20,1-8 

    Origen de la autoridad de Jesús.

    La entrada mesiánica de Jesús en Jerusalén, y su enseñanza en el templo, revelan una autoridad que viene de Dios. Pero los jefes del pueblo no están dispuestos a comprender su misión ni la del precursor. Detrás de la autoridad de Jesús está su identidad que se irá clarificando durante la pasión (Lc 22,67; 23,3). La pregunta que le hacen los jefes de la comunidad judía (se trata de los tres grupos que formaban el Consejo de Ancianos) no se limita al hecho de que Jesús enseñe al pueblo en el templo. La expresión estas cosas (Lc 20,2) hace referencia al conjunto de acontecimientos que se han desarrollado desde su llegada a Jerusalén. Es decir, su entrada triunfal y la purificación del templo. Jesús se revela en ellos como el que tiene autoridad para enseñar, para recordar la auténtica misión del templo y por eso había sido aclamado como el Mesías por sus discípulos al entrar en la ciudad.

    Las palabras de Jesús no son de suyo una negativa a responder (Lc 20,3). Lo que Jesús pretende es que reconozcan primero la autoridad del que fue su precursor y último profeta de Israel (Lc 16,16). La incapacidad de los jefes de Israel para discernir la misión profética de Juan los hace también incompetentes para reconocer el origen de la autoridad de Jesús. Al poner en primer plano el bautismo de Juan, Jesús va al centro de la cuestión de los judíos. La llamada a la conversión del Bautista (Lc 3,1-20) está en función del anuncio del reino hecho por Jesús. Pero los jefes de Israel no aceptaron a Juan rechazando así el proyecto salvífico de Dios (Lc 7,30). El temor al pueblo, que sí aceptó la predicación y el bautismo de Juan como provenientes de Dios, hace que se nieguen a responder. Es el mismo temor que sentirán cuando intenten apoderarse de Jesús (Lc 20,19; 22,2). Al final del relato (Lc 20,8), Jesús se niega a responder (Lc 22,67-68).

    En realidad todo lo que ha llevado a cabo en Jerusalén revela con qué autoridad lo hacía. Por si había alguna duda, la parábola que viene a continuación expresará claramente el significado escatológico y salvífico de su actividad mesiánica y, en consecuencia, el origen de su autoridad.

20,9-19 

    Parábola de los labradores homicidas. 

    El Antiguo Testamento (Is 5,1-6; Ez 15,1-6) solía comparar al pueblo elegido con una viña. En esta parábola Jesús aparece como el hijo que muere rechazado por Israel. Lucas añade a los textos paralelos de Mateo y Marcos que el hijo va a morir fuera de la viña, insinuando que su muerte será el germen de un nuevo pueblo de Dios sin fronteras (los otros de Lc 20,16), cuya piedra angular será Jesús. De esta forma Lucas justifica la predicación y el bautismo de los paganos, una práctica generalizada en su comunidad y en su tiempo. Lucas añade también la expresión por mucho tiempo (Lc 20,9). La larga ausencia del dueño de la viña sugiere la idea de la existencia de un largo tiempo antes de la venida del Señor. Lo que sintoniza bien con la escatología lucana.

    La parábola, como es frecuente en el estilo de Jesús, se basa en la realidad cotidiana del mundo rural de Israel. El sistema de arrendamiento era muy común y cuanto más lejos estaba el dueño, las posibilidades que tenían los aparceros de apoderarse del fruto de la tierra eran mayores. El envío de los criados se refiere sin ninguna duda a los profetas del Antiguo Testamento. Jesús (el hijo de la parábola) aparece como la culminación de una historia que termina trágicamente, por lo menos en un primer momento. Calificar al hijo como querido nos lleva al título que Dios atribuye a Jesús en la teofanía del bautismo (Lc 3,22). El sentido alegórico está más acentuado en este evangelio, pues se dice del hijo que lo echan fuera de la viña y después lo matan. Es una evidente alusión a Jesús crucificado fuera de los muros de Jerusalén. La cita del salmo 118 evoca la reflexión de la Iglesia primitiva sobre la muerte de Jesús: lo desechado y abandonado por los jefes de Israel se ha convertido en lo fundamental para la existencia humana de todos los tiempos. La cita está seguida por una segunda reflexión sobre esta parábola (Lc 20,18) que sólo encontramos en Lucas y que debe inspirarse en Is 8,14-15 (piedra de tropiezo) y Dn 2,44 (la piedra del Mesías que aplasta los imperios de la tierra). Es el gran reproche que se hace a todos aquellos que no aceptaron la venida del Mesías Jesús (Lc 2,43), verdadera piedra angular del nuevo pueblo de Dios y al mismo tiempo instrumento de destrucción para los que le rechazaron. Así lo entienden en el último versículo los jefes de Israel; pero, en lugar de convertirse, se obstinan en quitar de en medio a Jesús. La parábola sigue así su camino hasta su cumplimiento con la muerte de Jesús.

20,20-26 

    El tributo al césar. 

    Las autoridades de Israel tenían como objetivo llevar a Jesús ante los tribunales romanos, los únicos que podían pronunciar sentencias de muerte. Todos los medios, incluso la mala intención, les parecían buenos. Por eso envían espías que le sorprendan en alguna palabra inconveniente y puedan así denunciarle ante el gobernador romano. Han caído en la cuenta de que su oposición a Jesús por razones religiosas no tendría el menor eco ante aquel. Es necesario trasladar el debate al terreno político. Más adelante veremos cómo los jefes judíos van a dar una versión distorsionada de esta respuesta de Jesús para acusarle ante Pilato (Lc 23,2).

    La pregunta que se le hace a Jesús, a pesar de la mala intención que está en su origen, era un problema real que debía inquietar a muchos judíos. Al pagar los impuestos a Roma se reconocía la autoridad del emperador sobre el pueblo de Israel. Obrando así, ¿no se estaba negando a Dios como único Señor? Responder simplemente que el impuesto era lícito hubiera enemistado a Jesús con el pueblo. Pero responder negativamente sobre la legalidad de ese impuesto hubiera posibilitado la denuncia de Jesús ante el poder romano.

    La respuesta de Jesús, menos simplista de lo que los espías querían, les deja asombrados. Jesús pide, en primer lugar, una moneda en la que se encontraba la efigie y el nombre del emperador reinante. Por medio de este gesto la respuesta de Jesús está ya prácticamente dada. La presencia de esta moneda en sus manos indicaba que estaban sometidos al poder romano y habían contraído una serie de obligaciones con este poder, al que los mismos judíos habían llamado para salvarles de la anarquía que reinaba antes de su llegada. Pero la segunda parte de la respuesta de Jesús pone a los jefes judíos ante la decisión de volverse hacia el Dios de la alianza que se ha manifestado en él. Las autoridades de Israel no han sabido comprender que la historia de Dios con su pueblo no había terminado en los antiguos profetas.

    No pretende Jesús con estas palabras clarificar la relación que existe entre religión y estado, sino subrayar el valor absoluto del reino de Dios, que es el centro de su predicación y de su vida. En la respuesta de Jesús hay, sin embargo, latente una sana autonomía de la vida política que chocaba tanto con la teocracia judía como con la divinización del poder imperial de Roma. El poder político no puede ocultarse tras una ideología sagrada y absoluta.

