8,1-3 

    Acompañantes de Jesús. 

    Jesús anuncia el evangelio por todas partes en compañía de los Doce, aunque todavía no han recibido la responsabilidad de la misión (Lc 9,1-2). También en la Iglesia primitiva los misioneros irán con un grupo de discípulos (Hch 8,14; 11,26; 13,2-3). El hecho, sin embargo, de que Jesús fuera acompañado por varias mujeres era algo insólito entre los judíos. En la sociedad de su tiempo la mujer ocupaba un papel social y religioso marginal, de sometimiento con respecto a los hombres. Lucas, que da una gran importancia a la mujer, nos indica que ésta no debe ocupar en la Iglesia y en el mundo un puesto secundario. Comparte la misma convicción de Pablo (Ga 3,28). Ellas serán, por otra parte, los testigos de su muerte y resurrección (Lc 23,49; 24,6-10), y estarán presentes en el origen mismo de la Iglesia (Hch 1,14).

    En este breve sumario de un viaje misionero por Galilea, las mujeres acompañan a Jesús y le ayudan con sus bienes. Lucas es el único evangelista que nos muestra esta sorprendente libertad manifestada por la incorporación de muchas mujeres a su grupo itinerante de discípulos. Al hablar de los siete demonios de María Magdalena, debemos entenderlo de la misma manera que otros casos de posesión relatados en el evangelio. No se quiere decir que haya llevado una vida inmoral, como nos la presenta la imagen tradicional. Es una conclusión que se sacó de su falsa identificación con la mujer anónima de Lc 7,36-50.

8,4-15 

    Parábola del sembrador. 

    Esta parábola describe la suerte que puede conocer la palabra de Dios, es decir, el mensaje que Jesús está proclamando por pueblos y aldeas. Frente al aparente fracaso actual, en el futuro producirá el ciento por uno (véase Is 55,10-11, donde senos describe el poder de la palabra de Dios en términos muy similares a los de este texto). No obstante las dificultades que encuentra la predicación de Jesús, su fruto será abundante en el futuro. La parábola es una invitación a la esperanza, porque la acción de Dios está ya presente en su predicación. Lucas y su comunidad han visto, después de la muerte y resurrección de Jesús, cómo esta esperanza se ha hecho realidad en las múltiples comunidades cristianas que nacieron por todo el Imperio romano.

    Después de la parábola hay una explicación alegórica (Lc 8,10-15), reflejo de la interpretación que de esta parábola de Jesús hizo la Iglesia primitiva. El centro de interés ya no es la cosecha abundante, sino las diferentes respuestas a la palabra. Nos encontramos con un exhortación de la Iglesia primitiva a los convertidos para que se examinen y vean la sinceridad y profundidad de su conversión. El designio de salvar a todos está condicionado por la actitud que cada uno adopta ante el mensaje de Jesús. Sólo responden plenamente a esta palabra los que escuchan el mensaje con corazón noble y generoso (Lc 8,15). Con estas dos últimas palabras Lucas aplica a la fe cristiana una expresión típica del humanismo griego de su tiempo. Aunque su significado queda transformado por el objeto hacia el que se dirige la apertura del corazón: la palabra del Señor que dará fruto en la constancia o perseverancia de la vida cotidiana. Este es un término que añade Lucas a la explicación de la parábola (véase Lc 21,19) y que no hace referencia a un tiempo largo de espera, sino más bien a la magnitud de las tentaciones, los dolores de parto de la nueva era que hay que sobrellevar con fortaleza y perseverancia. Desde el humanismo griego con que se inicia la frase nos deslizamos hacia la presencia latente de la escatología en la predicación de Jesús y en la de la Iglesia primitiva.

    En Lc 8,9-10 se nos explica por qué Jesús hablaba en parábolas. Ha utilizado a Marcos (Mc 4,11-12), pero ha suavizado el texto de éste al no citar enteramente, como hacen Marcos y Mateo, el texto de Is 6,9-10 y suprimir la segunda parte de Mc 4,12, una frase que, traducida como ha solido hacerse con frecuencia, podría hacer pensar que estaba en la intención de Dios el que algunos no se convirtieran. Para Lucas las parábolas revelan ("viendo" y "oyendo", Lc 8,10) el secreto del reino de Dios, que puede ser comprendido con corazón noble y generoso (Lc 8,15) para dar posteriormente frutos, como la explicación de la parábola nos sugiere al final.

8,16-18 

    El ejemplo de la lámpara. 

    Lucas opone la oscuridad actual y el aparente fracaso de la predicación de Jesús a la dinámica misionera de la predicación eclesial que proclama públicamente lo que cree. Jamás la comunidad cristiana se debe convertir en una secta encerrada en sí misma, como si la fe fuera un privilegio, y no un don de Dios y un servicio a los hombres. El creyente tiene (Lc 8,18) el conocimiento de los misterios del reino y no se apoya en sí mismo, sino en la fe a la que ha llegado por la escucha de la predicación (Rom 10,14-17).

    Quizá nos sorprenda la expresión de Lc 8,18. En el contexto lucano se refiere a la escucha de la palabra de la que nos hablaba el texto anterior (Lc 8,4-15). El que escucha con interés crecerá en su escucha y, en consecuencia, en su madurez cristiana. Pero el que escucha superficialmente (véase Lc 8,13-14) perderá incluso lo poco que había comprendido. Una respuesta generosa y perserverante a la palabra de Dios nos llevará a un mayor compromiso con esa palabra.

    Estos versículos podríamos entenderlos como conclusión de la parábola del sembrador, y en ese caso estarían más en armonía con el propósito original de las parábolas en la predicación de Jesús. Una lámpara se enciende para ayudar a ver. Por eso llegará otra época (la de la misión eclesial) en la que lo que está oculto será manifiesto. Jesús intentaba con sus parábolas revelar el propósito de Dios. Y los que las escuchamos hoy en día podemos percibir en ellas la presencia efectiva del reino, la revelación de un Dios que nos perdona con su gracia y nos hace testigos del resucitado para que los que entren vean la luz (Lc 8,16).

8,19-21 

    La verdadera familia de Jesús.

    Con este episodio termina el discurso de Lucas sobre las parábolas. Lucas ha debido pensar que este pasaje era una excelente conclusión para su manera de entender las parábolas de Jesús y lo ha cambiado de lugar con respecto a Marcos que lo coloca antes del discurso de las parábolas (Mc 3,31-35). Las palabras que Lucas pone en boca de Jesús aclaran el sentido de lo que la tradición llamaba «hacer la voluntad de Dios» (Mc 3,55). Para Lucas «hacer la voluntad de Dios» significa, ante todo, escuchar la palabra y ponerla en práctica. La familia de Jesús no está, pues, constituida por la relación física con él, sino por la obediencia a la palabra de Dios. Al habernos presentado a María en Lc 1,38 como la sierva obediente a esa palabra, nos la ha descrito como la que forma parte también de la familia escatológica de Jesús. Quizá por eso Lucas ha omitido Mc 3,33 y sobre todo Mc 3,20-21 que nos daban un retrato más negativo de la familia física de Jesús.

8,22-25 

    Jesús calma una tempestad.

    Mientras que nosotros pensamos que este tipo de milagros lleva consigo un triunfo sobre las leyes naturales, Lucas los comprende desde el horizonte cultural de un mundo controlado por fuerzas sobrenaturales. En los relatos de exorcismos (por ejemplo, Lc 4,35; 9,42) Jesús emplea el mismo término de increpar, y de este modo presenta la tempestad como una cierta posesión diabólica del mar. De hecho en la Biblia el mar se describe muchas veces como una fuerza demoníaca y caótica que Dios sometió al principio del tiempo y a la que vencerá definitivamente en el tiempo final (Is 51,10; Job 26,12; Ap 21,1). Por eso el mar es a veces el símbolo del reino de los muertos (Ez 26,19-20), o imagen de los enemigos de Israel, o de un enemigo personal (Is 17,12-13).

