo, interviniendo a veces con preguntas y respuestas. El Niño Jesús siguió esta costumbre, pero sus preguntas y respuestas llamaron la atención de los doctores por su sabiduría y ciencia.

 

 

 

 

 

 

 

2,48

        La Virgen sabía desde el anuncio del ángel que el Niño Jesús era Dios. Esta fe fundamentó una constante actitud de generosa fidelidad a lo largo de toda su vida, pero no tenía por qué incluir el conocimiento concreto de todos los sacrificios que Dios le pediría, ni el modo como Cristo llevaría a cabo su misión redentora. Lo iría descubriendo en la contemplación de la vida de Nuestro Señor.

 

 

 

 

 

 

 

2,49

        La respuesta de Cristo es una explicación. Las palabras del Niño -que son las primeras que recoge el Evangelio- enseñan claramente su Filiación divina. Y afirman su voluntad de cumplir los designios de su Padre Eterno. «No los reprende -a María y José- porque lo buscan como hijo, sino que les hace levantar los ojos de su espíritu para que vean lo que debe a Aquel de quien es Hijo Eterno» (In Lucae Evangelium ezpositio, in loc.). Jesús nos enseña a todos que por encima de cualquier autoridad humana, incluso la de los padres, está el deber primario de cumplir la voluntad de Dios: «Y, al consolarnos con el gozo de encontrar a Jesús - ¡tres días de ausencia! - disputando con los Maestros de Israel (Lc II, 46), quedará muy grabada en tu alma y en la mía la obligación de dejar a los de nuestra casa por servir al Padre Celestial» (Santo Rosario, quinto misterio gozoso). Cfr nota a Mt 10,34-37.

 

 

 

 

 

 

 

2,50

        Hay que tener en cuenta que Jesús conocía con detalle desde su concepción el desarrollo de toda su vida en la tierra (cfr nota a Lc 2,52). Las palabras con que responde a sus padres denotan ese conocimiento. María y José se dieron cuenta de que esa respuesta entrañaba un sentido muy profundo que no llegaban a entender. Lo fueron comprendiendo a medida que los acontecimientos de la vida de su Hijo se iban desarrollando. La fe de María y José y su actitud de reverencia frente al Niño les llevaron a no preguntar más por entonces, y a meditar, como en otras ocasiones, las obras y palabras de Jesús.

 

 

 

 

 

 

 

2,51

        El Evangelio nos resume la vida admirable de Jesús en Nazaret con sólo tres palabras: erat subditus illis, les estaba sujeto, les obedecía. «Jesús obedece, y obedece a José y a María. Dios ha venido a la tierra para obedecer, y para obedecer a las criaturas. Son dos criaturas perfectísimas: Santa María, nuestra Madre, más que Ella sólo Dios; y aquel varón castísimo, José. Pero criaturas. Y Jesús, que es Dios, les obedecía. Hemos de amar a Dios, para así amar su voluntad y tener deseos de responder a las llamadas que nos dirige a través de las obligaciones de nuestra vida corriente: en los deberes de estado, en la profesión, en el trabajo, en la familia, en el trato social, en el propio sufrimiento y en el de los demás hombres, en la amistad, en el afán de realizar lo que es bueno y justo» (Es Cristo que pasa, n. 17).

        En Nazaret permaneció Jesús como uno más de los hombres, trabajando en el mismo oficio de San José y ganando el sustento con el sudor de su frente. «Esos años ocultos del Señor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los años que vendrían después: los de su vida pública. Desde 1928 comprendí con claridad que Dios desea que los cristianos tomen ejemplo de toda la vida del Señor. Entendí especialmente su vida escondida, su vida de trabajo corriente en medio de los hombres: el Señor quiere que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y sin brillo. Obedecer a la voluntad de Dios es siempre, por tanto, salir de nuestro egoísmo; pero no tiene por qué reducirse principalmente a alejarse de las circunstancias ordinarias de la vida de los hombres, iguales a nosotros por su estado, por su profesión, por su situación en la sociedad.

        »Sueño -y el sueño se ha hecho realidad- con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que El las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre» (Es Cristo que pasa, n. 20).

 

 

 

 

 

 

 

2,52

        Según su naturaleza humana Jesús Niño crecía como uno de nosotros. El crecimiento en sabiduría ha de entenderse en cuanto a la ciencia experimental: los conocimientos adquiridos por su entendimiento humano a partir de las cosas sensibles y de la experiencia de la vida. También cabe hablar de aumento de sabiduría según los efectos o manifestaciones externas; en este aspecto Cristo realizaba obras siempre perfectas en relación con su edad.

        En la humanidad de Jesús había tres clases de ciencia: 1. La ciencia de los bienaventurados (visión de la esencia divina) en razón de la unión hipostática (unión de la naturaleza humana de Cristo con la divina en la única persona del Verbo). Esta ciencia no podía crecer. 2. La ciencia infusa, que perfeccionaba su inteligencia y por la que conocía todas las cosas, incluso las ocultas, como el interior de los corazones de los hombres. Esta ciencia tampoco podía aumentar. 3. La ciencia adquirida, por la cual, como los demás hombres, adquiría nuevos conocimientos a partir de las experiencias sensibles. Esta, evidentemente, crecía con el paso de los años.

        En cuanto a la gracia, propiamente hablando, Jesús no podía crecer. Desde el primer instante de su concepción tenía la gracia en toda su plenitud por ser verdadero Dios en razón de la unión hipostática. Según explica Santo Tomás: «El fin de la gracia es la unión de la criatura racional con Dios, y no puede haber ni puede entenderse una unión más íntima de la criatura racional con Dios que la que se da en la persona de Cristo (...). Es pues evidente que la gracia de Cristo no pudo aumentar por parte de la misma gracia. Ni tampoco pudo aumentar por parte de Cristo, que en cuanto hombre fue verdadera y plenamente comprehensor, bienaventurado, desde el primer instante de su concepción. Por tanto no pudo aumentar en El la gracia» (Suma Teológica, III, q. 7, a. 12).

        Puede hablarse, no obstante, de un crecimiento en gracia según los efectos. En todo caso, nos encontramos aquí ante uno de los misterios de la fe que exceden nuestra inteligencia. ¡Qué pequeño sería Dios si nosotros lo pudiéramos entender y explicar perfectamente! Cristo, ocultando su poder y sabiduría infinitas, haciéndose Niño, ¡qué gran lección es para nuestro orgullo!

 

 

 

 

 

 

 

 

3,1

        El Evangelio sitúa con precisión en el tiempo y en el espacio la aparición pública de Juan Bautista, el Precursor de Cristo. Tiberio César fue el segundo emperador romano, y el año decimoquinto de su Imperio corresponde al 27 ó al 29 de nuestra era, según dos cómputos de tiempo posibles.

        Poncio Pilato fue procurador o praefectus de Judea desde el año 26 al 36 de nuestra era. Su jurisdicción se extendía también a Samaría e Idumea.

        Este Herodes es Herodes Antipas, hijo de Herodes el Grande, al que sucedió en parte de su territorio, no con el título de rey, sino de tetrarca. Esta última denominación se utilizaba para señalar una autoridad subordinada al poder romano. Herodes Antipas murió el año 39 de nuestra era y fue el que mandó degollar a San Juan Bautista. Sobre la identificación de los cuatro Herodes que aparecen en el NT, cfr nota a Mt 2,1.

        Filipo, hijo también de Herodes el Grande y hermanastro de Herodes Antipas, fue tetrarca de las regiones indicadas en el texto sagrado hasta el año 34 d.C. Se casó con Herodías, de la que se habla en Mc 6,17-19.

 

 

 

 

 

 

 

3,2

        El sumo sacerdote era entonces Caifás, que ejerció su pontificado desde el año 18 al 36 d.C. Anás, su suegro, que había sido depuesto el año 15 por la autoridad romana, conservaba todavía tal influencia que de hecho era considerado como cabeza de la política y de la religión judías. Por eso, cuando prenden a Cristo, el primer interrogatorio se hace ante Anás (Jn 18,12-24). El texto le da, pues, con gran propiedad el título de sumo sacerdote.

 

 

 

 

 

 

3,2-3

        San Lucas introduce de forma solemne la figura de Juan el Bautista, de quien los Evangelios hablan en repetidas ocasiones. Cuando Cristo elogia al Bautista (cfr Mt 11,7-9), destaca con claridad su voluntad recia y su empeño en cumplir la misión que Dios le había encomendado. Notas características de la personalidad de Juan son la humildad, la austeridad, la valentía y el espíritu de oración. Llevar a cabo con perfección una misión tan excelsa -ser el Precursor del Mesías- merece de Cristo singular alabanza: Juan el Bautista es el más grande entre los nacidos de mujer (cfr Mt 11,11); «la antorcha que ardía y alumbraba» (Jn 5,35). Ardía por su amor, brillaba por su testimonio. Cristo «era la luz» (Jn 1,9); el Bautista «vino.., para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él» (Jn 1,7).

        Juan el Bautista se presenta predicando la necesidad de hacer penitencia. Prepara «el camino del Señor». Es el pregonero de la Salvación. Pero simple pregonero, simple voz que anuncia. El Bautista proclama: «Viene (...) aquel a quien yo no soy digno de desatar la correa de sus sandalias» (Jn 1,27). Por eso le señala: «He aquí el Cordero de Dios» (Jn 1,29 .36), he ahí al «Hijo de Dios» (Jn 1,34); y ve con gozo que sus propios discípulos se vayan con Cristo (Jn 1,37): «Es necesario que él crezca -dice- y que yo disminuya» (Jn 3,30).