20,27-40 

    Pregunta sobre la resurrección. 

    Los saduceos, que colaboraban frecuentemente con los romanos y procedían de la burguesía de Jerusalén próxima al templo, eran conservadores en materia religiosa. Sólo aceptaban plenamente las leyes del Pentateuco, pero no daban tanta importancia a los profetas, los otros escritos y la tradición oral, que los fariseos apreciaban especialmente. De ahí su oposición al tema de la resurrección. Los saduceos la negaban basándose en la mayoría de los autores del Antiguo Testamento, por lo menos los anteriores al siglo II a. C. Los fariseos, que en esto aparecían como innovadores, la afirmaban basándose en textos recientes del Antiguo Testamento (Dn 12,1-3; 2 Mac 7,14). Los saduceos quieren aquí ridiculizar la resurrección de los muertos. Para ello aluden a la ley de levirato (Dt 25,5-10), por la cual el hermano de un difunto se casaba con su viuda para impedir que los bienes de la familia fuesen a parar fuera de ella y, además, dar descendencia a su hermano. No parece que toda la ley de Israel apoyase esta costumbre. De hecho otras leyes posteriores a la del libro del Deuteronomio no parecen ir en la misma línea (Lv 18,16; 20,21). El caso presentado a Jesús, dentro de su exageración, prueba sin embargo que la costumbre había llegado hasta su época.

    La respuesta de Jesús afirma que la resurrección no es una simple continuación de la vida, sino una vida nueva y distinta, una vida de plenitud que difícilmente podemos comprender desde nuestras realidades cotidianas. El poder de Dios, que llama a los hombres de la muerte a la vida, transforma y asume la totalidad del ser humano. El es el que asegura la continuidad entre nuestra vida terrena y la futura resurrección. Por eso nuestra capacidad de comprensión de este misterio es limitada. Pablo, por ejemplo, utilizará la expresión paradójica de cuerpo espiritual para hablar del modo de existencia del resucitado (1 Cor 15,44 .51-53).

    Para probar la resurrección, Jesús cita Ex 3,6 (Lc 20,37-38). En el Pentateuco, que los saduceos admitían como normativo de su fe, Dios habla de sí mismo como del Dios de los patriarcas, que habían muerto hacía siglos. Los maestros de la ley, que eran casi todos de tendencia farisaica, se alegran finalmente de que Jesús haya reducido al silencio a sus adversarios saduceos.

20,41-44 

    La filiación del Mesías. 

    En este episodio es Jesús el que interroga a sus adversarios, concretamente a los maestros de la ley que acaban de aprobar la respuesta de Jesús a los saduceos sobre la resurrección. Jesús se presenta argumentando como un rabino judío sobre un punto de exégesis mesiánica que probablemente refleja más las discusiones de la Iglesia primitiva con el judaísmo que la enseñanza del propio Jesús. El carácter «eclesial» de esta discusión se revela en el juego de palabras del salmo citado, que sólo existe en su versión griega (la que utilizó la Iglesia primitiva), y que en su texto original hebreo (que sería el utilizado por Jesús) es inexistente. Sin olvidar que sólo desde la confesión de fe en el Señor resucitado este texto adquiere su pleno significado. El punto de partida es el comienzo del Salmo 110, que era aceptado en la época de Jesús como un texto escrito por David y referido al Mesías. ¿Cómo es posible que David llame Señor a quien era en realidad su hijo (descendiente)? David hablaba, pues, del Mesías como de alguien superior a él. Por supuesto Lucas no pretende negar que Jesús sea el Mesías davídico (Lc 1,32; 3,31). Sin embargo quiere insistir en que la típica figura nacionalista de las expectativas judías se queda pequeña para describir al que es el Señor de todos los hombres y todos los tiempos (Ap 17,4). De ahí que la confesión de la Iglesia primitiva proclame a la vez a Jesús como Mesías y Señor (Hch 2,29-36, que cita de nuevo el salmo; Rom 1,3).

20,45-47 

    Jesús denuncia a los maestros de la ley. 

    Lucas ya ha insertado en su evangelio otro texto en el que Jesús criticaba a los escribas y fariseos (Lc 11,37-54). Aquí se les ataca por su vanidad y su deseo de apoderarse de los bienes de los necesitados, aunque aparentemente lleven una vida de piedad. La clave de la crítica que se les hace se fundamenta sobre todo en su falta de escrúpulos en sus relaciones humanas y en el culto sinagogal. Quieren satisfacer sus ambiciones de reconocimiento social. Lo que era signo de comunión y fraternidad (saludo y mesa) sirve a su orgullo y vanagloria. Se aprovechan, además, de la confianza que les da su prestigio como personas piadosas y expertas en la ley, para apoderarse de los bienes de aquellas viudas, desamparadas por no tener marido (Ex 22,21), que les hospedaban o les consultaban. Se perciben aquí los ecos de la crítica social de los profetas del Antiguo Testamento (por ejemplo, Is 1,10-17). Lucas denuncia estos comportamientos con la vista puesta en la comunidad cristiana. Recordemos que en Lc 17,7-10 Jesús tuvo que decir a los apóstoles que no esperasen honores especiales en el ejercicio de su ministerio. Y a pesar de esta advertencia, en la última cena, esos mismos apóstoles discutían entre sí para saber quién debía ser considerado el más importante (Lc 22,24).

21,1-4 

    La ofrenda de la viuda. 

    Este episodio nos habla de la generosidad de una viuda pobre. Jesús, que penetra el corazón humano (Lc 11,39), se ha dado cuenta de la profundidad de su gesto, más allá de la pequeñez de su limosna. Ella, en contraste con los ricos que dan de lo que les sobra, da todo lo que tiene poniendo su confianza en Dios (Lc 12,22-31; 16,13). Está libre de toda ansia de posesión. Forma parte de los bienaventurados (Lc 6,10) que viven el auténtico sentido de la pobreza. Su desprendimiento contrasta con la actitud de los fariseos de la que nos hablaba el texto anterior (Lc 20,47).

21,5-38

3. Discurso escatológico

    Como los otros evangelios sinópticos (Mc 13; Mt 24-25), Lucas concluye la predicación de Jesús en Jerusalén con un discurso escatológico (=sobre el fin) en el que se aprecian cambios sustanciales con respecto a su punto de partida (Mc 13). El cambio más importante es quizá la distribución de los acontecimientos, que Lucas organiza, según su visión de la historia de la salvación, en tres momentos: destrucción de Jerusalén, tiempo de la misión o de la Iglesia y, por último, la venida del Hijo del hombre que traerá la plenitud del reino de Dios.