    La identidad de Jesús ha sido un tema recurrente durante su ministerio en Galilea (Lc 4,22 .34 .41; 7,16). Ahora, por tercera vez, se plantea la pregunta: «¿Quién es éste?» (Lc 5,21; 7,49; 8,25). La pregunta se hará una cuarta vez (Lc 9,9) antes de que Pedro nos presente su confesión de fe en Jesús como Mesías (Lc 9,20). Este relato manifiesta el poder de Jesús, que como Dios domina sobre el estruendo del mar (Sal 29,3; 65,8). La Iglesia primitiva tomó conciencia de esta dimensión cósmica de Jesús después de su resurrección, y desde esta convicción recuerda estos pasajes y los actualiza para la vida del creyente, que en los avatares de la vida piensa perecer (Sal 107,28-29). Bueno es recordar entonces la palabra del evangelio:

    ¿Dónde está vuestra fe? Es verdad que el Señor a veces parece ausente de la vida de cada uno y de la historia universal. Pero esa apariencia puede ser en muchos casos una mala respuesta a la pregunta sobre la identidad de Jesús que se hacen los discípulos al final del relato. El Señor resucitado es siempre el Salvador de la vida y de la muerte, pero no nos salva mágicamente, sino desde dentro de la misma existencia humana.

8,26-39 

    Curación de un endemoniado.

    Después de haber calmado una tempestad (Lc 8,22-25) este relato demuestra el poder de Jesús, no sobre las fuerzas de la naturaleza, sino sobre los poderes del mal, aunque según la mentalidad de la época la diferencia entre ambos poderes prácticamente no existía. Era popularmente aceptado en aquel tiempo que las fuerzas del mal se manifestaban de manera tangible en la enfermedad y, en especial, como ocurre en este caso, en las enfermedades mentales. El demonio, representante del poder que Jesús viene a destruir con su predicación del reino de Dios, reconoce con prontitud la identidad de Jesús: Hijo del Dios Altísimo. En esto es mucho más clarividente que los judíos de aquel tiempo (Lc 4,34 .41; 8,28; Hch 19,15). Pero la cercanía de Jesús anuncia también su derrota. Por eso suplica a Jesús que no le haga volver al abismo, simbolizado aquí por las profundidades del lago, que era el lugar donde los poderes del mal eran guardados cautivos hasta el momento del juicio final (2 Pe 2,4; Ap 20,1-3). Después de salir del hombre enfermo, los demonios piden a Jesús entrar en una manada de cerdos que estaba en el monte cercano. Los cerdos son para los judíos animales impuros. Esta prohibición, de origen higiénico y religioso -los pueblos de Canaán utilizaban los cerdos en sus sacrificios-, hace de estos animales un lugar «conveniente» para estancia de los demonios. Sin embargo al precipitarse la piara en el lago se cumple lo que ellos temían, el volver al abismo.

    La pérdida de los cerdos impresiona mucho más que la transformación del hombre, quien, cuando llega la gente se encuentra sentado a los pies de Jesús, en actitud de un discípulo dispuesto a escuchar la palabra (Lc 10,39; Hch 22,3). El quiere, además, seguir a Jesús en su misión, como lo habían hecho también otras mujeres curadas por Jesús (Lc 8,1-3). Pero su conversión va a tener como consecuencia el predicar en su ciudad lo que Dios, por medio de Jesús, ha hecho por él. Es la única vez en Lucas que Jesús predica en el mundo pagano. En efecto, la región de los gerasenos está enfrente de Galilea, es decir, fuera de Israel. De este modo Lucas prefigura la futura misión de la Iglesia cuyos rasgos fundamentales están resumidos en el último versículo del relato. Este mundo pagano, nos dice el texto, está también sometido a los poderes del mal, pero ha sido liberado por la palabra de Jesús y se ha transformado en el campo del testimonio eclesial. Así ocurría en la época en que Lucas escribe su evangelio, muy alejada ya la primera misión a los judíos.

8,40-56 

    La hija de Jairo y la mujer enferma de hemorragias. 

    El relato de la mujer enferma de hemorragias nos presenta un caso similar al de la lepra, ya que la hemorragia crónica, según las prescripciones religiosas de aquel tiempo, era considerada un caso de impureza (Lv 15, 19-30), lo que impedía el contacto con los demás. Su confianza en Jesús, llena de ribetes mágicos, se transforma en una fe que salva al poder proclamar públicamente (delante de todos) su gesto y su curación. La paz que le transmite Jesús es, por tanto, algo más que el simple saludo o la tranquilidad psicológica. Se trata del gran don escatológico (=salvífico) que el Mesías transmite a su pueblo y que los creyentes recibimos como una gracia del Espíritu.

    El relato de la curación de la hija de Jairo es la segunda resurrección contada por Lucas (véase Lc 7,11-17). El carácter trágico de la muerte de esta hija está además acentuado, como en el caso anterior de la resurrección del hijo de la viuda de Naín, por el hecho de ser hija única. También en este caso la fe cumple un papel importante, desde la confianza con que Jairo se dirige a Jesús para que cure a su hija enferma, hasta la fe que le exige Jesús una vez que ella ha muerto. Así como en el relato de la curación del geraseno endemoniado (Lc 8,26-39) se nos anunciaba la misión a los paganos, aquí se prefigura la resurrección como un don del Señor resucitado.

    Con estos dos hechos alcanzamos la cima de la manifestación del poder divino que se revela en Jesús. Jesús libera de una enfermedad estrechamente ligada al don de la vida, y de la muerte misma. Y si los padres de la niña quedaron estupefactos es porque sólo Dios era el que podía dar la vida y la muerte. El es, en efecto, la fuente de la vida (Jr 2,13; 17,13; Sal 36,10). La resurrección de la muchacha es, pues, el anuncio de la victoria pascual de Jesús sobre la muerte. La importancia de la revelación cristológica del acontecimiento viene subrayada por la presencia en él de los tres discípulos de Jesús (Lc 8,51) que estarán también en la transfiguración (Lc 9,28).

 

9,1-50

3. Revelación a los discípulos

    Los últimos episodios de la actividad de Jesús en Galilea giran en torno a los discípulos. Lucas relee en estos pasajes el camino y las tareas de la Iglesia futura a la luz de la paradoja que supone el mesianismo sufriente de Jesús. La transfiguración (Lc 9,28-36) y los dos anuncios de la pasión apuntan ya hacia el camino de Jesús, que tendrá como meta Jerusalén. Su misión va a llevarle al éxodo que había de consumar en aquella ciudad (Lc 9,31). Será la culminación del camino que se inicia en Lc 9,51, pero que los discípulos, a pesar de los anuncios de la pasión, no entienden (Lc 9,45).

9,1-6 

    Misión de los Doce. 