 

 

 

 

 

 

 

3,4-6

        En la segunda parte del libro de Isaías (caps. 40-55), llamada «Libro de la Consolación», se anuncia al pueblo judío que sufrirá con el destierro un nuevo éxodo, y que será entonces guiado no por Moisés, sino por Dios mismo; caminará de nuevo a través del desierto hasta llegar a la nueva tierra de promisión. Con la predicación del Bautista, que anuncia la llegada de Jesucristo, se cumple esta profecía.

        Ante la venida inminente del Señor, los hombres deben disponerse interiormente, hacer penitencia de sus pecados, rectificar su vida para recibir la gracia especial divina que trae el Mesías. Todo esto viene a significar ese allanar los montes, rectificar y suavizar los caminos de que habla el Bautista.

        La Iglesia en su liturgia de Adviento nos anuncia todos los años la venida de Jesucristo, Salvador nuestro, y exhorta a cada cristiano a esa purificación de su alma mediante una renovada conversión interior.

 

 

 

 

 

 

 

3,7

        La pregunta del Bautista va dirigida a hacer comprender que para alcanzar el perdón de Dios -«huir de la ira venidera»- no basta con someterse a ritos externos, incluso al propio bautismo de Juan, sino que es necesaria la conversión del corazón, que produce los frutos de penitencia agradables a Dios.

 

 

 

 

 

 

 

3,8

        Los judíos se vanagloriaban de la nobleza de su origen; no querían reconocerse pecadores, pensando que sólo ellos, descendientes legítimos de Abrahán, eran los predestinados a recibir la salvación de Dios que traería el Mesías, sin que tuvieran necesidad de hacer más penitencia que la de sus prácticas externas. Por eso les corrige Juan Bautista utilizando un expresivo juego de palabras hebreas («Dios puede hacer surgir de estas piedras (abaním) hijos (baním) de Abrahán»), mediante el cual les advierte que, si no se convierten, quedarán excluidos del Reino de Dios; mientras que muchos otros, que no descienden de Abrahán según la carne, serán constituidos hijos suyos, en descendencia espiritual por la fe (cfr Mt 8,11; Rom 9,8).

 

 

 

 

 

 

3,12-13

        Con sinceridad y valentía San Juan Bautista descubre a cada uno su falta. El pecado principal de los publicanos consistía en aprovecharse de su situación privilegiada como colaboradores del poder romano, para enriquecerse a costa del pueblo israelita. En efecto, Roma estipulaba con ellos una cantidad global como contribución de Israel al Imperio; los publicanos, como gestores del cobro de los impuestos, abusaban de su poder exigiendo a los contribuyentes más de lo debido. Recuérdese, por ejemplo, el caso de Zaqueo que después de su conversión, duda de la justicia de su antiguo proceder y, movido por la gracia, promete al Señor reparar con generosidad sus posibles fraudes (cfr Lc 19,1-10).

        La predicación del Bautista expresa una norma de moral natural, que recoge también la Iglesia en su doctrina. Los cargos públicos han de ser considerados, ante todo, como un servicio a la sociedad, y nunca como ocasión de lucro personal en detrimento del bien común y de la justicia que se pretende administrar. En todo caso, quien haya tenido la debilidad de apropiarse injustamente de lo ajeno, no le basta confesar su falta en el Sacramento de la Penitencia para obtener el perdón de su pecado; tiene que hacer además el propósito de restituir lo que no es suyo.

 

 

 

 

 

 

 

3,14

        El Bautista exige de todos -fariseos, publicanos, soldados- una profunda renovación interior en el mismo ejercicio de su profesión, que les lleve a vivir las normas de la justicia y de la honradez. Dios nos pide a todos la santificación en nuestro propio trabajo y condición. «Cualquier trabajo digno y noble en lo humano, puede convertirse en un quehacer divino. En el servicio de Dios no hay oficios de poca categoría: todos son de mucha importancia» (Conversaciones, n. 55).

 

 

 

 

 

 

 

3,15-17

        Con el anuncio del Bautismo cristiano y con expresivas imágenes, el Bautista proclama que él no es el Mesías, pero que está al llegar y que vendrá con el poder de Juez supremo, propio de Dios, y con la dignidad del Mesías, que no tiene parangón humano.

 

 

 

 

 

 

 

3,19-20

        Juan el Bautista predicó las exigencias morales del Reino mesiánico con caridad pero sin miramientos humanos. La predicación de la verdad llega a hacerse molesta y hasta insoportable para quien la escucha sin ánimo de conversión. Tal incomodidad puede llevar, como en el caso de Herodes, incluso a perseguir a quien anuncia la verdad. «No tengas miedo a la verdad, aunque la verdad te acarree la muerte» (Camino, n. 34).

 

 

 

 

 

 

 

3,21-22

        La Iglesia recuerda en su Liturgia las tres primeras manifestaciones solemnes de la divinidad de Cristo: la adoración de los Magos (Mt 2,11), el Bautismo de Jesús (Lc 3,21-22; Mt 3,13-17; Mc 1,9-11) y el primer milagro que hizo el Señor en las bodas de Caná (Jn 2,11). En la adoración de los Magos Dios había mostrado la divinidad de Jesucristo por medio de la estrella. En el Bautismo la voz de Dios Padre, «venida del Cielo», revela a Juan el Bautista y al pueblo judío -y en ellos a todos los hombres- este profundo misterio de la divinidad de Cristo. En las bodas de Caná, a través de un milagro, Jesús «manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él» (Jn 2,11). «Cuando llegó a la edad perfecta -comenta Santo Tomás- en que debía enseñar, hacer milagros y atraer a los hombres hacia Sí, entonces debió ser indicada su divinidad por el Padre, a fin de que su doctrina se hiciera más creíble. Por eso dice El mismo: El Padre que me ha enviado, El mismo ha dado testimonio de mí' (Jn 5,37)» (Suma Teológica, III, q. 39, a. 8 ad 3).

 

 

 

 

 

 

 

3,21

        En el Bautismo de Cristo se encuentra reflejado el modo como actúa y opera el Sacramento del Bautismo en el hombre: su bautismo fue ejemplar del nuestro. Así, en el bautismo de Cristo se manifestó el misterio de la Santísima Trinidad, y los fieles, al recibir el Bautismo, quedan consagrados por la invocación y virtud de la Trinidad Beatísima. Igualmente el abrirse de los cielos significa que la fuerza de este Sacramento, su eficacia, viene de arriba, de Dios, y que por él queda expedita a los bautizados la vía del Cielo, cerrada por el pecado original. La oración de Jesucristo después de ser bautizado nos enseña que «después del Bautismo le es necesaria al hombre la asidua oración para lograr la entrada en el Cielo; pues, si bien por el Bautismo se perdonan los pecados, queda sin embargo la inclinación al pecado que interiormente nos combate, y quedan también el demonio y la carne que exteriormente nos impugnan» (Suma Teológica, III, q. 39, a. 5).

 

 

 

 

 

 

 

3,23

        San Lucas indica la edad del Señor al comienzo de su ministerio público. Estos años de vida oculta tienen una alta significación: no son un paréntesis en su obra de Redención. En su trabajo ordinario y oculto de Nazaret está ya redimiendo al mundo y santificando todo trabajo noble, todo estado de vida, la misma vida familiar: «Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino. Por mucho que hayamos considerado estas verdades, debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo.

        »Así vivió Jesús durante seis lustros: era fabri filius (Mt XIII, 55), el hijo del carpintero. Después vendrán los tres años de vida pública, con el clamor de las muchedumbres. La gente se sorprende: ¿quién es éste?, ¿dónde ha aprendido tantas cosas? Porque había sido la suya, la vida común del pueblo de su tierra. Era el faber, filius Mariae (Mc VI, 3), el carpintero, hijo de María. Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba atrayendo a sí todas las cosas (Jn XII, 32)» (Es Cristo que pasa, n. 14).

        Todo cristiano puede, pues, y debe buscar su santificación en lo ordinario y corriente de cada día, según su estado, edad y profesión: «Por tanto, todos los fieles cristianos son llamados y tienen la obligación de buscar insistentemente la santidad y la perfección dentro del propio estado» (Lumen gentium, n. 42).

 

 

 

 

 

 

 

3,23-38

        San Mateo y San Lucas recogen la genealogía del Señor. San Mateo (1,1-17) comienza con ella su Evangelio a modo de presentación, mostrando que Cristo está arraigado en el pueblo escogido, con una ascendencia que se remonta hasta Abrahán; más en concreto, que Jesús era el Mesías anunciado por los Profetas y descendiente de David; que era el rey de la dinastía davídica enviado por Dios según las promesas de salvación.

        San Lucas, en cambio, que escribió en primer lugar para los cristianos procedentes de los gentiles, destaca la universalidad de la Redención realizada por Cristo. Así, en su genealogía asciende desde Jesús hasta Adán, padre de todos los hombres, gentiles y judíos, vinculando a Cristo no sólo a éstos, sino a toda la humanidad.

        Así como San Mateo subraya el carácter mesiánico de Nuestro Señor, San Lucas destaca el carácter sacerdotal. Santo Tomás, siguiendo a San Agustín, ve en la genealogía de San Lucas la enseñanza del sacerdocio de Cristo: «San Lucas, no desde el principio, sino después del bautismo de Cristo, narra la genealogía en orden ascendente, como señalando al Sacerdote que expía los pecados en el momento en que San Juan Bautista dio testimonio de El, diciendo: He aquí el que quita los pecados del mundo'. Y, ascendiendo por Abrahán llega hasta Dios, con quien nos reconciliamos, una vez limpios y purificados» (Suma Teológica, III, q. 31, a. 3 ad 3).