    Para Lucas la destrucción de Jerusalén es el fin de toda una etapa de la historia salvífica, pero no es el signo de la llegada del fin. Es verdad que a lo largo del discurso escatológico aparecen afirmaciones que, procedentes de Marcos, expresan la proximidad del fin del mundo (ver Lc 21,27 .28 .31 .32 .36). Sin embargo, vemos también cómo el cristianismo lucano empieza a aceptar en su concepción de la historia el retraso de la parusía. Marcos, por ejemplo, describía la desacralización del templo de Jerusalén por los romanos (Mc 13,14) como un símbolo apocalíptico (ver Dn 9,27; 12,11) y que, a su vez, era el signo que precedía a la venida del Hijo del hombre. Lucas, por el contrario, suprime esos elementos apocalípticos y separa la destrucción de Jerusalén de los signos de la venida del Hijo del hombre por un período de tiempo que él califica de «tiempo de los paganos» (ver el comentario a Lc 21,24). La clara distinción que establece entre la destrucción de la ciudad y el fin del mundo se explica más satisfactoriamente si Lucas ha escrito el evangelio después del año 70 d. C. Esto explica también el porqué sigue mucho más de cerca a Marcos en otros pasajes (Lc 21,8-11 .25-33). Se trata en estos dos casos (signos que preceden al fin y venida del Hijo del hombre) de acontecimientos que se encuentran en el futuro, el cual, según el pensamiento lucano, está aún muy lejos. Para hablar de este futuro escatológico, Lucas utiliza las imágenes estereotipadas de los anuncios proféticos sobre el juicio final tal y como lo describen Miqueas, Jeremías y Ezequiel.

    Hay aquí, por tanto, una clara advertencia a los que esperaban impacientemente la vuelta del Señor, enfrentándolos al tiempo del testimonio, el que está viviendo la comunidad de Lucas. Existía el peligro, en la corriente de entusiasmo apocalíptico, de perder el contacto con la realidad histórica y cotidiana. Si el Señor ha vencido a la muerte, piensa Lucas, el fin hacia el que caminamos no es una utopía anónima, sino Jesús resucitado, a quien encontramos también, oculta y sacramentalmente, en la Iglesia y en el mundo. Así, pues, la finalidad de este discurso en Lucas no es tanto describir los acontecimientos que van a suceder en el futuro, como dar a los creyentes de su comunidad la fuerza y el coraje para que puedan vivir el seguimiento de Jesús, en medio de las pruebas y dificultades, recordándoles el valor del tiempo presente.

    En la parusía del Hijo del hombre se producirá nuestro encuentro definitivo con él, culminación de una vida de fidelidad a su evangelio. En el fondo todo el discurso de Lucas es una invitación a poner nuestra atención en el presente, vivido, eso sí, a la luz del Señor resucitado. Su exhortación a la fidelidad y al seguimiento está evidentemente relacionada con una cristología del Hijo del hombre considerado más en su función de Salvador que en el ejercicio terrible de juez supremo. Lucas ha hecho, pues, en este punto una relectura de la primitiva cristología del Hijo del hombre para adaptarla a su mensaje de liberación (Lc 21,28).

21,5-6 

    Anuncio de la destrucción del templo. 

    En la tradición profética el abandono del templo de Dios y su destrucción eran contemplados como la consecuencia de la ruptura de la alianza por el pueblo (Jr 7,1-15; 26,1-19; Ez 8-11; Miq 3,12). Jesús, en continuidad con esta tradición, anuncia la destrucción del templo porque Israel no le ha aceptado como enviado para establecer la nueva alianza entre Dios y los hombres.

21,7-19 

    Signos del fin y anuncio de persecuciones. 

    En primer lugar, Lucas alerta a su comunidad sobre posibles signos engañosos: falsos mesías o anunciadores de la inminencia del fin. En aquellos tiempos, que muchos consideraban los últimos, diversos exaltados se presentaban como el salvador definitivo, uniendo su mesianismo con la caída de Jerusalén y el fin del mundo (Hch 5,36-39). Lucas ya nos ha hablado en su evangelio de este ambiente de espera angustiosa del fin que todavía reinaba en la época en que escribe su evangelio (Lc 17,23; 19,11). Sin embargo, él insiste en que el fin no vendrá inmediatamente. De este modo elimina la fiebre mesiánica o escatológica que dominaba en ciertos sectores de la Iglesia.

    En segundo lugar, estas palabras de Jesús anuncian las persecuciones de la comunidad cristiana y le aseguran la protección incesante de Dios si perseveran en su vida y testimonio. Estas palabras, oídas en tiempo de persecución, eran una ayuda inestimable para los cristianos que creían y confiaban en el Señor resucitado. Este les dará la palabra adecuada y la fuerza para enfrentarse a sus adversarios (Lc 21,15). Cuando Lucas escribe este texto tiene muy presente la experiencia de la Iglesia primitiva que él describe en el libro de los Hechos (Hch 4,3; 5,18; 24,10-25; 26,1-32). El testimonio firme y sincero, que en algunos casos (Esteban, Santiago) llegó hasta el martirio, es el camino que lleva a la auténtica salvación (Lc 21,19). Lucas anima a los miembros de su comunidad a seguir ese comportamiento. Pero no todos responderán así. Dentro de la misma comunidad cristiana se producirá la división. Tales escisiones son descritas por los profetas de Israel como un castigo de Dios por las perversiones del pueblo (Is 19,1-2; Miq 7,6). Pero estas divisiones, que nos recuerdan que el camino de Jesús es siempre una opción personal, no deben debilitar la perseverancia en el testimonio del Señor resucitado (Rom 2,7). A través de estas persecuciones y sufrimientos la Iglesia se une al camino que llevó a Jesús a la gloria (Lc 24,26). Una cierta contradicción podemos percibir si comparamos el versículo 16 con el 18. Lucas parece sugerir que, aunque sean perseguidos y ejecutados sus discípulos, no podrán ser finalmente destruidos. Su salvación es segura.

    Lucas utiliza aquí (Lc 21,10-11) temas procedentes de la literatura apocalíptica, que tienen sus raíces en el Antiguo Testamento (Is 19,2; 2 Cr 15,6). Pero incluso estos acontecimientos apocalípticos quedan, en cierta medida, desescatologizados al suprimir Lucas del texto de Marcos la frase: Ese será el comienzo de la tribulación (Mc 13,8). De todas formas, Lucas distingue perfectamente entre los hechos de la historia (Lc 21,8-9 .12-19) y esos acontecimientos finales que, en cualquier caso, no pretenden darnos una información detallada y objetiva del fin, sino destacar la importancia de la venida del Hijo del hombre.

21,20-24 

    Jerusalén será destruida. 