    Jesús envía en misión a los Doce por toda Galilea. Su predicación estará centrada en la proclamación del reino, acompañada de curaciones que atestigüen la realidad de su mensaje. La predicación y la curación, no son dos tareas distintas. Van íntimamente unidas, puesto que el reino proclama la derrota del mal y la llegada de la salvación que busca borrar todas las esclavitudes humanas. Sólo a través de estos gestos de misericordia y liberación los discípulos de ayer y de hoy hacen real y concreto el anuncio del reino. Lucas tiene en cuenta, al narrar este relato, no sólo la misión que Jesús dio a los Doce, sino la experiencia misionera de su comunidad. Pero a la vez hace también una propuesta a la Iglesia de todos los tiempos. Por eso los Doce llevarán a cabo su tarea en la mayor pobreza, poniendo en Dios su confianza absoluta. El rasgo de la pobreza, tan específicamente lucano, aparece ahora en el contexto de la misión. Si comparamos el texto de Marcos y el de Lucas vemos que este último subraya mucho más la pobreza radical del misionero. Los representantes del reino deben viajar en condiciones de extrema sencillez, contando con la hospitalidad de la gente. Sólo cuentan con el Señor, como ocurría con los antiguos levitas (Nm 18,20). Por eso ni siquiera llevan bastón ni alforjas ni alimentos ni dinero, imprescindibles en aquella época para todos los caminantes. El gesto de sacudir el polvo de los pies (Lc 9,5) es un signo de ruptura (ver la realización en Hch 13,51) conocido en otros pueblos de la época. Los mismos judíos lo hacía al abandonar un territorio pagano para entrar de nuevo en Israel. El significado es el no querer llevar consigo nada de un pueblo o una ciudad que se ha negado, en el caso de Lucas, a la recepción del evangelio.

9,7-9 

    Perplejidad de Herodes. 

    El misterio de la identidad de Jesús ha aparecido en textos próximos a éste (Lc 7,16-20; 8,25). La predicación y los milagros de Jesús habían traído a la memoria del pueblo diversas figuras proféticas del pasado, en especial la de Elías. Pero su identidad permanecía sin aclarar. Los interrogantes de Herodes nos preparan para la confesión de Pedro en Lc 9,18-21. Se habla en este relato de Herodes Antipas, hijo de Herodes el grande, que era tetrarca de Galilea y Perea (Lc 3,1). Había mandado encarcelar y matar a Juan el Bautista porque éste criticaba sus relaciones con Herodías, mujer de su hermano Felipe. El encuentro con Jesús se llevará a cabo en Lc 23,8-12. Su cara a cara con Jesús le hará perder todo interés por él al negarse éste a responder a sus preguntas. Jesús callará despectivamente ante el poder corrupto y depravado.

9,10-17 

    Multiplicación de los panes y los peces. 

    Es el único milagro del ministerio galileo que se encuentra no sólo en los tres sinópticos sino también en Juan. En el gesto de la multiplicación de los panes Jesús revela su condición de ser el que aporta la salvación definitiva a los hombres de todos los tiempos. Una salvación que el Antiguo Testamento describe como un banquete de abundancia. El recuerdo nos lleva, en primer lugar, al alimento que Dios proporciona a su pueblo en el desierto (Ex 16; Dt 8,3.16; Sal 78,24-29; 105,40; Sab 16,20-26) y sobre todo a los textos que nos hablan de los tiempos mesiánicos con el símbolo de un gran banquete (Is 25,6-8; 55,1-2; 65,13-14). Pero además, y sobre todo, el texto refleja claramente la Eucaristía celebrada por la Iglesia primitiva. En efecto, la misma manera de contar el hecho (bendición, partir el pan) nos lleva a los textos eucarísticos del evangelio (Lc 22,19; 24,30), como si este milagro fuese una prefiguración de lo que iba a suceder en la vida de la Iglesia. Así lo dice implícitamente la expresión cuando el día comenzó a declinar, que se encuentra en la aparición del resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24,29). Quizá Lucas intenta también aludir con esta expresión al momento del ágape comunitario vespertino, que se concluía con la celebración eucarística.

    Los Doce, que han predicado el evangelio del reino, se reúnen con la gente, como lo hará la Iglesia, para celebrar el banquete del Señor. Y todo se produce ante la presión del pueblo. Jesús, a la vuelta de la misión de los apóstoles (Lc 9,1-6), quiere retirarse con ellos a un lugar solitario. Frecuentemente en el evangelio de Lucas Jesús se retiraba a un lugar solitario para orar (Lc 5,16). Pero aquí la multitud le impide realizar este deseo que cumplirá más tarde (Lc 9,18). La urgencia de la predicación del reino y de la realización de algunas curaciones le hacen retrasar ese momento. En estas breves líneas vemos, pues, esbozada una descripción de las tareas pastorales de la comunidad creyente: predicación, servicio a los necesitados y celebración eucarística. Y todo ello sustentado por la oración, que si ahora espera ante la necesidad urgente, aparecerá pronto como fuente de la que nacen las demás tareas comunitarias. Este relato enlaza así con la misión que han llevado a cabo los Doce.

9,18-21 

    Declaración de Pedro. 

    Esta escena, en un contexto de oración que subraya su importancia, viene a explicar el gesto de la multiplicación de los panes y a responder a los múltiples interrogantes que se hacían los hombres y mujeres del tiempo de Jesús. Jesús es el Mesías de Dios, es decir, el que Dios envía para realizar su designio de salvación. Sin embargo, Jesús impone silencio a sus discípulos sobre esta confesión mesiánica justo antes de anunciarles su muerte próxima (Lc 9,22). Sólo ésta despejará todos los equívocos que podrían resultar de una confesión prematura de su mesianidad. A partir de entonces los discípulos de Jesús podrán proclamar claramente que Jesús es el Mesías (Hch 2,36).

    El título que Pedro emplea para Jesús, el Mesías de Dios, nos conecta con la gran esperanza de Israel. El Mesías (el Cristo, en griego) esperado iba a ser la persona que Dios enviaría para salvar a Israel, aunque había otras concepciones, también judías, que le daban una dimensión menos nacionalista. Pedro, que ha visto cómo Jesús ha predicado el reino y ha llevado a cabo signos y prodigios, reconoce en él al que viene a restaurar el reino para Israel (Hch 1,6). No nos encontramos, pues, aquí con una confesión plenamente cristiana sobre quién es Jesús. La muerte y la resurrección nos manifestarán en su plenitud lo que aquí es todavía incipiente. La concepción mesiánica, expresada por Pedro, podía ser ambigua sin la referencia a la cruz (Lc 23,35). El auténtico mesianismo de Jesús no puede separarse de la perspectiva del sufrimiento y de la muerte. Por eso los discípulos deben seguir el camino hacia Jerusalén. En el seguimiento de Jesús hasta el Gólgota les será revelado plenamente el misterio de su persona.

9,22-27 

    Anuncio de la pasión y condiciones del discipulado. 

    Nos encontramos ante la primera de las tres predicciones de la pasión que son comunes a los sinópticos (ver Lc 9,44 y 18,31-33). Usando el título de Hijo del hombre, que Lucas ha encontrado en la tradición de Marcos, nos quiere dar este pasaje una interpretación mesiánica de Jesús que no sea ambigua o equívoca. Una lectura gloriosa del mesianismo queda eliminada mediante la referencia a la pasión y muerte de Jesús. Así se evoca el siervo del Señor de Is 40-55, que sirve a la vez de criterio de lectura de la confesión de Pedro (Lc 9,18-21) y de norma para el discipulado y el seguimiento.