        Las listas genealógicas de San Mateo y de San Lucas muestran diferencias en los nombres. Los expositores, partiendo de la absoluta historicidad de ambos Evangelios, han dado varias soluciones, ninguna de las cuales se impone de manera definitiva. Hay que tener en cuenta que los judíos conservaban con esmero sus genealogías, especialmente los de familia real o sacerdotal, para el ejercicio de sus derechos, obligaciones y funciones. Por ejemplo, al regreso del destierro de Babilonia, los sacerdotes y levitas que presentaron en regla sus tablas genealógicas volvieron a desempeñar sus funciones en el Templo. Y lo mismo otras personas, por idéntico procedimiento, volvieron a entrar en posesión de sus antiguas tierras. En cambio quienes, tras los años azarosos del destierro, no pudieron probar su ascendencia, fueron excluidos de las funciones sacerdotales, y no recobraron las tierras que reclamaban (cfr Esd 2,59-62; Neh 7,64 ss.).

        Las soluciones que se han propuesto para explicar las diferencias entre las genealogías de Mateo y Lucas giran alrededor de estos dos polos: 1) ambos evangelistas recogen la genealogía de San José, pero uno tiene en cuenta la ley del levirato (si alguien moría sin hijos, su hermano debía tomar por mujer a la cuñada viuda, siendo el primogénito de este matrimonio hijo legal del difunto; cfr Dt 25,5-6) y el otro no; 2) San Mateo expone la genealogía de San José, y San Lucas la de la Virgen. En este caso José no sería hijo propiamente dicho de Helí, sino hijo político. Pero esta segunda hipótesis no parece tener apoyo serio en el texto evangélico.

 

 

 

 

 

 

 

4,1-13

        En las tentaciones del desierto interviene el diablo en la vida de Jesucristo abiertamente por primera vez. Iba a empezar el Señor su ministerio público y, por tanto, se trataba de un momento particularmente importante de la obra de la Salvación.

        «Una escena llena de misterio, que el hombre pretende en vano entender -Dios que se somete a la tentación, que deja hacer al Maligno-, pero que puede ser meditada, pidiendo al Señor que nos haga saber la enseñanza que contiene» (Es Cristo que pasa, n. 61).

        Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, se hizo semejante a nosotros en todo, excepto en el pecado (cfr Flp 2,7; Heb 2,17; 4,15), y se sometió voluntariamente a la tentación. «iDichosos nosotros! -exclama San Juan B. María Vianney- ¡qué Ventura para vosotros tener a un Dios por modelo! ¿Somos pobres? Tenemos a un Dios que nace en un pesebre, recostado en un montón de paja. ¿Somos despreciados? Tenemos a un Dios que en ello nos lleva la delantera, que fue coronado de espinas, investido de un vil manto de escarlata, y tratado como un loco. ¿Nos atormentan las penas y sufrimientos? Tenemos ante nuestros ojos a un Dios cubierto de llagas, y que muere en medio de unos dolores tales que escapan a nuestra comprensión. ¿Sufrimos persecuciones? Pues bien, ¿cómo nos atreveremos a quejamos, cuando tenemos a un Dios que muere por sus propios verdugos? Finalmente, ¿padecemos tentaciones del demonio? Tenemos a nuestro amable Redentor que fue también tentado por el demonio, y llevado dos veces por aquel espíritu infernal; de manera que en cualquier estado de sufrimientos, de penas o de tentaciones en que nos hallemos, tenemos siempre y en todas partes a nuestro Dios marchando delante de nosotros, y asegurándonos la victoria cuantas veces la deseemos de veras» (Sermones escogidos, Primer domingo de Cuaresma).

        Jesús nos enseña por tanto que nadie debe considerarse seguro y exento de tentaciones; nos muestra la manera de vencerlas y nos exhorta, por fin, a que tengamos confianza en su misericordia, ya que El también experimentó las tentaciones (cfr Heb 2,18).

        Para una explicación más detallada de este pasaje, cfr notas a Mt 4,3 a 11.

 

 

 

 

 

 

 

4,13

        En las tentaciones del Señor están resumidas todas las que pueden acaecer al hombre: «No diría la Sagrada Escritura, comenta Santo Tomás, que acabada toda tentación se retiró el diablo de El, si en las tres no se hallase la materia de todos los pecados. Porque la causa de las tentaciones son las causas de las concupiscencias: el deleite de la carne, el afán de gloria y la ambición de poder» (Suma Teológica, III, q. 41, a. 4 ad 4).

        Al vencer todo género de tentaciones, Jesucristo nos da ejemplo de cómo hemos de comportarnos frente a las insidias del demonio. Fue tentado como hombre y como hombre las superó: «No obró como Dios usando de su poder -¿de qué, entonces, nos hubiera aprovechado su ejemplo?-, sino que, como hombre, se sirvió de los auxilios que tiene en común con nosotros» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

        Quería enseñarnos los medios para vencer al diablo: la oración, el ayuno, la vigilancia, no dialogar con la tentación, tener en los labios las palabras de Dios en la Escritura, y poner la confianza en el Señor. Esas son las armas.

        «Hasta el momento oportuno», es decir, el de la Pasión de Cristo. En la vida pública del Señor aparece con frecuencia el diablo (cfr, p. ej., Mc 12,28), pero será en el momento de la Pasión -«ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53)- cuando se manifieste claramente su actuación tentadora. Jesucristo lo advierte a sus discípulos y les asegura de nuevo la victoria (cfr Jn 12,31; 14,30). Con la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo el poder del demonio queda definitivamente derrocado. Y en virtud de esta victoria podemos superar todas las tentaciones.

 

 

 

 

 

 

 

4,16-30

        El sábado era el día de descanso y de oración para los judíos, por mandamiento de Dios (Ex 20,8-11). En este día se reunían para instruirse en la Sagrada Escritura. Comenzaba la reunión recitando todos juntos la Shemá, resumen de los preceptos del Señor, y las dieciocho bendiciones. Después se leía un pasaje del libro de la Ley -el Pentateuco- y otro de los Profetas. El presidente invitaba a alguno de los presentes que conociese bien las Escrituras a dirigir la palabra al auditorio. A veces se levantaba alguno voluntariamente y solicitaba el honor de cumplir este encargo. Así debió de ocurrir en esta ocasión. Jesús busca la oportunidad de instruir al pueblo (cfr Lc 4,16 ss.), y lo mismo harán después los Apóstoles (cfr Hch 13,5 .14 .42 .44; 14,1, etc.). La reunión judía terminaba con la bendición sacerdotal, que recitaba el presidente o un sacerdote si lo había, a la que todos respondían: «Amén» (cfr Num 6,22 ss.).

 

 

 

 

 

 

 

4,18-21

        Jesús leyó el pasaje de Isaías 61,1-2, en donde el profeta anuncia la llegada del Señor, que librará al pueblo de sus aflicciones. En El se cumple esa profecía, ya que es el Ungido, el Mesías que Dios ha enviado a su pueblo atribulado. Jesús recibe la unción del Espíritu Santo para la misión que el Padre le encomienda. «Estas frases, según San Lucas (vv. 18-19), son su primera declaración mesiánica, a la que siguen los hechos y palabras conocidas a través del Evangelio. Mediante tales hechos y palabras, Cristo hace presente al Padre entre los hombres» (Dives in misericordia, n. 3).

        Las promesas anunciadas en los vv. 18 y 19 constituyen el conjunto de bienes que Dios enviaría a su pueblo por medio del Mesías. Por «pobres» se ha de entender, según la tradición del AT y la predicación de Jesús (cfr nota a Mt 5,3), no tanto una determinada condición social sino más bien la actitud religiosa de indigencia y humildad ante Dios de los que, en vez de confiar en sus propios bienes y méritos, confían en la bondad y misericordia divinas. Por ello, evangelizar a los pobres es anunciarles la «buena noticia» de que Dios se ha compadecido de ellos. Del mismo modo, la Redención a que alude el texto, tiene sobre todo un sentido espiritual y trascendente: Cristo viene a libramos de la ceguera y de la opresión del pecado, que son, en definitiva, la esclavitud a la que nos ha sometido el demonio. «La cautividad es sensible -enseña San Juan Crisóstomo en un comentario al Salmo 126- cuando procede de enemigos corporales; pero peor es la cautividad espiritual a la que se refiere aquí, ya que el pecado produce la más dura tiranía, manda el mal y confunde a los que le obedecen: de esta cárcel espiritual nos sacó Jesucristo» (Catena Aurea). No obstante, este pasaje se cumple además en la preocupación que Jesús manifiesta por los más necesitados. «Así también la Iglesia abraza con su amor a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, en los pobres y en los que sufren reconoce la imagen de su Fundador, pobre y paciente, se esfuerza en remediar sus necesidades y procura servir en ellos a Cristo» (Lumen gentium, n. 8).

 

 

 

 

 

 

 

4,18-19

        Las palabras de Isaías, que leyó Cristo en esta ocasión, describen de modo gráfico la finalidad para la que Dios envió a su Hijo: la redención del pecado, la liberación de la esclavitud del demonio y de la muerte eterna. Es cierto que Cristo durante su ministerio público, movido por su misericordia, hizo algunas curaciones, libró a algunos endemoniados, etc. Pero no curó a todos los enfermos del mundo, ni suprimió todas las penalidades de esta vida, porque el dolor, introducido en el mundo por el pecado, tiene un irrenunciable valor redentor unido a los sufrimientos de Jesús. Por eso, el Señor realizó algunos milagros, que constituyen no tanto el remedio de los dolores en tales casos concretos, sino la muestra de su misión divina de redención universal y eterna.