    Si bien es verdad que Lucas distingue claramente entre la destrucción de Jerusalén y los acontecimientos finales, eso no quiere decir que para él esta destrucción sea un simple hecho secular. De hecho se anuncia la ruina de Jerusalén como cumplimiento de las amenazas de los profetas contra la ciudad infiel (Lc 21,22; véase 1 Re 9,6-8; Jr 5,29; Ez 9,1; Dn 9,26; Os 9,7; Miq 3,12). E incluso determinados rasgos del relato (Lc 21,22-24) nos permiten decir que Lucas ve esta caída de Jerusalén como una prefiguración del fin y del juicio universal. Pero tampoco será éste el signo que preceda al fin. Hace falta esperar el tiempo señalado (literalmente el tiempo de los paganos), quizá la evangelización de estos pueblos (Lc 24,47). Hay aquí una referencia implícita a uno de los grandes temas de Lucas que aparecerá mucho más claramente en el libro de los Hechos. El rechazo de Jesús va a tener como consecuencia la destrucción de Jerusalén, desde donde se iniciará la misión a los paganos (Hch 1,8). El tiempo de la misión es el tiempo de la Iglesia que se despliega hasta la venida del Hijo del hombre. Cuando acabe ese largo período que separa la destrucción de Jerusalén de los signos cósmicos que acompañarán la venida del Hijo del hombre, Israel podrá volver al Mesías que ahora está rechazando. Es la esperanza de Pablo en Rom 11,25-27, que Lucas parece compartir en Lc 13,35.

21,25-28 

    Las señales. 

    A pesar del lenguaje apocalíptico y catastrófico, la venida del Hijo del hombre (descrita según la terminología de Dn 7,13) es un gran acontecimiento de liberación. En efecto, una vez que hayan ocurrido esas catástrofes cósmicas, de las que nos hablaba Lucas anteriormente, llegará la liberación definitiva del Hijo del hombre.

    No debemos quedarnos prendidos en estas descripciones que en gran medida son sólo un medio literario de la época (es lo que llamamos literatura apocalíptica) para anunciar la importancia de lo que viene. Nuestra fe no está puesta en los acontecimientos descritos, sino en la venida del Hijo del hombre. Es verdad que el acto último de Dios, por el cual el mundo y la humanidad llegarán a su plenitud, es un dato fundamental de nuestra fe. Pero no dejemos volar la fantasía de forma que nos quedemos anclados en la imaginería apocalíptica que lo describe. El cristianismo no tiene informaciones secretas sobre el fin y no debemos, por tanto, dejarnos llevar por especulaciones «gnósticas» olvidando la realidad mundana y el tiempo que queda por vivir hasta la consumación final (2 Tes 3,10-12).

    En cualquier caso la actitud del cristiano ante el fin es de esperanza y no de temor. Quizá esto queda perfectamente claro en el Lc 21,28. La venida del Hijo del hombre trae nuestra liberación definitiva, de la que ya participamos por su cruz, y por la que luchamos en medio de la historia humana. Mientras que los signos cósmicos (Lc 21,25-26; véase Is 13,10; 34,4; Ez 32,7; Jl 4,16; Ag 2,6; Sal 65,8-9) han creado un clima de terror y de angustia generalizados, para los discípulos, sin embargo, anuncian su próxima liberación. Esta es, en realidad, nuestra redención o rescate (así lo expresa el texto griego). Esta expresión nos lleva al Antiguo Testamento, a los acontecimientos del Exodo (Ex 15-16) donde Dios se revela como un Dios liberador, un Dios que no podemos entender fuera de la complejidad y el espesor de los acontecimientos históricos humanos. Es ahí donde su redención se encarna aunque sea en la fragilidad de nuestras tareas y compromisos.

21,29-38 

    El ejemplo de la higuera. 

    El final del discurso escatológico, que se inició en Lc 21,5, tiene tres partes. La primera es la parábola de la higuera que ilustra la seguridad de que todas estas cosas van a ocurrir (Lc 21,29-33). Lucas introduce aquí un cambio importante respecto a Marcos. Donde éste decía: el Hijo del hombre está cerca (Mc 13,29), Lucas afirma: el reino de Dios está cerca, refiriéndose probablemente a la predicación cristiana donde Lucas ve la manifestación del reino (Hch 14,22; 19,8; 28,23). Esta explicación encaja bien con la tendencia lucana a eliminar, en lo posible, la escatología próxima de sus fuentes. Es verdad que en el Lc 21,32 parece afirmar lo contrario: no pasará esta generación antes que todo esto suceda. Esta afirmación solemne no se refiere sólo a la destrucción de Jerusalén, al menos en el evangelio de Lucas, sino también al fin del mundo. ¿Está aquí Lucas simplemente transmitiendo una tradición a la que quiere ser fiel, aunque no encaje bien en su propia visión de la escatología? ¿O quizá se refiera a la generación que viva en la época de los signos que preceden al fin? No es fácil dar una respuesta clara. En cualquier caso, el cristiano no tiene ningún calendario preciso de los acontecimientos que ocurrirán al final de los tiempos. Lo imprevisible, de ahí la vigilancia, es también patrimonio del creyente. Lo que sí le interesa a Lucas es subrayar la permanencia del mensaje de Jesús (Lc 21,33) antes, durante y después de los signos que anuncian el fin.

    La segunda parte de este texto es una exhortación a la vigilancia (Lc 21,34-36; véase Lc 12,36-48 y 1 Tes 5,2-10). Hay que evitar el dejarse arrastrar por la forma de actuar del rico insensato (Lc 12,19). El creyente tiene que vivir como el servidor que espera en cualquier momento la vuelta de su señor (Lc 12,37). Los cristianos no deben sucumbir a las atracciones de este mundo que nos puedan apartar del camino evangélico; para ello es necesaria la oración vigilante (Lc 6,12; 18,1). Así podrán presentarse ante el Señor como juez sin temor a ser rechazados. A pesar, pues, de la importancia que en Lucas adquiere el presente, es interesante destacar el cuidado que tiene en relacionarlo con el futuro. A través de las opciones hechas hoy es como el creyente prepara su encuentro misterioso, aunque lleno de esperanza, con el Hijo del hombre. La vigilancia y la oración son dos comportamientos que reciben su fuerza de su meta: el encuentro decisivo con el Señor resucitado (Lc 21,36).

    La última parte es un sumario de la actividad de Jesús en el templo (Lc 21,37-38). La presencia del monte de los Olivos nos anuncia acontecimientos futuros (Lc 22,39-46). La respuesta favorable del pueblo (un rasgo muy lucano) acentúa su buena disposición en los últimos días de Jesús e implícitamente expresa la culpabilidad de los jefes judíos en su condena.

 

22,1-24,49

PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE JESÚS

    Los últimos capítulos de Lucas narran, como los demás evangelios, los acontecimientos finales de la vida de Jesús: su pasión y su muerte, el descubrimiento de la tumba vacía y las apariciones del resucitado. Sin embargo, sirviéndose de pequeños añadidos y retoques, el autor ha conseguido imprimir a estos capítulos su propia orientación. Jesús aparece como el siervo sufriente del que habla Isaías (Is 53). Su camino hacia la cruz conduce a la gloria, y discurre por los caminos que Dios ha trazado en el plan de salvación, que había anunciado en las profecías del Antiguo Testamento. La pascua de Jesús es, al mismo tiempo, el final del evangelio y el comienzo del libro de los Hechos.

 

22,1-23,56

1. Pasión y muerte de Jesús

    Los orígenes del relato lucano de la pasión presentan algunas peculiaridades con respecto al resto de los evangelios. Aunque tiene numerosas convergencias con el relato de Marcos, su redacción aparece más autónoma que en otros casos. Y lo que es más sorprendente, se aprecian afinidades con las tradiciones joánicas. Se admite, como en el resto del evangelio, una dependencia directa de Marcos, pero se insiste también en la relación con las tradiciones joánicas, o al menos con temas o relatos que se incorporarán después al relato del cuarto evangelio.