    Las palabras de Jesús después de su anuncio de la pasión, que encontramos también en otros lugares del evangelio (Lc 12,9; 14,27; 17,33), han sido agrupadas aquí para describir las condiciones del seguimiento de Jesús. Si la cruz expresa la vida del cristiano es porque la existencia del creyente está definida por la vida de Jesús, cuya culminación es su entrega en la cruz. Lucas añade aquí una expresión que no se encuentra en el texto paralelo de Marcos, cada día (Lc 9,23). Con estas palabras quiere indicar que la cruz es una actitud permanente de la existencia cristiana y que no está hablando de un hecho aislado, por muy importante que éste sea. Se trata de una interpretación espiritual importante para los cristianos de todos los tiempos, de una afirmación de Jesús que aludía originalmente al martirio (Mc 8,34). Es también en la vida cotidiana, nos dice Lucas, y no sólo en la persecución o el martirio, donde se manifiesta la fidelidad en el seguimiento de Jesús. El carácter crucial de ésta lo destaca Lc 9,25-26: la vida futura del creyente depende de su fidelidad. Al final de los tiempos, el Hijo del hombre se avergonzará de quien haya abandonado el camino del evangelio. Es un verbo, «avergonzarse», que pertenece al lenguaje confesional del cristianismo primitivo y designa la renuncia a Cristo por parte de un ser humano. En el horizonte del juicio, que está como trasfondo de estos dos versículos, resuena esta afirmación como una advertencia que quiere evitar la ruina de la existencia.

    La extraña afirmación de Lc 9,27, que quizá se refería a la destrucción de Jerusalén, o a algún otro acontecimiento escatológico próximo, la tenemos que leer ahora en el contexto del evangelio. Sin duda Lucas se refiere aquí a la manifestación gloriosa del reino en el Señor resucitado que el próximo texto, el de la transfiguración, anticipa en la vida de Jesús o también puede referirse a la presencia de la salvación en la vida de la Iglesia. Un índice de que Lucas no lo interpreta a la manera apocalíptica es la eliminación de la expresión con fuerza, que estaba en su fuente de Marcos (Mc 9,1).

9,28-36 

    Transfiguración de Jesús. 

    Ya desde el comienzo se nos indica que el contexto de revelación es la clave de comprensión de este relato. La presencia del «monte» y de la «oración» es típica en el evangelio de Lucas para expresar la importancia de lo que se nos va a revelar. Este relato presenta un fuerte contraste con el anterior. En medio de una vida llena de contradicciones, y ante un horizonte cercano de sufrimiento, se revela sin embargo la verdadera gloria de Jesús, una gloria que le viene de Dios mismo (Lc 9,35 es el centro de la narración). Como la voz celeste identificó a Jesús en su bautismo antes de iniciar la misión en Galilea (Lc 3,22), así ocurre también ahora. Antes que se inicie el viaje a la ciudad de su destino (Lc 9,51), la voz de Dios identifica a Jesús con su Hijo. Moisés y Elías, representantes de la ley y los profetas, hablan entre sí del éxodo de Jesús, es decir de su muerte liberadora, aunque quizá no esté ausente del horizonte de este concepto la misma resurrección, anunciada en la transfiguración. La mención del éxodo nos trae también a la mente la liberación de Israel. La pascua de Jesús es, sin duda, el gran acontecimiento liberador para el Nuevo Testamento.

    Muchos otros rasgos del Antiguo Testamento nos ayudan a entender el lenguaje simbólico del relato: el resplandor de Jesús nos recuerda al de Moisés descendiendo del Sinaí (Ex 34,29), la nube nos lleva a la presencia de Dios en la tienda del desierto (Ex 40,35) y en el templo (1 Re 8,10), Moisés y Elías eran esperados en el tiempo de la salvación (Dt 18,15- 18; Mal 3,22-23). Jesús se nos presenta así como el que viene a dar plenitud a todas las realidades personales e institucionales de Israel. El es el nuevo templo, la nueva alianza, el profeta de la última hora. Por eso tenemos que escucharle, ya que su palabra es decisiva para la vida del hombre.

    El comportamiento de los tres discípulos más íntimos de Jesús es desconcertante. Estaban cargados de sueño, como en otro momento crucial (Lc 22,45). Pedro habla incluso de construir tres tiendas, lo que puede ser una alusión a la fiesta de los tabernáculos (o de las tiendas). Quizá está relacionando su alegría con la celebración de esta fiesta de otoño. Parece querer detenerse en ese momento de revelación gloriosa, ignorando el destino de sufrimiento de Jesús. En realidad no sabía lo que decía.

9,37-43a 

    El muchacho epiléptico. 

    La gloria de la transfiguración ejerce su poder frente al mal para mostrar la grandeza de Dios que está en Jesús, una grandeza que no humilla sino que libera. El evangelio destaca el contraste entre la gloria del Hijo, que se acaba de manifestar en el monte de la transfiguración, y la miseria de la gente donde todavía domina el mal. Privada de su presencia salvadora, la humanidad es incapaz de luchar contra el mal. Incluso la comunidad cristiana, simbolizada en sus discípulos, sin su ayuda, se muestra impotente. La revelación que Jesús ha hecho a sus discípulos tiene que esperar hasta la resurrección. El debe proseguir el combate contra los males que atenazan a los hombres. De nuevo, como en otros casos del evangelio de Lucas (Lc 7,12; 8,42), se trata de un hijo único al que han intentado curar los discípulos, pero no han podido. La descripción de los síntomas de la enfermedad que hace el padre a Jesús (Lc 9,39) nos hace pensar en un caso de epilepsia, que en la antigüedad se llamaba la «enfermedad sagrada». Pero no es tanto el aspecto clínico del caso lo que llama la atención (recordemos que en aquella época la distinción entre enfermedad física o espiritual era inexistente), como la desesperación del padre que, frente a la impotencia de los discípulos, se dirige a Jesús como Maestro.

    Las duras palabras de Jesús (Lc 9,41) evocan expresiones similares del Antiguo Testamento que nos hablan del reproche que Dios hace a la incredulidad del pueblo de Israel (Dt 32,5; Nm 14,27). Aquí resultan enigmáticas, aunque la generalidad de la frase (generación perversa) parece resumir un juicio global sobre la incredulidad de los hombres del tiempo de Jesús, que no saben interpretar sus palabras ni sus signos.

9,43b-45

    Segundo anuncio de la pasión. 

    A pesar de su gloria y grandeza manifestadas en los relatos anteriores, Jesús recuerda a sus discípulos la otra dimensión de su mesianismo. Los discípulos no entienden y Jesús permanece solo frente a su destino doloroso. El texto de Lucas, con respecto al paralelo de Marcos, es mucho más duro con los discípulos. La oscuridad y la falta de comprensión son rasgos añadidos por Lucas que, además, no habla, como hace Marcos, de la resurrección. Sólo después de ésta podrán comprender plenamente los discípulos el significado de su muerte (Lc 24,25-27 .44-46). Ahora tienen incluso miedo de hacerle preguntas. La muerte de Jesús parece algo absurdo que sólo la resurrección hará comprender como un acontecimiento salvífico. Quizá los discípulos no se atreven a preguntar por las duras conclusiones que para sus vidas se siguieron del primer anuncio de la pasión (Lc 9,23-26).

9,46-48 

    ¿Quién es el más importante?

    Es verdaderamente sorprendente el contraste que existe entre el espíritu de obediencia de Jesús a la voluntad del Padre (Lc 9,44), y la ambición de los discípulos que discuten sobre quién va a ser el más grande. No han comprendido nada de la lección que Jesús les ha dado sobre la renuncia y la cruz. La discusión que surge entre los discípulos confirma que una falsa comprensión del misterio de Jesús tiene consecuencias desastrosas en la vida del creyente y en la concepción de los ministerios eclesiales. La acogida y el servicio deben ser sus rasgos esenciales. Para mostrarlo, Jesús se identifica con un niño. Por eso el que acoge a los más sencillos y humildes, acoge a Jesús mismo (Mt 25,31-46). Así es como debe actuar el auténtico discípulo. El niño nunca es descrito en aquella época como un modelo de inocencia, como solemos hacer en nuestros días. El niño es el que depende enteramente de los demás. Lo contrario de lo que pretendían los discípulos, que buscaban la autonomía y el poder. En el centro de la última cena, Jesús volverá a insistir sobre la concepción evangélica del ministerio como servicio a los hermanos (Lc 22,24-27).