        La Iglesia continúa esta misión de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,19-20). Son las palabras sencillas y sublimes del final del Evangelio de San Mateo: ahí está señalada «la obligación de predicar las verdades de fe, la urgencia de la vida sacramental, la promesa de la continua asistencia de Cristo a su Iglesia. No se es fiel al Señor si se desatienden esas realidades sobrenaturales: la instrucción en la fe y en la moral cristianas, la práctica de los sacramentos. Con este mandato Cristo funda su Iglesia (...). Y la Iglesia puede dar la salvación a las almas sólo si permanece fiel a Cristo en su constitución, en sus dogmas, en su moral.

        »Rechacemos, por tanto, el pensamiento de que la Iglesia -olvidando el sermón de la Montaña- busca la felicidad humana en la tierra, porque sabemos que su única tarea consiste en llevar las almas a la gloria eterna del paraíso; rechacemos cualquier solución naturalista, que no aprecie el papel primordial de la gracia divina; rechacemos las opiniones materialistas, que tratan de hacer perder su importancia a los valores espirituales en la vida del hombre; rechacemos de igual modo las teorías secularizantes, que pretenden identificar los fines de la Iglesia de Dios con los de los estados terrenos: confundiendo la esencia, las instituciones, la actividad, con características similares a las de la sociedad temporal» (J. Escrivá de Balaguer, El fin sobrenatural de la Iglesia).

 

 

 

 

 

 

 

4,18

        Los Santos Padres ven designadas en este versículo a las tres Personas de la Santísima Trinidad: el Espíritu (Espíritu Santo) del Señor (del Padre) está sobre Mí (el Hijo) (cfr Orígenes, Homilía 32). El Espíritu Santo inhabitaba en el alma de Cristo desde el instante de la Encamación, y descendió visiblemente en forma de paloma cuando fue bautizado por Juan (cfr Lc 3,21-22).

        «Por lo cual me ha ungido»: Se refiere a la unción que recibió Jesucristo en el momento de la Encarnación, principalmente por la gracia de la unión hipostática. «Esta unción de Jesucristo no fue corporal, como la de los antiguos reyes, sacerdotes y profetas, sino toda espiritual y divina, porque la plenitud de la divinidad habita en El sustancialmente» (Catecismo Mayor, n. 77). De esta unión hipostática se deriva la plenitud de todas las gracias. Para significarla se dice que Jesucristo fue ungido por el mismo Espíritu Santo, y no sólo recibió las gracias y los dones del Espíritu Santo, como los bautizados.

 

 

 

 

 

 

 

4,19

        «Año de gracia»: Alude al año jubilar de los judíos, establecido por la Ley de Dios (Lev 25,8 ss.) cada cincuenta años, para simbolizar la época de redención y libertad que traería el Mesías. La época inaugurada por Cristo, el tiempo de la Nueva Ley hasta el final de este mundo, es el «año de gracia», el tiempo de la misericordia y de la redención, que se alcanzarán cumplidamente en la vida eterna.

        De manera semejante, la institución del Año Santo en la Iglesia Católica tiene este sentido de anuncio y recuerdo de la Redención traída por Cristo y de su plenitud en la vida futura.

 

 

 

 

 

 

 

4,20-22

        Las palabras del versículo 21 nos muestran la autoridad con que Cristo hablaba y explicaba las Escrituras: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír». Jesús enseña que esta profecía, como las principales del AT, se refieren a El y en El tienen su cumplimiento (cfr Lc 24,44 ss.). Por ello, el AT no puede ser rectamente entendido sino a la luz del NT: en esto consiste la inteligencia para entender las Escrituras que Cristo Resucitado dio a los Apóstoles (cfr Lc 24,45), y que el Espíritu Santo completé el día de Pentecostés (cfr Hch 2,4).

 

 

 

 

 

 

 

4,22-29

        Los habitantes de Nazaret escuchan al principio con agrado las palabras llenas de sabiduría de Jesús. Pero la visión de estos hombres es superficial. Del relato evangélico parece desprenderse que estaban esperando ver a Jesús, su conciudadano, hacer milagros, como había sucedido en otras ciudades cercanas. Pero el Señor no accede a satisfacer esas vanidades, y no hace ningún prodigio, siguiendo su modo habitual de proceder (véase, por ejemplo, el encuentro con Herodes en Lc 23,7-11); incluso les reprocha su postura, explicándoles con dos ejemplos tomados del AT (cfr 1 Reg 17,9 y 2 Reg 5,14) la necesidad de una buena disposición a fin de que los milagros puedan dar origen a la fe. La actitud de Cristo les hiere en su orgullo hasta el punto de quererlo matar. Todo el suceso es una buena lección para entender de verdad a Jesús: sólo se le entiende en la humildad y en la seria resolución de ponerse en sus manos.

 

 

 

 

 

 

 

4,30

        Jesús no huye precipitadamente, sino que se va retirando entre la agitada turba con una majestuosidad que les dejó paralizados. Como en otras ocasiones, los hombres no pueden nada contra Jesús: el decreto divino era que el Señor muriera crucificado (cfr Jn 18,32) cuando llegara su hora.

 

 

 

 

 

 

 

4,33-37

        La misma autoridad que Jesús había mostrado con su palabra muestra ahora con sus hechos.

 

 

 

 

 

 

 

4,34

        El demonio dice la verdad en esta ocasión, al llamarle «el Santo de Dios», pero Jesús no acepta este testimonio del «padre de la mentira» (cfr Jn 8,44). En efecto, el demonio suele decir alguna vez la verdad para encubrir el error y, al sembrar así la confusión, engañar más fácilmente. Jesús, al hacer callar al demonio y expulsarle, nos enseña a ser prudentes y a no dejarnos engañar por la verdades a medias.

 

 

 

 

 

 

 

 

4,38-39

        En la vida pública de Jesús aparecen varios episodios entrañables y familiares (cfr, p. ej., Lc 19,1; Jn 2,1), que ayudan a entender y valorar la estima del Señor por la vida ordinaria del hogar.

        Se pone aquí de manifiesto la eficacia de la oración por los demás: «En cuanto rogaban al Salvador -dice San Jerónimo- enseguida curaba a los enfermos; dando a entender que también atiende las súplicas de los fieles contra las pasiones de los pecados» (Expositio in Evangelium sec. Lucam, in loc.).

        Sobre esta curación instantánea y completa observa San Juan Crisóstomo: «Como la enfermedad era curable dio a conocer su poder en el modo de curar, haciendo lo que la medicina no podía. Después de la curación de la fiebre los enfermos necesitan tiempo para recobrar su antigua salud, pero en este caso se hizo todo en el mismo instante» (Hom. sobre S. Mateo, 27).

        Los Santos Padres han visto en la fiebre de esta mujer una figura de la concupiscencia: «En la fiebre de la suegra de Pedro (...) está representada nuestra carne afectada por diversas enfermedades y concupiscencias; nuestra fiebre es la pasión, nuestra fiebre es la lujuria, nuestra fiebre es la ira, vicios éstos que aunque afectan al cuerpo, perturban al alma, a la mente y al sentido» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

        En cuanto a las consecuencias prácticas, nos dice San Cirilo: «Recibamos nosotros a Jesús, porque cuando nos visita y le llevamos en la mente y en el corazón extingue en nosotros el ardor de las más enormes pasiones, y nos mantendrá incólumes para que le sirvamos, esto es, para que hagamos lo que le agrada» (Hom. 28 in Mattheum).

 

 

 

 

 

 

 

4,43

        De nuevo el Señor insiste en uno de los motivos de su venida a este mundo. Santo Tomás, hablando del fin de la Encarnación, explica que Cristo «vino al mundo en primer lugar a manifestar la verdad, como El mismo dice: para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad' (Jn 18,37). Por esto no debió ocultarse, llevando una vida solitaria, sino manifestarse en público y predicar públicamente. Y así decía a los que pretendían detenerle: Es necesario que yo anuncie también a otras ciudades el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado'. En segundo lugar, vino para librar a los hombres del pecado, conforme a lo que dice el Apóstol: Vino Jesucristo a este mundo a salvar a los pecadores' (1 Tm 1,15). Por lo cual dice el Crisóstomo: Aunque permaneciendo siempre en el mismo lugar hubiera podido Cristo atraer a Sí a todos para que oyesen su predicación, no lo hizo para damos ejemplo de que hemos de ir en busca de las ovejas perdidas, como el pastor busca la oveja extraviada, o el médico acude al enfermo'. En tercer lugar, vino para que por El tengamos acceso a Dios' (Rom 5,2)» (Suma Teológica, III, q. 40, a. 1, c.).

 

 

 

 

 

 

 

5,1

        «iComo hoy! ¿No lo veis? Están deseando oír el mensaje de Dios, aunque externamente lo disimulen. Quizá algunos han olvidado la doctrina de Cristo; otros -sin culpa de su parte- no la aprendieron nunca, y piensan en la religión como en algo extraño. Pero, convenceos de una realidad siempre actual: llega siempre un momento en el que el alma no puede más, no le bastan las explicaciones habituales, no le satisfacen las mentiras de los falsos profetas. Y, aunque no lo admitan entonces, esas personas sienten hambre de saciar su inquietud con la enseñanza del Señor» (Amigos de Dios, n. 260).

 

 

 

 

 

 

 

5,3

        Los Santos Padres han visto en esta barca de Pedro, a la que el Señor sube, una imagen de la Iglesia peregrina en esta tierra. «Esta es aquella barca que según San Mateo todavía zozobra, y según San Lucas se llena de peces. Reconoced así los principios dificultosos de la Iglesia y su posterior fecundidad» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.). Cristo sube a la barca para enseñar desde allí a las muchedumbres. De igual modo Cristo continúa enseñando desde la Iglesia -la barca de Pedro- a todas las gentes.