    ¿De qué modo se nos describe a Jesús en la pasión lucana? Es el mártir, el justo perseguido inicuamente. A través de su bondad llega a ser fuente de salvación para todos los que le encuentran en el camino de la cruz. Su inocencia es subrayada, sobre todo en el contexto del proceso romano: cuatro veces Pilato declara públicamente la inocencia de Jesús, como hace también el centurión al pie de la cruz. Lucas, con este reconocimiento oficial de la no culpabilidad de Jesús, quiere eliminar las sospechas que había contra las comunidades cristianas que vivían dispersas en el Imperio romano. Por eso la responsabilidad de la condena de Jesús recae con más fuerza sobre los judíos, en especial sobre sus jefes. De hecho el pueblo no muestra hostilidad contra Jesús, sino que observa pasivamente y en silencio cuanto ocurre. Una vez que Jesús ha muerto, el pueblo vuelve a Jerusalén emocionado y golpeándose el pecho en señal de arrepentimiento y conversión. En realidad el adversario de Jesús en estos capítulos es Satanás (véase Jn 13,2 .10s.18s .21-30). Desde el principio del relato vuelve a aparecer en escena (ver Lc 4,13) como el enemigo de Jesús. Pero éste, con su fidelidad al Padre, que no desaparece ni en el momento de su muerte (Lc 23,46 sustituye la idea de abandono de Dios presente en Mc 15,34 por la confianza total), vence al mal desde la cruz.

    Lucas pretende también con este relato de la muerte del justo, animar al lector al seguimiento de Jesús. No solamente quiere hacer brotar la simpatía por el justo humillado, pero fiel en todo momento a su misión, sino que pretende hacer sintonizar al lector con la tristeza que invade a los discípulos en Getsemaní, con el arrepentimiento de Pedro o con Simón de Cirene, que lleva la cruz detrás de Jesús. Así se revela la fuerza comunicativa de una narración que busca educar al creyente como testigo valeroso de la fe.

22,1-6 

    Conspiración contra Jesús. 

    La proximidad de la pascua es, sorprendentemente, un tiempo propicio para la traición. Reaparece Satanás (véase Lc 4,13), y el relato de la pasión se transforma en un combate contra el mal. Aparentemente Satanás ha estado ausente durante todo el ministerio de Jesús, pero ahora, por medio de Judas, uno de los Doce, vuelve a aparecer en el momento decisivo, cuando el futuro de la humanidad se decide en la pasión y la cruz (Jn 13,27). La fiesta de la pascua se transforma así en la hora del poder de las tinieblas (Lc 22,53).

    La atribución a Satanás de un papel activo en la traición de Judas refleja la perplejidad de la comunidad primitiva ante la traición de uno de los Doce. Pero esta presencia del mal, simbolizada en una de sus figuras tradicionales, no excluye la responsabilidad humana en los protagonistas de la muerte de Jesús. Así aparece en este texto introductorio a la pasión, donde no sólo Judas, sino sobre todo las autoridades judías quieren acabar con Jesús a espaldas de la gente (Lc 22,6). Si la historia de la pasión es aquella en la que se decide la suerte de toda la humanidad, no por eso deja de ser un acontecimiento ocurrido en una fecha determinada, en un rincón perdido del imperio romano y cuya repercusión en los historiadores de su tiempo es mínima. Dios actúa siempre en la historia a través de hombres libres y asumiendo los condicionamientos humanos.

    La muerte de Jesús va a dar un contenido nuevo a la fiesta judía de la pascua (Lc 22,1). Esta fiesta recordaba la liberación de Egipto (Ex 12). En aquella ocasión las casas de los judíos, marcadas con la sangre del cordero pascual, se habían salvado de la muerte. Ahora, en la pascua cristiana, Jesús va a traer la salvación definitiva para todos los hombres: él es el cordero de Dios de la nueva pascua (1 Cor 5,7; Jn 1,29).

22,7-13 

    Preparación de la cena de pascua. 

    De la misma manera que sus adversarios se han puesto de acuerdo para matarlo, Jesús toma la iniciativa, en contra de lo que dice Mc 14,12, para preparar la comida de pascua que conmemoraba la salida de Egipto. Esta preparación suponía para Pedro y Juan, que aparecen también frecuentemente unidos en el libro de los Hechos (Hch 3,1-3; 4,13 .19; 8,14), no sólo conseguir un lugar de reunión (de eso nos habla este texto), sino también obtener un cordero sacrificado en el templo y comprar hierbas amargas, vino y pan sin levadura. A la pregunta de Pedro y Juan sobre el lugar de la celebración de la fiesta pascual, Jesús da una respuesta de carácter profético, cuya estructura es análoga a la de Lc 19,30-31 (sobre la busca del borrico para la entrada en Jerusalén).

    Es interesante destacar aquí que la cronología de los evangelios sinópticos y la de Juan no coinciden. Mientras que los primeros, y entre ellos Lucas, consideran esta comida como una comida pascual, Juan hace coincidir la muerte de Jesús con el momento en que eran inmolados en el templo los corderos para celebrar la pascua (Jn 19,31). Motivos teológicos, que inciden en los dos casos, nos hacen difícil dar la razón, históricamente hablando, a unos u otro. Lo que parece más seguro es afirmar que en el tiempo pascual Jesús celebró con sus discípulos una comida de despedida que en aquellas circunstancias adquiere muchos de los rasgos de una comida pascual. Si a esto se añade la reflexión eclesial sobre Jesús como cordero pascual y sobre la nueva alianza realizada en la vida y muerte de Jesús, podemos comprender el por qué estos rasgos pascuales fueron acentuados en la tradición oral de la Iglesia primitiva hasta dar lugar a nuestros relatos evangélicos, en los que se nos muestran la plenitud pascual de este momento crucial de la vida de Jesús, poco antes de su muerte.

22,14-23 

    La cena pascual. 

    Quizá la tradición más antigua de este relato, donde se nota menos la reflexión teológica de la comunidad cristiana después de pascua, la tengamos en Lc 22,16. La frase es enigmática pero debe remontarse hasta el Jesús terreno. Esta pascua que celebra con sus discípulos está a la espera de su cumplimiento en el banquete escatológico. En él estará presente Jesús, lo que nos indica que su muerte no es el fin sino el paso a un banquete definitivo en el reino. Es la misma perspectiva de Lc 22,18. El fruto de la vid estará también, como lo decían las imágenes proféticas del Antiguo Testamento, en el centro de este banquete futuro, como ahora también lo está en la comida que Jesús celebra con sus discípulos. Pero la reflexión cristiana sobre estos textos ha llevado a cabo una profundización teológica importante. El relato transforma la comida tradicional judía en anuncio de la muerte de Jesús como inicio de la nueva alianza. Lucas insiste en el alcance de la celebración. Estos gestos remiten a su muerte en cruz, que da origen a la nueva alianza, la cual sólo alcanzará su plenitud en el reino que viene. Esta nueva alianza que nace de la sangre de la cruz, nos lleva al relato de la antigua en la que también la sangre selló la alianza de Dios con su pueblo (Ex 24,4-8). Pero además evoca el texto de Jr 31,31-34, en el que el profeta habla esperanzadamente de una nueva alianza futura. Lo prometido se transforma en realidad por la muerte de Jesús. Este relato, repetido por las comunidades cristianas, adquiere también el sello de sus celebraciones.