9,49-50 

    Estar con Jesús. 

    Juan piensa que los discípulos de Jesús debían tener la exclusividad en el uso del nombre de Jesús. Para Jesús, sin embargo, lo fundamental era el combate del reino contra los poderes del mal, lo hiciera quien lo hiciera. El poder de Dios podía actuar fuera de los que pertenecían al grupo de los elegidos por Jesús. El espíritu de exclusividad y de casta privilegiada es uno de los cánceres que pueden roer la realidad comunitaria. El discípulo de Jesús no debe apresurarse a juzgar a los de fuera (Lc 6,37), sino que debe esperar a ver los frutos que nacen de la vida y los compromisos de los demás (Lc 6,43-44). Tiene que estar siempre dispuesto a reconocer la acción de Dios en personas y lugares inesperados. Una opinión contraria a este texto parece insinuarse en Lc 11,23, lo que indica que no existía unanimidad sobre este tema en la Iglesia primitiva.

 

9,51-19,28

III VIAJE A JERUSALÉN

    Diez capítulos en los que Lucas abandona el plan de Mateo y Marcos, al que no volverá hasta 18,15. Nos encontramos en esta sección con narraciones propias de Lucas, muchas comunes con Mateo, y algunas que se encuentran en Marcos. No es fácil trazar un itinerario del viaje, ya que las referencias geográficas son prácticamente inexistentes; únicamente resaltan las alusiones a Jerusalén (Lc 9,51 .53; 10,38; 13,22-33; etc.), que expresan la constante preocupación de Lucas por destacar la culminación de su evangelio en esta ciudad como punto de llegada de una larga historia de promesas y esperanzas.

    Toda esta sección está dominada por la perspectiva de la pascua, comprendida a la luz del Mesías sufriente, y por el interés de Jesús en preparar a sus discípulos para la misión. Precisamente por ello están muy presentes las exigencias del seguimiento en la vida cotidiana. Así, este camino hacia Jerusalén, que en la época del evangelista servía como iniciación al camino cristiano (Hch 9,2; 18,25s; 19,9 .23; 22,4; 24,14-22), es también una instrucción catecumenal dirigida a los creyentes de todos los tiempos. La utilización del símil del camino permite describir la existencia creyente y la vida de la comunidad como una experiencia dinámica y progresiva. El tema central de toda esta parte del evangelio se describe con claridad en Lc 13,31-34: el camino hacia Jerusalén lleva a Jesús a la muerte, pero a través de ella se alcanza la plenitud de la revelación y la salvación que Jesús aporta a toda la humanidad.

    Esta sección del viaje a Jerusalén representa el núcleo central del evangelio de Lucas, su parte más original. Adquiere, además, una importancia particular en la perspectiva teológica del conjunto de Lucas y Hechos. Jerusalén representa el centro geográfico de la historia de la salvación lucana. El itinerario de Jesús hacia la ciudad santa recapitula el camino de Israel a través del Antiguo Testamento. Resume, pues, las experiencias del pueblo elegido y lleva a cumplimiento sus expectativas. Jerusalén representa, además, la última etapa de la misión de Jesús. Allí se llevarán a cabo los acontecimientos pascuales que desembocarán en la salvación. Es lo que la Iglesia tendrá que anunciar, partiendo de Jerusalén, por toda la tierra (Hch 1,8).

9,51-13,21

1. Seguimiento y confianza en el Padre

    La primera etapa del viaje de Jesús contiene enseñanzas dirigidas a los discípulos. Estas instrucciones los preparan para la misión que tendrán que llevar a cabo después de la resurrección de Jesús. Lucas propone aquí a su comunidad el itinerario que deben recorrer los auténticos creyentes. A partir de Lc 11,14 cambia el tono y aparece el enfrentamiento entre Jesús y los jefes de Israel, cuya oposición al camino cristiano perduraba en tiempos del evangelista. No faltan tampoco en esta parte invitaciones de Jesús dirigidas al pueblo para que tome una decisión con respecto a él y no deje pasar la posibilidad de la conversión.

9,51-56 

    No admiten a Jesús en Samaría. 

    Lc 9,51 es una introducción al viaje a Jerusalén y nos da su horizonte teológico. Estamos acercándonos al cumplimiento del plan de Dios que inaugura una nueva etapa de la historia de salvación. Se trata de la partida (el griego dice asunción) de Jesús, del paso hacia el Padre. A través del término partida se evocan seguramente su muerte y resurrección, el conjunto del misterio pascual. Pero todo eso no es un proceso inexorable. La decisión de Jesús es un elemento esencial de ese misterio.

    El relato refleja la viva hostilidad existente entre judíos y samaritanos. Sin embargo Jesús quiere alejar a los suyos de todo espíritu de venganza. Al igual que su misión en Galilea (Lc 4,16-30), su camino hacia Jerusalén se inicia con un rechazo. La hostilidad entre galileos y samaritanos era tradicional. Los peregrinos que iban a Jerusalén para las grandes fiestas de Israel procuraban evitar el paso por Samaría, utilizando el camino de la costa o el valle del río Jordán. La sugerencia que hacen Santiago y Juan nos recuerda un acontecimiento similar de la época de Elías en el que este profeta envía fuego sobre la tierra (2 Re 1,10-14). Sin embargo la misión de Jesús es muy distinta a la de Elías. El soportará el sufrimiento, pero no lo causará.

    Los discípulos piensan en un mesianismo espectacular y poderoso que no retrocede ante la muerte de algunos. No han comprendido que la actitud de Jesús es siempre de misericordia y no de destrucción.

9,57-62 

    Condiciones para seguir a Jesús. 

    Jesús, que ha iniciado el camino que le lleva hacia la muerte (Lc 9,51), expresa en estos tres diálogos el riesgo y la urgencia del seguimiento. Jesús había sido rechazado por sus paisanos en su tierra natal (Lc 4,16-30), y en el pasaje anterior por los samaritanos. Su situación, nos dice el primer diálogo, es la del solitario que no tiene un lugar propio. A diferencia de Marcos (Mc 1,29; 2,1), Lucas no nos presenta nunca a Jesús en una casa suya o de sus discípulos.

    En el segundo diálogo, Jesús es el que se dirige a otro para que le siga. Pero éste se escuda en un deber importante de todo judío: enterrar a su padre (2 Re 9,10; Jr 16,4). No se ha dado cuenta de que el anuncio del reino, al que es invitado por Jesús, pasa por delante de todos los deberes humanos. Los muertos (=los que no han aceptado el reinado de Dios y son insensibles a la llamada de Jesús) enterrarán a los muertos.

    En el tercer caso, alguien expone el deseo de seguirle, pero pretende primero despedirse de los suyos, como hizo Eliseo cuando recibió la llamada de Elías para ser su discípulo (1 Re 19,19-21). Pero Jesús es más exigente que Elías.

    Al contar al comienzo del viaje a Jerusalén estas exigencias radicales del seguimiento, Lucas quiere advertir a los discípulos sobre la seriedad del camino que van a emprender con Jesús. No veamos, sin embargo, en esas palabras de Jesús consignas normativas. De hecho los discípulos darán sepultura al cadáver del crucificado (Lc 23,53-56). Y aunque Pedro y sus compañeros han dejado su familia durante el ministerio de Jesús, estarán acompañados por sus esposas en sus viajes misioneros (1 Cor 9,5). Se trata, pues, para cada creyente concreto de eliminar de su vida lo que pueda ser un obstáculo en su testimonio cotidiano del Evangelio.

10,1-16 

    Los discípulos enviados a misionar. 