        Cada uno de nosotros puede verse representado en esta barca a la que Cristo sube. Externamente puede no cambiar nada: «¿Qué cambia entonces? Cambia que en el alma -porque en ella ha entrado Cristo, como subió a la barca de Pedro- se presentan horizontes más amplios, más ambición de servicio, y un deseo irreprimible de anunciar a todas las criaturas las magnalia Dei (Hch 11,11), las cosas maravillosas que hace el Señor, si le dejamos hacer» (Amigos de Dios, n. 265).

 

 

 

 

 

 

 

5,4

        «Cuando acabó su catequesis, ordenó a Simón: guía mar adentro, y echad vuestras redes para pescar. Es Cristo el amo de la barca; es El el que prepara la faena: para eso ha venido al mundo, para ocuparse de que sus hermanos encuentren el camino de la gloria y del amor al Padre» (Amigos de Dios, n. 260). Para llevar a cabo esta tarea, el Señor ordena a todos que echen las redes, pero solamente a Pedro que dirija la barca mar adentro.

        Todo este pasaje hace referencia, en cierto modo, a la vida de la Iglesia. En ella el Romano Pontífice, sucesor de Pedro, «es vicario de Jesucristo porque le representa en la tierra y hace sus veces en el gobierno de la Iglesia» (Catecismo Mayor, n. 195). Cristo se dirige también a cada uno de nosotros para que nos sintamos urgidos a una audaz labor apostólica: « Duc in altum'.-¡Mar adentro!- Rechaza el pesimismo que te hace cobarde. Et laxate retia vestra in capturam' -y echa tus redes para pescar.

        »iNo ves que puedes decir, como Pedro: in nomine tuo, laxabo rete'-Jesús, en tu nombre buscaré almas?» (Camino, n. 792).

        «Si admitieras la tentación de preguntarte, ¿quién me manda a mi meterme en esto?, habría de contestarte: te lo manda -te lo pide- el mismo Cristo. La mies es mucha, y los obreros son pocos; rogad, pues, al dueño de la mies que envíe operarios a su mies (Mt IX, 37-38). No concluyas cómodamente: yo para esto no sirvo, para esto ya hay otros; esas tareas me resultan extrañas.

        No, para esto, no hay otros; si tú pudieras decir eso, todos podrían decir lo mismo.

        »El ruego de Cristo se dirige a todos y a cada uno de los cristianos. Nadie está dispensado: ni por razones de edad, ni de salud, ni de ocupación. No existen excusas de ningún género. O producimos frutos de apostolado, o nuestra fe será estéril» (Amigos de Dios, n. 272).

 

 

 

 

 

 

 

5,5

        Ante el mandato de Cristo, Simón expone sus dificultades. «La contestación parece razonable. Pescaban, ordinariamente, en esas horas; y, precisamente en aquella ocasión, la noche había sido infructuosa. ¿Cómo pescar de día? Pero Pedro tiene fe: no obstante, sobre tu palabra echaré la red. Decide proceder como Cristo le ha sugerido; se compromete a trabajar fiado en la palabra del Señor» (Amigos de Dios, n. 261).

 

 

 

 

 

 

 

5,8

        El deseo de Pedro no es que Cristo se aparte de él, sino que, a causa de sus pecados, se declara indigno de estar cerca del Señor. Lo que dijo Pedro recuerda la actitud del Centurión, que se confiesa indigno de que Jesús entre en su casa (Mt 8,8). La Iglesia manda a sus hijos repetir estas mismas palabras del Centurión antes de recibir la Sagrada Eucaristía. Como también enseña la conveniencia de manifestar externamente la reverencia debida al Sacramento en el acto de comulgar: Pedro nos enseña con su gesto, al postrarse ante el Señor, que también los sentimientos internos de adoración a Dios han de manifestarse exteriormente.

 

 

 

 

 

 

 

5,11

        No consiste la perfección en dejar simplemente todas las cosas, sino en dejarlas para seguir a Cristo. Esto es lo que hicieron los Apóstoles: abandonan todo para estar disponibles ante las exigencias de la vocación divina.

        Hemos de fomentar en nuestro corazón esta disponibilidad, porque «Jesús no se satisface compartiendo': lo quiere todo» (Camino, n. 155).

        Si falta la entrega generosa, encontraremos muchas dificultades para seguir a Jesucristo: «Despréndete de las criaturas hasta que quedes desnudo de ellas. Porque -dice el Papa San Gregorio- el demonio nada tiene propio en este mundo, y desnudo acude a la contienda. Si vas vestido a luchar con él, pronto caerás en tierra: porque tendrá de donde cogerte» (Camino, n. 149).

 

 

 

 

 

 

 

 

5,12

        Las palabras del leproso son un modelo de oración. Aparece en ella, en primer lugar, la fe. «No dijo, si se lo pidieres a Dios..., sino si quieres» (Hom. sobre S. Mateo, 25). Se completa con una afirmación absoluta, puedes: que es una confesión abierta de la omnipotencia divina. Esta misma fe la expresó el salmista: «Dios hace cuanto quiere en los cielos, en la tierra, en el mar y en todos los abismos» (Ps 135,6). Junto a la fe, la confianza en la misericordia divina. «A Dios, que es misericordioso, no es necesario pedirle, basta exponerle nuestra necesidad» (Comentario sobre S. Mateo, 8,1). Y concluye San Juan Crisóstomo: «La oración es perfecta cuando se unen en ella la fe y la confesión; el leproso demostró su fe y confesó su necesidad con sus palabras» (Hom. sobre S. Mateo, 25).

        « Domine!' -¡Señor!- si vis, potes me mundare' -si quieres, puedes curarme.-iQué hermosa oración para que la digas muchas veces con la fe del leprosito cuando te acontezca lo que Dios y tú y yo sabemos!-No tardarás en sentir la respuesta del Maestro: volo, mundare' -quiero, ¡sé limpio!» (Camino, n. 142).

 

 

 

 

 

 

 

5,13

        Jesucristo atiende la súplica del leproso y le cura de su enfermedad. Cada uno de nosotros tiene enfermedades en su alma y el Señor está esperando que nos acerquemos a El: «Es Médico y cura nuestro egoísmo, si dejamos que su gracia penetre hasta el fondo del alma. Jesús nos ha advertido que la peor enfermedad es la hipocresía, el orgullo que lleva a disimular los propios pecados. Con el Médico es imprescindible una sinceridad absoluta, explicar enteramente la verdad y decir: Domine, si vis, potes me mundare (Mt VIII, 2), Señor, si quieres -y Tú quieres siempre- puedes curarme. Tú conoces mi flaqueza; siento estos síntomas, padezco estas otras debilidades. Y le mostramos sencillamente las llagas; y el pus, si hay pus. Señor, Tú, que has curado a tantas almas, haz que, al tenerte en mi pecho o al contemplarte en el Sagrario, te reconozca como Médico divino» (Es Cristo que pasa, n. 93).

 

 

 

 

 

 

 

5,16

        En el tercer Evangelio se resalta con frecuencia que Jesús se retiraba, solo, para orar: cfr 6,12; 9,18; 11,1. Jesús enseña así la necesidad de una oración personal en las diversas circunstancias de la vida.

        «Es muy importante -perdonad mi insistencia- observar los pasos del Mesías, porque El ha venido a mostrarnos la senda que lleva al Padre. Descubriremos, con El, cómo se puede dar relieve sobrenatural a las actividades aparentemente más pequeñas; aprenderemos a vivir cada instante con vibración de eternidad, y comprenderemos con mayor hondura que la criatura necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con El» (Amigos de Dios, n. 239).

 

 

 

 

 

 

 

 

5,17

        Poco antes Jesús, junto al lago, se ha dirigido a la muchedumbre del pueblo para enseñarles (vv. 1 ss.). Ahora son los más instruidos de Israel los que están presentes mientras Jesús enseña. La voluntad de Cristo era no solamente enseñar sino curar a todos los hombres en el alma y -en ocasiones- también en el cuerpo, como efectivamente hará con el paralítico. La observación que hace el Evangelista al final de este versículo nos habla de que el Señor está dispuesto a emplear su omnipotencia para nuestro bien: «Yo tengo pensamientos de paz y no de aflicción, declaró Dios por boca del profeta Jeremías (XXIX, 11). La liturgia aplica esas palabras a Jesús, porque en El se nos manifiesta con toda claridad que Dios nos quiere de este modo. No viene a condenarnos, a echarnos en cara nuestra indigencia o nuestra mezquindad: viene a salvarnos, a perdonamos, a disculparnos, a traernos la paz y la alegría» (Es Cristo que pasa, n. 165). En esta ocasión Jesucristo quería beneficiar también a las personas que le escuchaban, aunque no todas de hecho recibieran este don divino, por falta de buenas disposiciones.

 

 

 

 

 

 

 

5,19-20

        El Señor se conmueve por la fe de los que llevan al paralítico demostrada con obras: se habían subido al techo, habían quitado parte de la techumbre que cubría la casa y, por el hueco, habían bajado la camilla hasta donde estaba Jesús. Unen la amistad a la fe en una curación milagrosa. Con la misma fe el enfermo se había dejado mover, transportar, subir y bajar. Jesús, viendo una fe tan firme y decidida, hace mucho más de lo que esperaban: cura el cuerpo y, antes que nada, el alma. Quizá, sugiere San Beda (cfr In Lucae Evangelium expositio, in loc.), para demostrar dos cosas: que la enfermedad era un castigo de sus culpas y por tanto el paralítico solamente podía levantarse una vez que le hubieran sido perdonados sus pecados; y que la fe y la oración de los demás pueden conseguir de Dios grandes milagros.