El texto de Lucas combina dos tradiciones: un discurso de despedida que inserta también una catequesis sobre el servicio fraterno, y la celebración de la última cena muy marcada por las eucaristías de las primeras comunidades. El discurso tiene su desarrollo pleno en Jn 13-17, pero en Lucas, mucho más que en los otros sinópticos, aparecen algunos detalles del mismo (Lc 22,14-15 .24-30 .35-38). Esta despedida por parte de Jesús es, probablemente, un recuerdo histórico, que han conservado tanto Lucas como Juan, aunque su desarrollo en el cuarto evangelio tenga muchos rasgos de la teología joánica. Parece probable que en este momento, en que su suerte estaba echada, Jesús se dirigiera a sus discípulos para explicarles el sentido de su vida y de la muerte que se avecina.

    El centro del relato está en Lc 22,19-20, donde Jesús nos habla de su cuerpo y de su sangre ofrecidos en lugar de las ofrendas pascuales tradicionales. Con sus palabras y su acción transforma la pascua judía en la nueva pascua fundada en la entrega de su vida, y prefigura la comida mesiánica en el tiempo de la salvación definitiva. Su muerte es, además, descrita como la del siervo de Yahvé de Isaías (Is 52,13-53,12). El relato termina con la revelación de la traición de Judas. En Marcos y Mateo estas palabras de Jesús se pronuncian antes de la cena pascual. Lucas las pospone, acentuando así su carácter exhortativo para los cristianos de todos los tiempos. Frente a la donación total que Jesús hace de su vida, se contrapone la infidelidad de uno de los Doce. Es un recuerdo que resuena en nuestros oídos como advertencia: todo participante en la eucaristía puede transformarse en un nuevo Judas si no comprende la vida como donación y entrega al servicio del evangelio y del mundo (Lc 22,24-30).

22,24-30 

    El servicio cristiano. 

    Se inicia aquí el discurso de despedida de Jesús que llega hasta Lc 24,38. Lucas sigue en él el modelo de otros discursos de la tradición bíblica: Moisés en el Deuteronomio o Pablo a los presbíteros de Efeso (Hch 20,18-35). Algo similar encontramos en Jn 13-17. Se trata en todos estos casos de las últimas recomendaciones del que va a morir. Se insiste en estos discursos en la fidelidad de los que permanecen en la tierra y se advierte sobre los peligros inminentes. Lucas ha utilizado este esquema literario para reunir diferentes tradiciones de Jesús teniendo siempre en cuenta la problemática de su comunidad.

    El relato anterior termina con el anuncio de la traición. Este comienza con la discusión de los discípulos sobre quién es el más grande. Ambos pasajes adquieren un carácter ejemplar al comienzo de la pasión en la que Jesús se va a revelar como el que sirve. Probablemente Lucas tiene aquí en cuenta a la Iglesia de su tiempo donde existían tensiones sobre el poder y los honores en el interior de las comunidades. Jesús, por eso, contrapone el comportamiento de los jefes de las naciones al que deben asumir los responsables eclesiales. Sus palabras son una advertencia dirigida a estos responsables para que acepten su ejemplo de servicio como rasgo del poder en la comunidad cristiana (Mc 10,45; 2 Cor 1,24; 1 Pe 5,3).

    Los reyes de las naciones ejercían su poder desde la ambición, aunque se hacían llamar bienhechores para ocultar sus intenciones. Muchos emperadores romanos, el primero que así lo hizo fue Augusto, se autotitulaban «salvador y bienhechor». Lucas ha utilizado aquí tradiciones que se encuentran en Marcos en otro contexto (Mc 10,35-45), pero que él no había tenido en cuenta entonces, quizá por el papel poco positivo de Santiago y Juan en aquel relato. Recordemos que Lucas suele disculpar o eliminar los rasgos negativos de los apóstoles. En el lavatorio de los pies del evangelio de Juan encontramos la misma enseñanza, pero evocada a través de una acción simbólica (Jn 13,15s).

    El camino de Jesús culmina en la gloria, pero ha de llegar a ella a través del sufrimiento (Lc 24,26). Al tiempo de la pasión, que va a ser el tiempo de la perseverancia de Jesús, sucederá el banquete que es imagen del reino (Lc 14,15-24); al rechazo por los jefes de Israel sucederá la elevación al trono, signo de su señorío (Mt 25,31). Pues bien, la perseverancia de los apóstoles en las pruebas que vendrán en el tiempo de la misión (Lucas ve a los Doce desde su época) hará que participen también del reino y del poder de Jesús. Ellos serán los jueces y los jefes (el trono significa juicio y soberanía, Dn 7,9; Ap 20,4) del nuevo pueblo de Dios, simbolizado en las doce tribus. La comunidad de los discípulos es el germen del nuevo pueblo de Dios, que toma el puesto de las doce tribus de Israel. Pero todo esto se refiere al futuro y en la medida en que los cristianos permanezcan, a pesar de las pruebas, en el seguimiento de Jesús. Todo triunfalismo sería aquí un olvido de la perseverancia y de la cruz.

22,31-34 

    Anuncio de la negación de Pedro. 

    Frente a la luz de la gloria, de la que nos hablaba el texto precedente como participada por los discípulos en el encuentro con el Señor resucitado, se contrapone la sombra de la traición y la fragilidad del que aparece siempre en el evangelio como portavoz y cabeza de los Doce. Los apóstoles van a ser probados y Pedro caerá (Lc 12,9). Pero Jesús anuncia también que se levantará. Su tarea futura, la que le vemos ejercer en los primeros capítulos del libro de los Hechos, va a ser la de confirmar la fe de sus hermanos. La fragilidad será sustituida por la fuerza en el testimonio evangélico. Su amarga experiencia de traición hará que madure su fe, que comprenda mejor los peligros y las pruebas y, en consecuencia, que se haga más apto para comprender y ayudar a los demás. Una tarea que será compartida por otros en la Iglesia primitiva (Hch 14,22; 15,32).

De nuevo aparece Satanás (Lc 22,3) que, como sabemos, juega un papel importante en el relato de la pasión de Lucas (véase comentario a Lc 22,1-6). Su función aquí es, sin embargo, curiosa y recuerda la manera de presentarse este personaje en el libro de Job como un acusador del hombre más que como el jefe de las fuerzas del mal. El momento culminante de su presencia será cuando los discípulos sean «cribados» en el arresto y muerte de Jesús. Allí muchos de sus sueños se vendrán abajo (Lc 24,21). Es el momento de su prueba decisiva, y si la superan su fe saldrá purificada.

22,35-38 

    La hora decisiva. 