    Lc 9,1-6, siguiendo las tradiciones de Marcos, narraba una misión de los Doce. Aquí nos encontramos ante un texto que pertenece sólo a las tradiciones lucanas. Algunos piensan que el discurso misionero de Jesús llegó a Lucas por las tradiciones de Marcos y por la fuente de los «logia». Pero en lugar de fusionar las dos versiones, como hizo probablemente Mateo, Lucas las conserva separadas. Aunque también puede tratarse de un texto creado para indicar que la evangelización es una obra a la que deben contribuir todos los discípulos de Jesús, como nos indica el número de estos misioneros. Hay efectivamente una alusión a Gn 10, según la versión griega del Antiguo Testamento, donde setenta y dos es el número de las naciones paganas. Si bien Lucas sabe que la misión universal no empezará hasta después de pascua (Hch 1,8), la presencia simbólica del número setenta y dos muestra su prefiguración en la vida de Jesús, aunque realizada por sus discípulos. El camino hacia Jerusalén se convierte en modelo para el camino de la Iglesia futura. El hecho de enviar a sus discípulos de dos en dos es para que su testimonio tenga el valor jurídico que pedía la ley (Dt 17,6; 19,15). Su tarea no era, pues, predicar su propio mensaje, sino preparar el camino de Jesús y dar testimonio de él. Es la misión permanente de la Iglesia.

    Lucas ya había hablado de las exigencias de pobreza con las que debía ser llevada a cabo la misión (Lc 9,3). El estilo de la evangelización es siempre el mismo para él. Sin embargo aquí añade tres rasgos que corresponden a los cambios que introduce en la vida humana la llegada del reino. Por una parte, no deben saludar a nadie en el camino (Lc 10,4). La urgencia de la misión no permite detenerse en la complejidad de la cortesía oriental. Esta misma proximidad del reino aparece en Lc 10,9. Es una cercanía que quizá tuviera su realización, en la predicación de Jesús, en el momento de la llegada a Jerusalén (Lc 9,51). Se insiste también en la proximidad de la salvación definitiva a través de la idea de la mies. Anunciada por Juan el Bautista (Lc 3,16-17), en continuidad con la predicación profética del Antiguo Testamento (Is 33,11; 41,15-16; Jr 13,24; 51,2.33; Am 9,9; Jl 4,13), la época de la mies ha llegado con la predicación de Jesús. A esta tarea son asociados los discípulos de todos los tiempos. Pero la misión no será fácil. Entonces y ahora, si se quiere ser fiel al evangelio de Jesús, se multiplican las dificultades (Hch 20,29; Jn 10,12). Por eso, los discípulos son descritos como corderos en medio de lobos. Es una imagen que en el Antiguo Testamento describe la situación del pueblo elegido esparcido entre la población pagana (Edo 13,17). Aquí expresa la situación del discípulo fiel en medio de un mundo hostil.

    Junto al envío de los setenta y dos, símbolo quizá de la misión a los gentiles, Lc 10,12-15 nos transmite unos ayes contra las ciudades de Galilea que han rehusado reconocer los signos de Jesús. Contrastan estas palabras con los propósitos de Jesús sobre las ciudades de Samaria (Lc 9,49-56). Pero no debemos ver en ellas una maldición, sino una simple constatación, expresada en un lenguaje oriental y solemne, del hecho del rechazo de Jesús por las ciudades de Galilea. Concluye este texto con una sentencia (Lc 10,16) que destaca la grandeza de la tarea de los enviados. Participan de la misión de Jesús. Negarse, pues, a escucharles es rechazar a Jesús y, por tanto, a Dios mismo que lo ha enviado al mundo. Es un dicho que se puede encontrar en otros evangelios en forma positiva (Mt 10,40; 18,5; Jn 13,20) o negativa (Jn 5,23).

10,17-24 

    Regreso de los discípulos. 

    Alegría de éstos y de Jesús. Con la certeza de la victoria de Jesús sobre el mal, sus discípulos llevan a cabo la misión. El poder sobre el mal, que se ha manifestado en ellos, viene de Jesús (Lc 10,19), y sólo por su fe en él han podido derrotar a los demonios. Este es el sentido de la frase enigmática de Lc 10,18. Muy probablemente no se trata de una visión de Jesús. Es más bien una expresión figurada que nos describe imaginativamente el triunfo de los discípulos sobre Satanás. Un triunfo que aparece sugerido en el dominio sobre serpientes y escorpiones, símbolos frecuentes de las fuerzas del mal. Jesús estalla en alegría, impulsado por el Espíritu, porque el reino empieza a manifestarse en la humanidad. En cambio, el reino del mal comienza a ser derrotado y así lo simboliza la caída de Satanás. Su dominio sobre la humanidad está tocando a su fin. A pesar del poder que en nombre del Señor se ha manifestado en su misión, Jesús pone en guardia a sus discípulos contra toda idea de dominio. Lo importante es tener los nombres escritos en el cielo. Según Ex 32,32, aquellos que tienen el nombre escrito en el libro de la vida son los que participan del reino de Dios y viven según sus exigencias.

    Los últimos versículos (Lc 10,21-24) tienen dos partes: un himno de alabanza y una bienaventuranza. El himno de acción de gracias al Padre (Lc 10,21-22), que es obra del Espíritu presente en Jesús, tiene como motivo la manifestación del misterio del reino a los pobres y humildes, a la gente sencilla como sus discípulos. El éxito de la predicación es, pues, obra del Padre que abre el corazón para la escucha de la palabra (Hch 16,14). Mientras que los sabios y prudentes, en su suficiencia, no aceptan esta palabra. Vemos cómo Jesús, el Hijo (único texto de los evangelios sinópticos que utiliza esta expresión de fuerte sabor joánico) ha recibido todo (sabiduría y poder) del Padre. Y Jesús, por su palabra y sus hechos, revela a Dios Padre a todos los hombres. La intimidad del Padre y del Hijo es el presupuesto de este himno. La bienaventuranza dirigida por Jesús a sus discípulos (Lc 10,23-24) nos recuerda la exclamación de Simeón en el evangelio de la infancia (Lc 2,30). Se trata de un ver que comprende en profundidad los acontecimientos que están ocurriendo en la tierra desde que el reino de Dios empezó a ser predicado.

10,25-37 

    El buen samaritano. 

    El dialogo inicial entre el maestro de la ley y Jesús sigue muy de cerca el texto de Mc 12,28-34. Marcos, sin embargo, nos habla de un maestro de la ley y la pregunta que hace es sobre el gran mandamiento de la ley. Lucas, adaptándose quizá a sus destinatarios cristianos de cultura griega, pregunta sobre la vida eterna. La respuesta del maestro de la ley combina dos textos del Antiguo Testamento: Dt 6,4 y Lv 19,18. Pero queriendo pasar por hombre justo plantea una nueva pregunta sobre quién es su prójimo. Para un judío la cuestión tenía una respuesta clara en la ley: es todo miembro del pueblo de Dios (Ex 20,16-17; 21,14 .18 .35; Lv 19,11-18). Para esta parábola, sin embargo, todo hombre que se aproxima a los demás con amor es el verdadero prójimo, aunque sea un extranjero. De este modo la pregunta primera se invierte y se transforma en: ¿cómo puedo ser yo el prójimo del necesitado? No debemos olvidar aquí que los sacerdotes y levitas, los expertos de la ley, son los que pasan de largo. Sus conocimientos no les sirvieron para responder a la necesidad concreta que se les presentaba. Su corazón no estaba convertido al Dios de la misericordia. Por el contrario la parábola nos descubre que el que tiene el secreto de la vida eterna es, paradójicamente, un samaritano, un extranjero odiado por los judíos (el maestro de la ley ni siquiera se atreve a pronunciar el nombre de «samaritano», Lc 10,37). Es verdad que él no tiene los conocimientos de la ley que tienen los sacerdotes y levitas, pero sin embargo sintió lástima. Tiene un corazón compasivo que sabe expresarse a través de un amor eficaz. La compasión (Lc 10,37) es, según Lucas, una de las características de Dios (Lc 1,54; 6,36) y la explicación de la actitud que Jesús adopta ante los pobres y pecadores (Lc 17,13; 18,38). Esta misericordia debe pasar por encima de cualquier otra consideración en la vida concreta de los discípulos de Jesús. En este gesto del samaritano la Iglesia de todos los tiempos reconoce un aspecto fundamental de su misión: la de levantar a todos los hombres y mujeres caldos en los caminos de la historia.