        El paralítico representa, de algún modo, a todo hombre al que los pecados impiden llegar hasta Dios. Por eso dice San Ambrosio: «iQué grande es el Señor, que por los méritos de algunos perdona a los otros, y que mientras alaba a los primeros absuelve a los segundos! (...). Aprende, tú que juzgas, a perdonar; aprende, tú que estás enfermo, a implorar perdón. Y si la gravedad de tus pecados te hace dudar de poder recibir el perdón, recurre a unos intercesores, recurre a la Iglesia, que rezará por ti, y el Señor te concederá, por amor de Ella, lo que a ti podría negarte» (Expositio Evangelu sec. Lucam, in loc.).

        La tarea apostólica ha de estar movida por el afán de ayudar a los hombres a encontrar a Jesucristo. Para ello, entre otras cosas, se requiere la audacia, como vemos en los amigos del paralítico; y también la poderosa intercesión de los santos, a quienes acudimos confiados en que a ellos el Señor les oirá mejor que a nosotros pecadores.

 

 

 

 

 

 

 

 

5,24

        El Señor va a realizar un milagro visible para manifestar el poder invisible de que está dotado. Cristo, Hijo único del Padre, tiene el poder de perdonar los pecados porque es Dios, y lo ejerce en favor nuestro como Mediador y Redentor (Lc 22,20; Jn 20,17-18 .28; 1 Tm 2,5-6; Col 2,13-14; Heb 9,14; 1 Jn 1,9-2,2; Is 53,4-5). Jesucristo hizo uso de esta potestad personalmente mientras vivió en la tierra y, una vez que subió al Cielo, a través de los Apóstoles y sus sucesores.

        El pecador es como el paralítico delante de Dios. El Señor le va a librar de su parálisis, perdonándole los pecados y haciéndole andar al darle de nuevo la gracia. En el Sacramento de la Penitencia Jesucristo, «si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda (cfr Jn XI, 43; Lc V, 24), sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida» (Es Cristo que pasa, n. 93).

 

 

 

 

 

 

 

5,27-29

        Leví, más conocido por el nombre de Mateo, responde con generosidad y prontitud a la llamada de Jesús. Para celebrar y agradecer su vocación da un gran banquete. Este pasaje del Evangelio refleja con claridad que la vocación es un gran bien del cual hay que alegrarse. Si nos fijamos sólo en la renuncia, en lo que hay que dejar, y no en el don de Dios, en el bien que va a hacer en nosotros y a través de nosotros, podría sobrevenir el abatimiento, como al joven rico que no quiso dejar sus riquezas y se marchó triste (Lc 18,18). Muy distinta es la conducta de Mateo y la de los Magos, que «al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría» (Mt 2,10), porque apreciaron más adorar a Dios recién nacido que todos los esfuerzos e incomodidades del viaje. Ver también notas a Mt 9,9; 9,10-11; 9,12; 9,13 y Mc 2,14; 2,17.

 

 

 

 

 

 

 

5,32

        Este modo de actuar del Señor significa que el único título que tenemos para ser salvados es reconocernos con sencillez pecadores ante Dios. «Porque Jesús no sabe qué hacer con la astucia calculadora, con la crueldad de corazones fríos, con la hermosura vistosa pero hueca.

        »Nuestro Señor estima la alegría de un corazón mozo, el paso sencillo, la voz sin falsete, los ojos limpios, el oído atento a su palabra de cariño. Así reina en el alma» (Es Cristo que pasa, n. 181).

 

 

 

 

 

 

 

5,33-35

        En el Antiguo Testamento estaban prescritos por Dios algunos días de ayuno; el más señalado era el «día de la expiación» (Num 29,7; Hch 27,9). Por ayuno se suele entender la abstención, total o parcial, de comida o bebida, y así lo entendían también los judíos. Moisés y Elías habían ayunado (Ex 34,28; 1 Reg 19,8), y el mismo Señor ayunaría en el desierto durante cuarenta días antes de comenzar su ministerio público. En el pasaje que comentamos, Jesucristo da también un sentido más profundo del ayuno: la privación de su presencia física, que los Apóstoles sufrirán después de la muerte. El Señor iba preparando a sus discípulos durante su vida pública para la separación definitiva. Al comienzo los Apóstoles no eran todavía fuertes, y era más conveniente que fuesen consolados con la presencia corporal de Cristo que ejercitados con la austeridad del ayuno.

        También los cristianos deben privarse a veces del alimento. «Ayunar y abstenerse de comer carne cuando lo manda la Santa Madre Iglesia» (Catecismo Mayor, n. 495) es el objeto del cuarto mandamiento de la Iglesia. Pero además, en un sentido más hondo, como dice San León Magno: «El mérito de nuestros ayunos no consiste solamente en la abstinencia de los alimentos; de nada sirve quitar al cuerpo su nutrición si el alma no se aparta de la iniquidad y si la lengua no deja de hablar mal» (Sermo IV in Quadragesima).

 

 

 

 

 

 

6,1-5

        Ante la acusación de los fariseos, Jesús explica el sentido correcto del descanso sabático, invocando un ejemplo del Antiguo Testamento. Además, al declararse «Señor del sábado» manifiesta abiertamente que El es el mismo Dios que dio el precepto al pueblo de Israel. Para una explicación más amplia, véanse notas a Mt 12,2 y 12,3-8.

 

 

 

 

 

 

 

6,10

        Los Santos Padres nos enseñan a descubrir un hondo sentido espiritual aun en aquellas palabras del Señor que pueden parecer irrelevantes a primera vista. Así, San Ambrosio comenta la frase «extiende tu mano»: «Esta medicina es común y general (...). Extiéndela muchas veces, favoreciendo a tu prójimo; defiende de cualquier injuria a quien veas sufrir bajo el peso de la calumnia, extiende también tu mano al pobre que te pide; extiéndela también al Señor, pidiéndole el perdón de tus pecados: así es como debe extenderse la mano, y así es como se cura» (Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

6,11

        Ante la pregunta del Señor los fariseos no quieren responder, y ante el milagro que realiza después no saben qué decir. Deberían haberse convertido, pero su corazón se ofusca y se llena de envidia y de furor. Después, aquellos que no habían hablado ante el Señor empiezan a dialogar entre ellos, no para acercarse a Cristo sino para perderle. En este sentido comenta San Cirilo: «iOh fariseo!, ves al que hace cosas prodigiosas y cura a los enfermos en virtud de un poder superior y tú proyectas su muerte por envidia» (Commentarium in Lucam, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

6,12-13

        Con cierta solemnidad el Evangelista relata la trascendencia de este momento en que Jesús constituye a los Doce en Colegio Apostólico: «El Señor Jesús, después de haber orado mucho al Padre, llamando a Sí a los que El quiso, eligió a doce para que viviesen con El y para enviarlos a predicar el Reino de Dios (cfr Mc 3,13-19; Mt 10,1-42); a estos Apóstoles los instituyó a modo de colegio o grupo estable, al frente del cual puso a Pedro, elegido de entre ellos mismos (cfr Jn 21,17). Los envió primeramente a los hijos de Israel, y después a todas las gentes, para que, participando de su potestad, hiciesen discípulos de El a todos los pueblos y los santificasen y gobernasen (cfr Mt 28,16-20 y par.), y así propagasen la Iglesia y la apacentasen bajo la guía del Señor todos los días hasta la consumación de los siglos (cfr Mt 28,20). En esta misión fueron confirmados plenamente el día de Pentecostés (cfr Hch 2,1-36) (...). Los Apóstoles, pues, predicando en todas partes el Evangelio (cfr Mc 16,20), recibido por los oyentes bajo la acción del Espíritu Santo, congregan la Iglesia universal que el Señor fundó en los Apóstoles y edificó sobre el bienaventurado Pedro, su cabeza, siendo el propio Jesucristo la piedra angular (cfr Ap 21,14; Mt 16,18; Ef 2,20). Esta divina misión, confiada por Cristo a los Apóstoles, ha de durar hasta el fin del mundo (cfr Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida de la Iglesia. Por eso los Apóstoles se cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada» (Lumen gentium, nn. 19-20).

        Jesucristo, antes de instituir el Colegio Apostólico, pasó toda la noche en oración. Es una oración que Cristo hace por su Iglesia como tantas otras veces (Lc 9,18; Jn 17,1 ss.). De este modo, prepara el Señor a sus Apóstoles, columnas de la Iglesia (cfr Gal 2,9). Cerca de la Pasión, rogará al Padre por Simón Pedro como cabeza de la Iglesia, y así se lo manifestará de un modo solemne: «Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe» (Lc 22,32). La Iglesia, siguiendo el ejemplo de Cristo, dispone que en la oración litúrgica se eleven preces en muchas ocasiones por los pastores de la Iglesia -Romano Pontífice, Obispos y sacerdotes-, pidiendo la gracia de Dios para que puedan cumplir fielmente su ministerio.

        Es continua la enseñanza de Cristo de que hemos de orar siempre (Lc 18,1). En esta ocasión nos muestra con su ejemplo que en los momentos importantes de nuestra vida hemos de orar con especial intensidad. « Pernoctans in oratione Dei' -pasó la noche en oración.-Esto nos dice San Lucas, del Señor.

        »Tú, ¿cuántas veces has perseverado así? -Entonces...» (Camino, n. 104).

        Sobre la conveniencia y cualidades de la oración del cristiano, véanse notas a Mt 6,5-6; 7,7-11; 14,22-23; Mc 1,35; Lc 5,16; 11,1-4; 18,1; 22,41-42.