    Es un texto exclusivo de Lucas que establece un contraste entre el ministerio de los Doce y de los setenta y dos, durante la vida terrestre de Jesús (Lc 9,3; 10,4), y la futura actividad evangelizadora en la que los misioneros deben estar preparados para la oposición que encontrarán en un mundo hostil a su predicación.

    Jesús va a abandonar a los suyos y sus últimos días van a estar marcados por el combate feroz con los enemigos del reino, un combate que se prolongará después en la vida de la Iglesia. Se va a iniciar un nuevo período de la historia de la salvación, y Lucas y su comunidad lo saben bien porque lo están viviendo. Es el tiempo de la misión, caracterizado por las pruebas y las luchas. Se avecinan tiempos recios, tiempos de hostilidad muy distintos a los del ministerio público de Jesús.

    La mención que Jesús hace de la espada parece un tanto extraña. En primer lugar porque el mismo Jesús, en el momento de su arresto, va a negarse a ser defendido por la espada (Lc 22,49-51). En segundo lugar porque vender el manto para comprar un arma no tiene sentido. El manto, con el que se protegía el viajero del frío de la noche, iba a ser absolutamente imprescindible en el tiempo de la misión que se iniciaría después de la muerte de Jesús. El único significado posible es el figurado. Jesús debe referirse a los tiempos difíciles y llenos de conflicto que se inician cuando dice: no he venido a traer paz sino espada (Mt 10,34). Pero antes de todo esto, Jesús va a cumplir el oráculo del siervo (Is 53,12) como culminación de su misión. Los discípulos no entienden sus palabras y Jesús termina este discurso de despedida con una nota de tristeza. Comprueba su soledad en el momento en que tiene que afrontar la prueba definitiva de su vida. El discurso de despedida (Lc 22,25-38) termina así abruptamente con la fórmula: ¡Ya basta! pues Jesús se da cuenta de que sus palabras han sido tomadas literalmente. Lo que pretendía, mediante un lenguaje figurado, era preparar a sus discípulos a la hostilidad del mundo.

22,39-46 

    Oración en Getsemaní. 

    Podríamos sintetizar esta escena como una enseñanza sobre la oración en el momento de la prueba. Así aparece al comienzo y al final del texto (Lc 22,40 .46). Esta inclusión (así llamamos al procedimiento literario que llama la atención sobre un mismo tema al principio y al final de un texto) demuestra el interés exhortativo de Lucas. Su relato es bastante diferente al de Mc 14,32-42. Jesús no se separa del grupo de los tres discípulos, no distingue tres momentos en la oración, los discípulos son en cierta medida conscientes de la importancia del momento (se duermen rendidos por la tristeza) y añade la aparición del ángel y el sudor de sangre. La escena nos describe la experiencia de Jesús frente a la muerte. En este momento extraordinariamente difícil de su vida, que nos recuerda el relato de las tentaciones (Lc 4,1-13), Jesús comparte plenamente la angustia y la fragilidad humana ante la muerte. La copa de amargura alude al destino sufriente que le espera (Lc 22,42). Pero Jesús se somete a la voluntad del Padre con una expresión que nos recuerda a la del Padrenuestro de Mateo (Mt 6,10). Esta petición había sido omitida en la versión que Lucas ofrece de esta oración, pero ahora Jesús la vive en su experiencia ante la muerte.

    La aparición de un ángel expresa la ayuda divina al justo en un momento de prueba, un tema que nos recuerda el episodio de Elías camino del Sinaí (1 Re 19,4-8). Si en ese episodio Elías iba al encuentro del Dios de la alianza, aquí Jesús, a través de su pasión y muerte, inicia su difícil camino (la copa de amargura) hacia el Padre. Es quizá el acontecimiento que nos revela con más claridad la humanidad de Jesús y la radicalidad de la encarnación de Dios. Pero, además, Lucas pretende darnos un ejemplo a todos los cristianos, para que en las dificultades de la vida mantengamos firmes la exigencia evangélica. Jesús, con su profunda oración filial, aparece así como modelo de la oración del creyente en la hora de la prueba.

22,47-53 

    Jesús se entrega. 

    Jesús había dicho a sus discípulos que serían entregados por sus parientes y amigos (Lc 21,16). Aquí uno de los Doce entrega a Jesús mediante el beso, signo de amistad. Los discípulos, que quizá no entendieron las palabras de Jesús sobre la espada (Lc 22,35-38), se encuentran armados y pretenden hacer frente al grupo que viene a arrestar a Jesús. Y uno de ellos ¿Pedro?, (Jn 18,10) no espera la respuesta para cortar la oreja de un servidor del sumo sacerdote. Pero Jesús, que marcha libremente hacia su pasión (Lc 22,37 .39-46), muestra hasta el último momento su bondad curando al que estaba herido.

    Este relato del arresto de Jesús está descrito como un acto del poder de las tinieblas presente en Judas (Lc 22,3) y en los jefes de Israel (v. 53). Por contraposición a este poder la tradición joánica nos habla de Jesús como de la luz del mundo que viene a librar a los hombres del poder de las tinieblas (Jn 8,12; 12,46). Es la hora de los enemigos de Jesús que, sin embargo, están al servicio de su muerte liberadora. Lucas destaca esta presencia misteriosa de las tinieblas (Lc 22,53), pero no menciona la huida de los discípulos. Es uno de los rasgos de su relato de la pasión: describir más positivamente la actuación de los que serán los testigos de la fe en la vida de la Iglesia naciente.

22,54-65 

    Proceso de Jesús y negaciones de Pedro. 

    Lucas no narra la presencia nocturna de Jesús ante el Consejo de Ancianos (o Sanedrín), hecho que resulta problemático a nivel histórico. Jesús es conducido a la casa del sumo sacerdote donde será custodiado por la guardia del Templo hasta el juicio ante el Consejo de Ancianos. Quizá Jesús fue interrogado durante la noche sólo de forma privada, como atestigua Juan (Jn 18,12-14). Pero el interés lucano está, más que en la fidelidad histórica a los hechos, en los rasgos ejemplares del comportamiento de Jesús y Pedro. Pedro, el único que le había seguido y que se atreve incluso a entrar en el patio interior del palacio del sumo sacerdote, le niega abiertamente (véase el anuncio de este hecho en Lc 22,31-34). Pero Lucas no se limita a constatar su traición, sino que la mirada de Jesús (sólo la cuenta este evangelio) inicia el proceso de conversión, confirmado también por las lágrimas de Pedro. Los cristianos de la comunidad de Lucas y los de todos los tiempos ven en este hecho una actitud que se repite a veces en la vida del creyente: el abandono del seguimiento de Jesús en los momentos difíciles. Sin embargo, Lucas nos propone como ejemplo en un caso semejante el comportamiento de Pedro, el arrepentimiento nos abre el camino del retorno hacia el Señor.

    El pueblo había aclamado a Jesús como profeta (Lc 9,9 .19). Los guardias, entendiendo este título como un simple adivino del futuro, ponen a prueba a Jesús mientras lo insultan. Su silencio nos habla, sin embargo, más claramente del auténtico carácter profético de Jesús (Is 53,7).