10,38-42 

    Visita de Jesús a Marta y María. 

    En la casa de estas dos hermanas, que son probablemente las mismas de Jn 11, debía haber muchos invitados, y uno de los deberes de las personas que recibían era atenderles y preocuparse de que no les faltara nada. De ahí la queja de Maria ante Jesús de que su hermana María no le ayuda en las tareas de la casa. La respuesta de Jesús nos da el mensaje central del pasaje: la palabra de Jesús está por encima de cualquier otro interés. Es una idea similar a la que poco antes Lucas ha descrito con respecto al seguimiento de Jesús (Lc 9,57-62). La descripción de María, sentada a los pies del Señor, se corresponde con la postura de un discípulo ante su maestro (Lc 8,35; Hch 22,3). Lo que no deja de sorprender teniendo en cuenta el contexto sociológico del siglo I, donde una mujer no podía ser discípulo de un rabino. No se trata, por tanto, de la oposición entre acción y contemplación, como a veces se ha dicho, sino de dejar bien claro que la escucha de la palabra de Jesús es el comienzo absoluto de la vida de todo creyente. Quizá Lucas quiere responder con este texto a cierta tensión que existía en su comunidad entre poner en practica el mandamiento del amor, del que habla en la parábola del buen samaritano, y la escucha de la palabra (Hch 6,2-4).

11,1-13 

    Jesús enseña a orar. 

    La oración es imprescindible en la vida del creyente. Para que todos aprendan a orar, Lucas nos transmite la oración que Jesús enseñó a sus discípulos. No se trata de una fórmula que haya que repetir de memoria. De hecho el texto paralelo de Mt 6,9-13 muestra que los primeros cristianos se expresaban diversamente. Las dos recensiones diferentes del Padrenuestro deben explicarse por tradiciones litúrgicas distintas. La de Mateo, más próxima al medio judeocristiano; la de Lucas, más breve y con menos embellecimientos litúrgicos, más cercana probablemente a la oración original. Ninguna de estas dos versiones pretende, sin embargo, reproducir literalmente las palabras de Jesús, sino que son el recuerdo vivo y creativo de estas palabras en una comunidad cristiana determinada.

    El Padrenuestro resume las convicciones y deseos que deben aparecer en la oración cristiana: la invocación de Dios como Padre y una existencia invadida por el deseo de un mundo diferente. Quizá la clave está en el tema de la paternidad de Dios (Os 11,1-9). La fórmula breve de Lucas, Padre, parece mas primitiva que la expresión mateana de Padre que estás en el cielo. En otros contextos de oración, Jesús utiliza la misma fórmula breve para dirigirse a Dios (Lc 10,21-22; 23,34). Esta palabra traduce el original arameo Abba que utilizaba Jesús para dirigirse a Dios como signo de especial intimidad (muchos piensan que habría que traducirla literalmente por «Papaíto»). Es un término que la Iglesia primitiva ha recogido para dirigirse a Dios (Rom 8,15; Ga 4,6). Según el sentido de estos textos paulinos, Dios Padre es experimentado por los cristianos, no como un poder que coarta la vida, sino como el autor de nuestra libertad.

    Que el nombre de Dios sea santificado expresa el deseo de los profetas de que Dios se manifieste como el salvador ante los ojos de todas las naciones (Is 5,16; Ez 20,41; 28,22- 25; 36,23) y el reconocimiento por los hombres de la naturaleza y justicia del plan de Dios para el mundo. La venida del reino ya se ha realizado en la obra de Jesús, pero el Padrenuestro pide que se manifieste pronto y definitivamente en toda la tierra. Siguen tres peticiones. La primera invita a los discípulos a pedir a Dios cada día el alimento que necesitamos, con certeza de que nos lo dará. Pero el creyente sabe bien que el pan lo obtendrá con el sudor de su frente (Gn 3,17). Si no queremos tener una imagen de un Dios mágico y alienante para la vida del hombre, le pediremos más bien su Espíritu para que con su fuerza podamos nosotros conseguir el pan (ver en este mismo pasaje el comentario a Lc 11,11-13). El perdón de los pecados (que permite al creyente vivir su vida como hijo de Dios) es la obra específica de Dios, lo que nosotros somos incapaces de hacer. Pero Jesús lo relaciona aquí con nuestra actitud de perdón hacia los demás. Esta actitud fraterna no compra o merece nuestro perdón, pero atestigua la sinceridad de nuestra demanda. La última petición sobre la tentación, no pide a Dios el no ser tentado, sino el evitarnos una prueba tal que no podamos soportarla. De acuerdo con la visión apocalíptica de la historia, Jesús asume aquí que el pueblo de Dios pasará por una dura prueba antes de que el reino llegue en su plenitud.

    La oración debe ser, además, incansable, en espera de recibir de Dios su gran don: el Espíritu (Lc 10,13), que invadirá la Iglesia y el mundo a partir de pentecostés. Dos parábolas expresan los temas de la insistencia en la oración y de su eficacia. Si un amigo, nos dice la primera, da lo que se le pide ante la insistencia del otro, con más motivo Dios actuará así con los que se dirigen a él. Igualmente, insiste la segunda parábola, la oración siempre alcanza su objetivo, el que pide recibe. Es interesante ver el cambio que introduce Lucas con respecto al texto de Mateo. Lo que se recibe no es automáticamente lo que se pide sino el don del Espíritu, que nos permitirá afrontar las situaciones de la vida con la fuerza de lo alto (véase Mt 7,11 que nos dice que la oración obtiene buenas cosas). Lucas elimina así una posible comprensión mágica de la oración de petición.

11,14-26

    Jesús y Belzebú. 

    Las palabras y los hechos de Jesús provocaban asombro y desconcierto entre sus contemporáneos, que reaccionaban de diferentes maneras: alabanza (Lc 5,26), interrogación (Lc 4,36) o admiración (Lc 9,43). Los contemporáneos de Jesús no negaban sus exorcismos (su combate incansable contra el mal), pero las opiniones se dividían cuando se trataba de aclarar el origen de su poder. La defensa que hace Jesús de su actividad contra el mal se despliega en dos argumentos: a) si expulsaba a los demonios por el poder de Belzebú (uno de los nombres, como Satanás, que en aquella época se daba al príncipe de los demonios), entonces éste lucharía contra sí mismo; b) si los expulsaba en nombre de Satanás, ¿con qué poder lo hacían los exorcistas judíos cuya actividad conocemos por los relatos de la época?

    Toda la vida de Jesús revela que él actúa con el poder de Dios para hacer que el bien reine en la humanidad. Todo lo que hace es signo de que el reino de Dios está presente en medio de los hombres. Por eso el reino de las tinieblas es vencido. Sin embargo, la conversión es a veces frágil e inestable (Lc 11,24-26). Los poderes del mal aspiran siempre a volver a ocupar los territorios que, en su ausencia, se han transformado en el templo del Espíritu (1 Cor 3,17; 6,19). Si el lugar que ocupaba el espíritu inmundo no era incorporado al reino de Dios, es que virtualmente seguía perteneciendo al reino del mal. Una falsa seguridad podía hacer que fuera fácilmente controlado de nuevo por Satán.