 

 

 

 

 

 

 

6,12

        ¿Cómo es que Jesucristo, siendo Dios, hace oración?: en Cristo hay dos voluntades, una divina y otra humana (cfr Catecismo Mayor, n. 91), y aunque por su voluntad divina era omnipotente, no así por su voluntad humana. Lo que hacemos en la oración de petición es manifestar nuestra voluntad ante Dios, y por eso Cristo, semejante en todo a nosotros menos en el pecado (Heb 4,15), debió también orar en cuanto hombre (cfr Suma Teológica, III, q. 21, a. 1). Al contemplar a Jesús en oración, San Ambrosio comenta: «El Señor ora no para pedir por El, sino para interceder en favor mío; pues aunque el Padre ha puesto todas las cosas a disposición del Hijo, sin embargo el Hijo, para realizar plenamente su condición de hombre, juzga oportuno implorar al Padre por nosotros, pues El es nuestro Abogado (...). Maestro de obediencia, nos instruye con su ejemplo en los preceptos de la virtud: Tenemos un Abogado ante el Padre' (1 Jn 2,1)» (positio Evangelii sec. Lucam, in loc.).

 

 

 

 

 

 

 

6,14-16

        Jesucristo eligió para Apóstoles suyos a unos hombres corrientes, casi todos pobres e ignorantes; parece que sólo Mateo y los hermanos Juan y Santiago gozaban de cierta posición social y económica. Pero todos dejaron lo mucho o poco que tenían, y también todos, menos Judas, tuvieron fe en el Señor y, venciendo sus propias debilidades, supieron finalmente ser fieles a la gracia y ser santos, columnas de la Iglesia. No nos inquiete si, como los Apóstoles, nos vemos faltos de cualidades humanas, porque lo importante es luchar por ser fieles, por corresponder personalmente a la gracia de Dios.

 

 

 

 

 

 

 

6,19

        Dios se ha encarnado para salvarnos. A través de la naturaleza humana que asumió, actúa la Persona divina del Verbo. Las curaciones y las expulsiones de demonios que Cristo realizó mientras vivía en la tierra son también una prueba de que la Redención operada por Cristo es una realidad, no una mera esperanza. Las multitudes de Judea y de las otras regiones de Israel, que se acercan hasta tocar al Maestro, son, de alguna manera, un anticipo de la devoción de los cristianos a la Santísima Humanidad de Cristo.

 

 

 

 

 

 

 

6,20-49

        Estos treinta versículos de San Lucas tienen una cierta correspondencia con el Discurso de la Montaña, que San Mateo expone por extenso en los capítulos cinco a siete de su Evangelio. Es muy verosímil que Nuestro Señor, a lo largo de su ministerio público por las diversas regiones y ciudades de Israel, predicara las mismas cosas, dichas de modo diferente, en distintas ocasiones. Cada Evangelista ha recogido lo que, por inspiración del Espíritu Santo, pensaba más conveniente para la instrucción de sus lectores inmediatos: cristianos procedentes del judaísmo, en Mateo; convertidos de la gentilidad, en Lucas. Nada impide que uno y otro Evangelista hayan presentado, según las necesidades de esos lectores, unas u otras cosas de la predicación de Jesús, insistiendo en unos aspectos y abreviando u omitiendo otros.

        En el presente discurso, según el texto de Lucas, pueden distinguirse tres partes: las Bienaventuranzas e imprecaciones (6,20-26); el amor a los enemigos (6,27-38); y las enseñanzas sobre la rectitud de corazón (6,39-49).

        Es posible que a no pocos cristianos les cueste comprender la necesidad de vivir hasta el fondo la moral evangélica, especialmente la enseñanza de Cristo en el Sermón de la Montaña. Las palabras de Jesús son exigentes, pero están dirigidas a todos, no sólo a los Apóstoles o a los discípulos que seguían al Señor de cerca: se dice expresamente que «cuando terminó Jesús estos discursos, las multitudes quedaron admiradas de su doctrina» (Mt 7,28). Es evidente que el Maestro llama a todos a la santidad, sin distinción de estado, de raza ni de condición. Esta doctrina del llamamiento universal a la santidad ha sido punto central en la predicación de Mons. Escrivá de Balaguer desde 1928. El Concilio Vaticano II, en 1964, ha expresado con todo el peso de su autoridad esta doctrina de que todos estamos llamados a la santidad cristiana; por no citar más que un solo texto, he aquí las siguientes palabras de la Const. Dogm. Lumen gentium, n. 11: «Fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salud, todos los fieles cristianos, cualquiera que sea su condición y estado, están llamados por el Señor, cada uno según su camino, a la perfección de la santidad con la que el mismo Padre es perfecto».

        Lo que exige Cristo en el Sermón del Monte no es un ideal inalcanzable que sería útil porque nos hace humildes al ver nuestra incapacidad. No. La verdadera doctrina cristiana a este respecto es clara: lo que Cristo manda es para que se cumpla y obedezca. Para esto, junto con el mandato, otorga la gracia para cumplirlo. Así, todo cristiano puede vivir la moral predicada por Cristo y alcanzar la plenitud de su vocación, esto es, la santidad, no con sus solas fuerzas, sino con la gracia que Cristo nos ha ganado y con el auxilio constante de los medios de santificación que entregó a su Iglesia. «Si alguien aduce la excusa de que la debilidad humana le impide amar a Dios, debe enseñársele que Dios, que pide nuestro amor, ha derramado en nuestros corazones la virtud de la caridad por medio del Espíritu Santo; y nuestro Padre Celestial da este buen Espíritu a los que se lo piden, como suplicaba San Agustín: Concédeme lo que mandas y manda lo que quieras'. Y puesto que el auxilio divino está a nuestra disposición, especialmente después de la muerte de Cristo nuestro Señor, por la que el príncipe de este mundo ha sido echado fuera, nadie debe atemorizarse ante la dificultad de lo mandado, porque nada hay difícil para el que ama» (Catecismo Romano, III, 1,7).

 

 

 

 

 

 

 

 

6,20-26

        Las ocho Bienaventuranzas que presenta San Mateo (5,3-12) las refiere San Lucas resumidas en cuatro, pero acompañadas de cuatro antítesis. Podemos decir, con San Ambrosio, que las ocho de Mateo están comprendidas en las cuatro de Lucas (cfr Expositio Evangelii sec. Lucam, in loc.). Las expresiones del texto de Lucas tienen, a veces, una forma más directa e incisiva que las del primer Evangelio, que son más explicativas; por ejemplo, la primera bienaventuranza dice escuetamente: «Bienaventurados los pobres», mientras que en Mateo se lee: «Bienaventurados los pobres de espíritu», que constituye una breve explicación del sentido de la virtud de la pobreza.

 

 

 

 

 

 

 

6,20

        «Todo cristiano corriente tiene que hacer compatibles, en su vida, dos aspectos que pueden a primera vista parecer contradictorios. Pobreza real, que se note y se toque -hecha de cosas concretas-, que sea una profesión de fe en Dios, una manifestación de que el corazón no se satisface con las cosas creadas, sino que aspira al Creador, que desea llenarse de amor de Dios, y dar luego a todos de ese mismo amor. Y, al mismo tiempo, ser uno más entre sus hermanos los hombres, de cuya vida participa, con quienes se alegra, con los que colabora, amando el mundo y todas las cosas buenas que hay en el mundo, utilizando todas las cosas creadas para resolver los problemas de la vida humana, y para establecer el ambiente espiritual y material que facilita el desarrollo de las personas y de las comunidades.

        »(...) El mejor modelo de pobreza han sido siempre esos padres y esas madres de familia numerosa y pobre, que se desviven por sus hijos, y que con su esfuerzo y su constancia -muchas veces sin voz para decir a nadie que sufren necesidades- sacan adelante a los suyos, creando un hogar alegre en el que todos aprenden a amar, a servir, a trabajar» (Conversaciones, nn. 110 y 111).

 

 

 

 

 

 

6,24-26

        Con estas cuatro exclamaciones condena el Señor: la avaricia y apego a los bienes del mundo; el excesivo cuidado del cuerpo, la gula; la alegría necia y la búsqueda de la propia complacencia en todo; la adulación, el aplauso y el afán desordenado de gloria humana. Cuatro tipos de vicios que son muy comunes en el mundo, y ante los cuales el cristiano debe estar vigilante para no dejarse arrastrar por ellos.

 

 

 

 

 

 

 

6,24

        De modo semejante a como en el v. 20 se habla de los pobres refiriéndose a aquellas personas que aman la pobreza para agradar más a Dios, así, en este versículo, por ricos hay que entender aquellos que se afanan en acumular bienes sin atender a la licitud o ilicitud de los medios empleados, y que además ponen en estas riquezas su felicidad, como si fuesen su último fin. En cambio, aquellos ricos que por herencia o a través de un trabajo honrado abundan en bienes, son realmente pobres si no se apegan a esos bienes, y como consecuencia de ese desprendimiento saben emplearlos en beneficio de los demás, según Dios les pide. En la Sagrada Escritura aparecen algunos personajes como Abrahán, Isaac, Moisés, David y Job a quienes, aun poseyendo muchas riquezas, se les puede aplicar la bienaventuranza de los pobres.

        Ya en tiempos de San Agustín había quienes entendían mal la pobreza y la riqueza, haciéndose este razonamiento: el Reino de los Cielos será de los pobres, de los Lázaros, de los hambrientos; los ricos son todos malos, como Epulón. Ante estas opiniones erróneas explica San Agustín el sentido profundo de la riqueza y de la pobreza según el espíritu evangélico: «Óyeme, señor pobre, sobre lo que dices. Cuando te llamas a ti mismo Lázaro, aquel santo varón llagado, me temo que por soberbia no seas aquel que dices. No desprecies a los ricos misericordiosos, a los ricos humildes; o, para decirlo brevemente, no desprecies a los que denominé ricos pobres. ¡Oh pobre!, sé tú pobre también; pobre, o sea, humilde (...). Óyeme, pues. Sé verdadero pobre, sé piadoso, sé humilde; site glorías de tu harapienta y ulcerosa pobreza, si te glorías de asemejarte al mendigo tirado junto a la casa del rico, no reparas sino en que fue pobre y no te fijas en más. ¿En qué voy a fijarme?, dices. Lee las Escrituras y entenderás lo que te digo. Lázaro fue pobre, pero aquel a cuyo seno fue llevado era rico. Sucedió -está escrito- que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán'. ¿Adónde? Al seno de Abrahán, o digamos, al misterioso lugar donde reposaba Abrahán. Lee (...) y pondera cómo Abrahán fue opulentísimo sobre la tierra, donde tuvo en abundancia plata, familia, ganados, hacienda; y sin embargo, este rico fue pobre, pues fue humilde. Creyó Abrahán a Dios, y le fue contado como justicia' (...). Era fiel, practicaba el bien, recibió el mandato de inmolar a su hijo y no retrasó el ofrecer lo que había recibido a Aquel de quien lo había recibido. Quedó probado a los ojos de Dios y puesto como ejemplo de fe» (Sermo 14,4).

        En resumen, la pobreza no consiste en algo puramente exterior, en tener o no tener bienes materiales, sino en algo más profundo que afecta al corazón, al espíritu del hombre; consiste en ser humilde ante Dios, en ser piadoso, en tener una fe rendida. Si se poseen estas virtudes y además abundancia de bienes materiales, la actitud del cristiano será de desprendimiento, de caridad hacia los demás hombres, y así se agradará a Dios. En cambio, el que no posee bienes materiales abundantes no por ello está justificado ante Dios, si no se esfuerza por adquirir esas virtudes que constituyen la verdadera pobreza.

 

 

 

 

 

 

 

6,27

        «En el hecho de amar a nuestros enemigos se ve claramente cierta semejanza con Dios Padre, que reconcilió consigo al género humano, que estaba en enemistad con El y le era contrario, redimiéndole de la eterna condenación por medio de la muerte de su Hijo (cfr Rom 5,8-10)» (Catecismo Romano, IV, 14,19). Siguiendo el ejemplo de Dios nuestro Padre, hemos de desear para todos los hombres -también para los que se declaran enemigos nuestros- en primer lugar la vida eterna; después, el cristiano tiene obligación de respetar y comprender a todos sin excepción por la intrínseca dignidad de la criatura humana, hecha a imagen y semejanza del Creador.

 

 

 

 

 

 

 

6,28

        Jesucristo nos enseñó con su ejemplo que este precepto no es una simple recomendación piadosa: estando ya clavado en la Cruz, Jesús rogó a su Padre por los que le habían entregado: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). A imitación del Maestro, San Esteban, el primer mártir de la Iglesia, en el momento de ser lapidado pedía al Señor que no tuviera en cuenta el pecado de sus enemigos (cfr Hch 7,60). La Iglesia, en la Liturgia del Viernes Santo, eleva a Dios oraciones y sufragios por los que están fuera de la Iglesia para que les dé la gracia de la fe; para que los que no conocen a Dios salgan de su ignorancia; para que los judíos reciban la luz de la verdad; para que los no católicos, estrechados por el lazo de la verdadera caridad, se unan de nuevo a la comunión de la Iglesia nuestra Madre.

 

 

 

 

 

 

 

 

6,29

        El Señor continúa mostrándonos cómo hemos de comportarnos para imitar la misericordia de Dios. En primer lugar nos pone un ejemplo, para que ejercitemos una de las obras de misericordia que la tradición cristiana llama espirituales: perdonar las injurias y sufrir con paciencia los defectos del prójimo. Esto es lo que quiere decir en primer término la recomendación de poner la otra mejilla a quien te hiera en una.

        Para captar bien esta recomendación, comenta Santo Tomás, «hay que entender la Sagrada Escritura a la luz del ejemplo de Cristo y de otros santos. Cristo no presentó la otra mejilla al ser abofeteado en casa de Anás (Jn 18,22-23), ni tampoco San Pablo cuando, según nos cuentan los Hechos de los Apóstoles, fue azotado en Filipos (Hch 16,22 ss.). Por eso, no hay que entender que Cristo haya mandado a la letra ofrecer la otra mejilla al que te hiere en una; sino que esto debe entenderse en cuanto a la disposición interior; es decir, que si es necesario debemos estar dispuestos a que no se turbe nuestro ánimo contra el que nos hiere, y a estar preparados para soportar algo semejante e incluso más. Así hizo el Señor cuando entregó su cuerpo a la muerte» (Comentario sobre S. Juan, 18,37).

 

 

 

 

 

 

 

6,36

        El modelo de misericordia que Cristo nos propone es Dios mismo. De El dice San Pablo: «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas nuestras tribulaciones» (2 Cor 1,3-4). «La primera excelencia que tiene esta virtud -explica Fray Luis de Granada- es hacer a los hombres semejantes a Dios, y semejantes en la cosa más gloriosa que hay en El, que es en la misericordia (Lc 6,36). Porque cierto es que la mayor perfección que puede tener una criatura es ser semejante a su Creador: y cuanto más tuviere de esta semejanza, tanto será más perfecta. Y cierto es también que una de las cosas que más propiamente convienen a Dios es misericordia, como lo significa la Iglesia en aquella oración que dice: Señor Dios, a quien es propio haber misericordia y perdonar. Y dice ser esto propio de Dios, porque así como a la criatura, en cuanto criatura, pertenece ser pobre y necesitada (y por esto a ella pertenece recibir y no dar), así por el contrario, como Dios sea infinitamente rico y poderoso, a El solo por excelencia pertenece dar y no recibir, y por esto a El es propio haber misericordia y perdonar» (Libro de la oración y meditación, 111,3).

        El comportamiento del cristiano ha de seguir esta norma: compadecerse de las miserias ajenas como si fuesen propias y procurar remediarlas. En este mismo sentido nuestra Santa Madre la Iglesia nos ha concretado una serie de obras de misericordia tanto corporales (visitar y cuidar a los enfermos, dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento...), como espirituales (enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, perdonar las injurias...) (cfr Catecismo Mayor, nn. 944-945).

        También frente a quien está en el error hemos de tener comprensión: «Esta caridad y benignidad en modo alguno deben hacernos indiferentes ante la verdad y el bien. Más aún, la misma caridad exige a los discípulos de Cristo el anuncio de la verdad saludable a todos los hombres. Pero es necesario distinguir entre el error, que siempre debe ser rechazado, y el hombre que yerra, que conserva la dignidad de la persona, incluso cuando está desviado por ideas falsas o insuficientes en materia religiosa. Dios es el único juez y escrutador de los corazones; por eso nos prohíbe juzgar la culpabilidad interna de los demás» (Gaudium et spes, n. 28).

 

 

 

 

 

 

 

6,38

        Leemos en la Sagrada Escritura la generosidad de la viuda de Sarepta, a la que Dios le pidió que alimentase al profeta Elías con lo poco que le quedaba; después premió su generosidad multiplicándole la harina y el aceite que tenía (1 Reg 17,9 ss). De manera semejante, aquel niño que suministró los cinco panes y los dos peces para que el Señor los multiplicara y alimentara una gran muchedumbre (cfr Jn 6,9), es un ejemplo vivo de lo que el Señor hace cuando entregamos lo que tenemos, aunque sea poco.

        Dios no se deja ganar en generosidad: «¡Anda!, con generosidad y como un niño, dile: ¿qué me irás a dar cuando me exiges eso'?» (Camino, n. 153). Por mucho que demos a Dios en esta vida, más nos dará el Señor como premio en la vida eterna.

 

 

 

 

 

 

 

6,43-44

        Para distinguir entre el buen árbol y el malo hemos de fijarnos en los frutos, en las obras, y no en las hojas, no en las palabras. «Porque no faltan en la tierra muchos en los que, cuando se acercan las criaturas, descubren sólo hojas: grandes, relucientes, lustrosas. Sólo follaje, exclusivamente eso, y nada más. Y las almas nos miran con la esperanza de saciar su hambre, que es hambre de Dios. No es posible olvidar que contamos con todos los medios: con la doctrina suficiente y con la gracia del Señor, a pesar de nuestras miserias» (Amigos de Dios, n. 51).

 

 

 

 

 

 

 

6,45

        Jesucristo pone una doble comparación: la del árbol que, si es bueno, da frutos buenos, y la del hombre que habla de las cosas que tiene en el corazón. «El tesoro del corazón es lo mismo que la raíz del árbol -afirma San Beda-. La persona que tiene un tesoro de paciencia y de perfecta caridad en su corazón produce excelentes frutos: ama a su prójimo y reúne las otras cualidades que enseña Jesús; ama a los enemigos, hace el bien a quien le odia, bendice a quien le maldice, reza por el que le calumnia, no se rebela contra quien le golpea o le despoja, da siempre cuando le piden, no reclama lo que le quitaron, desea no juzgar y no condenar, corrige con paciencia y con cariño a los que yerran. Pero la persona que tiene en su corazón un tesoro de maldad hace exactamente lo contrario: odia a sus amigos, habla mal de quien le quiere, y todas las demás cosas condenadas  por el Señor. (In Lucae Evangelium expositio, II, 6)