    Nos encontramos en Lc 11,23 con una afirmación que aparentemente contradice lo que Jesús había dicho en Lc 9,50. Pero a pesar de la falta de armonía entre estos dos dichos, el contexto diferente explica lo que literalmente parece contradictorio. Se trata aquí de la lucha del hombre contra el mal en la que no hay neutralidades ni términos medios. Por último, no debemos dejar de lado una relación, bastante sutil, de este relato con el Antiguo Testamento. La expresión con el poder de Dios, es traducción del original griego por el dedo de Dios, una expresión que alude probablemente a Ex 8,15, donde los milagros de Moisés son reconocidos como hechos por el dedo (=poder) de Dios. Jesús se nos revela así como el nuevo Moisés que combate contra el mal en busca de la liberación de la persona y el mundo.

11,27-28 

    Elogio de María. 

    Escena muy similar a Lc 8,19-21. Los dos textos expresan cuál es la verdadera grandeza ante los ojos de Dios. Las palabras de esta mujer anónima parecen implicar que la relación física con su hijo haría de María una mujer feliz. Sin embargo, las palabras de Jesús afirman que los verdaderamente dichosos son aquellos que perseveran en la escucha y en la práctica de la palabra. Y aunque puede parecer que Jesús elude el elogio espontáneo de su madre, indirectamente lo acepta, pero lo pone en su auténtico lugar. María, en efecto, encarna bien esta definición del creyente, pues ella fue la primera en acoger la palabra de Dios y hacerla vida (Lc 1,39; 1,45; 2,19 .51).

11,29-32 

    Piden una señal milagrosa. 

    Algunos habían pedido a Jesús un signo portentoso (Lc 11,16). Pero Jesús se niega siempre a realizarlos (Lc 4,1-13). La parábola del rico y Lázaro destacará justamente que quien no se convierte al escuchar la palabra de Dios no lo va a hacer viendo resucitar a un muerto (Lc 16,31). El gran signo del reino es Jesús y su predicación. A sus contemporáneos (esta generación malvada) que no le aceptan, Jesús opone los paganos (y aquí surge un tema de interés de la comunidad lucana) que aceptaron en el pasado la sabiduría de Salomón y la predicación de Jonás. A diferencia del texto paralelo de Mateo, la insistencia de Lucas no apunta a la resurrección de Jesús, aludida en los tres días que permaneció Jonás en el vientre del pez. Lucas se fija en la predicación y la sabiduría de Jesús. Ese es el signo que Dios da a aquella generación, que buscaba en lo maravilloso la presencia de Dios. En Jesús se nos revela, por tanto, alguien que es más grande que Salomón o Jonás. No tenemos que preguntar por ningún otro signo sino escuchar su predicación y convertirnos (hacer penitencia, Lc 11,32), como hicieron los habitantes de Nínive ante la palabra de Jonás.

11,33-36 

    La lámpara y la luz. 

    El dicho sobre la lámpara, que ha aparecido antes en el contexto de la escucha de la palabra de Dios (Lc 8,16), se vuelve a repetir aquí con un significado muy similar. Estos versículos invitan a abrir los ojos para ver el signo de Jesús del que habla el texto precedente. Si uno responde a la palabra de Dios con todo su ser, entonces se llenará de la luz de Dios. Pero para ello nuestra conciencia y nuestro corazón, el ojo interior, deben permitir que la luz de Jesús nos impregne totalmente. Estas palabras vienen a decir que el mensaje de Jesús es claro y puede ser comprendido cuando nuestro ojo está sano. El ojo se compara aquí con una lámpara que permite ver, pero no siempre ocurre así. El símbolo de la luz nos lleva, además, al Antiguo Testamento, donde muchas veces significa la revelación de Dios. Es precisamente en Jesús donde esta revelación tiene su momento central.

11,37-54 

    Repulsa de fariseos y maestros de la ley. 

    Estas denuncias contra los fariseos y contra los doctores y maestros de la ley han sido situadas por Lucas en el contexto de una comida en casa de un fariseo (no ocurre así en el texto paralelo de Mateo). Las controversias con los fariseos son encuadradas por Lucas habitualmente en el marco de una comida de Jesús con ellos (Lc 5,29-39; 7,36-50; 14,1-24). El punto de partida de estas palabras de Jesús contra los fariseos y los maestros de la ley está en la crítica que éstos le dirigen por no observar las prescripciones sobre las abluciones que había que hacer antes de empezar a comer. La crítica dirigida contra los fariseos (Lc 11,39-44) va al centro del problema: la auténtica pureza no está en las abluciones o ritos, sino en la totalidad de la existencia humana que manifiesta la conciencia moral de la persona. La limosna testimoniaba la profundidad de la conversión al Dios de la alianza. En aquella época era un rasgo fundamental de la justicia interhumana, salvo que fuera realizada para ser visto de los demás (Mt 6,2). La denuncia de Jesús no olvida dos deformaciones religiosas típicas: la vanidad y la hipocresía. Ambas son puntillosas con el cumplimiento externo, pero esconden un corazón del que ha desaparecido la justicia y el amor. Por eso acusa Jesús a los fariseos de ser como los sepulcros que no se ven, con los que la gente tropezaba y se contaminaba ritualmente (Nm 19,16). Jesús opone a la religión exterior y formalista de los fariseos, la auténtica religión que nace del corazón de la persona (Lc 16,15). Pero ésta no se queda en una pureza interior sino que se expresa concretamente en la caridad fraterna.

    Jesús hace también la crítica de los doctores y maestros de la ley (Lc 11,46-52). Estos son los teólogos de Israel, cuyo poder cultural era una barrera que impedía a la masa del pueblo participar en el conocimiento de la ley. Teniendo las llaves de la ciencia hubieran podido interpretar las palabras de la Escritura, preparando al pueblo para la venida del Mesías. Por el contrario, han rechazado la persona de Jesús y han impedido que el pueblo aceptase el mensaje del reino. Pero, además, al interpretar tan rígidamente la ley, la han convertido en un peso insoportable para el pueblo, mientras que ellos encontraban justificaciones o escapatorias para considerarse dispensados de cumplirla. Es verdad que estos doctores pretendían ser los continuadores de los profetas y los sabios del Antiguo Testamento, y de hecho veneraban a los grandes profetas construyéndoles mausoleos. Pero de hecho, muchos de sus antecesores habían rechazado a los profetas y este rechazo alcanza su punto culminante en la muerte de Jesús, el auténtico heredero de la tradición profética de Israel. Jesús resume esta actitud de rechazo de los mensajeros de Dios haciendo referencia al primero y al último de los asesinatos descritos en la Biblia: el de Abel (Gn 4,1-16) y el de Zacarías en el último libro de la Biblia hebrea (2 Cr 24,20-21). En los comienzos de la vida de la Iglesia, Esteban será apedreado por acusar a Israel de haber asesinado a sus profetas (Hch 7,52-54). Como resultado de estas críticas de Jesús, la animosidad de los lideres judíos crece y se hace más manifiesta buscando cómo hacerle caer en alguna trampa (Lc 11,53-54).

    Estas críticas amenazadoras de Jesús contra los fariseos y los doctores de la ley, permanecían vivas en tiempos de Lucas, pues algunos cristianos podían sentirse atraídos por el ritualismo farisaico. Pero además guardan un valor permanente para que no juzguemos según las apariencias y no hagamos de la fe una cuestión ritual o puramente externa.