22,66-71 

    Jesús ante el Consejo de Ancianos. 

    Lucas tiene una visión del proceso de Jesús ante el Consejo de Ancianos bastante distinta de la de Marcos y Mateo. Marcos, por ejemplo, nos habla de una primera parte del proceso dedicada al tema del anuncio por Jesús de la destrucción del templo (Mc 14,57-59). Lucas, sin embargo, lo ha omitido totalmente, quizá porque sus lectores pagano-cristianos no iban a entender el profundo sentido teológico que para un judío podía tener este tema. El centra su relato en el tema de la mesianidad de Jesús, que en Marcos es la segunda parte del proceso. Es, además, todo el Consejo de Ancianos, no sólo el sumo sacerdote, como en Marcos, el que le interroga.

    El juicio ante el Consejo de Ancianos es, en Lucas, una presentación muy completa de Jesús como Mesías, Hijo del hombre e Hijo de Dios. En ella este último título aparece como una profundización del primero, frente a Marcos y Mateo que lo equiparan. En el mundo judío del tiempo de Jesús, el título de Hijo de Dios podía referirse al Mesías, pero en Lucas este último título abandona su dimensión político-nacional para subrayar su relación personal con Dios (Lc 1,32 .35). Sin embargo no debemos ver en esta afirmación del evangelio de Lucas más de lo que dice: la confesión mesiánica de su comunidad en Jesús que se aleja del mesianismo político-nacional, pero no alcanza todavía las dimensiones trascendentes de los credos de la Iglesia. El proceso termina sin una sentencia de condena que, sin embargo, está implícita (Lc 22,71). La valerosa profesión de fe de Jesús se contrapone a la ceguera obstinada del Consejo de Ancianos, que lo condena por su reivindicación mesiánica, contraria a sus expectativas.

    También Lucas insiste, citando el salmo 110,1, en el señorío ejercido por Jesús desde el momento de su pasión (desde ahora, Lc 22,69), que adquiere así dimensiones gloriosas, de victoria sobre las tinieblas. El momento del rechazo es en realidad el comienzo de su triunfo. Esta cita del salmo aparece varias veces en la obra de Lucas (Lc 20,42-43; Hch 2,34-35) y en otros autores del Nuevo Testamento (Mt 22,44; 26,64; Mc 12,36; 14,62; Heb 1,13). En la relectura cristiana de este texto del Antiguo Testamento se insiste en el Señor glorificado que ejerce su poder después de su resurrección y, sobre todo, al final de los tiempos.

23,1-7 

    Jesús ante Pilato. 

    No debemos considerar este relato como una presentación objetiva del proceso ante Pilato, sino más bien como una reflexión retrospectiva de la Iglesia primitiva sobre tal proceso. Lucas sigue aquí fundamentalmente a Marcos, aunque hay ciertas convergencias con las tradiciones del evangelio de Juan. Es lo que se muestra en la triple declaración de la inocencia de Jesús (Lc 23,4 .15 .22) y en la propuesta de Pilato de sustituir su condena a muerte por un castigo (Lc 23,16).

    La acusación contra Jesús ya no posee un contenido religioso (Lc 22,66-71), sino político. Sus acusadores han cambiado los términos de la misma y con ello pretenden inquietar a las autoridades romanas. La acusación, en efecto, tiene todo el contenido necesario para preocupar a quien representa el poder del imperio romano. Jesús se había pronunciado sobre el tema del tributo al emperador (véase Lc 20,20-26). En otras ocasiones ha sido aclamado por el pueblo como Mesías en un sentido político-nacionalista. Los adversarios de Jesús presentan los dos casos como si Jesús hubiera atacado a los que pagaban el impuesto y aceptado sin reservas la aclamación del pueblo. La realidad había sido, sin embargo, bastante más ambigua. Pero los miembros del Consejo de Ancianos saben que sólo las acusaciones sumarias y simplistas serían escuchadas por el poder romano. Pilato sólo toma en consideración la acusación de mesianismo. De hecho ésta será la inculpación por la que Jesús irá a la muerte (Lc 23,30). Su respuesta a la pregunta de Pilato resulta ambigua (Lc 23,3). Pero éste parece interpretarla como una negación, pues no encuentra culpa en él. En realidad el mesianismo de Jesús no coincide con el mesianismo político nacional que está detrás de la acusación del Consejo de Ancianos (ver Lc 22,67-70; 19,11).

    Pilato insiste tres veces en la inocencia de Jesús. Es un rasgo típico de Lucas que busca eximir de responsabilidad a las autoridades romanas en relación con la muerte de Jesús y con las dificultades de la Iglesia primitiva (Hch 3,13; 13,28). La insistencia de los enemigos de Jesús sobre su carácter rebelde (Lc 23,5) y el hecho de citar a Galilea pretendía probablemente evocar en la memoria de Pilato el gran levantamiento celota de Judas el Galileo, que en el año 6 d. C. provocó una rebelión sangrienta contra el imperio en aquella región. No debemos dejar de lado en toda esta escena su carácter paradójico y cargado de ironía: un pagano afirma la inocencia de Jesús mientras que los jefes del pueblo elegido exigen su condenación.

23,8-12 

    Jesús ante Herodes. 

    Probablemente el hecho de que en la acusación que se hizo contra Jesús se diga que inició su predicación en Galilea (Lc 23,5) hace que Pilato le envíe a Herodes, bajo cuya jurisdicción vivía Jesús (Lc 3,1). Se trata de un signo de cortesía, puesto que el gobernador romano tenía pleno poder sobre todos los judíos. Y más todavía en el caso de Jesús, que había sido acusado por el Consejo de Ancianos de haberse rebelado contra el emperador. Puede ser que busque en Herodes un consejo, un gesto que le permita salvar a Jesús, vista su inocencia. Estamos, de todas formas, ante una tradición exclusivamente lucana.

    Sabemos que Herodes quería ver a Jesús (Lc 9,9). Quizá su interés era simple curiosidad por conocer al profeta que hacía grandes prodigios (Lc 9,8). Sin embargo sus múltiples preguntas encuentran como respuesta el silencio de Jesús (Is 53,7). Herodes, mortificado en su vanidad, se burla de él haciendo una parodia con un vestido llamativo, como si invistiera a Jesús de ornamentos reales que evocan su acusación (Lc 23,2). Lucas no recoge el relato de Mc 15,16-20, donde son los soldados de Pilato los que se burlan de Jesús. Prefiere presentar a un jefe judío y a sus tropas realizando la misma tarea, con lo que el poder romano sale también en este caso bien parado.

    La enemistad que existía entre Herodes y Pilato, y que confirman los historiadores de la época como Flavio Josefo, desapareció a partir de aquel momento. El libro de Hechos (Hch 4,25-28) verá en esta reconciliación el cumplimiento del Salmo 2,2, donde se habla de la conjura de reyes y príncipes contra el Mesías.

23,13-25 

    Sentencia de muerte contra Jesús. 

    Jesús es condenado, según Lucas, por los judíos. Pilato reconoce su inocencia e intenta, incluso mediante la aplicación de un castigo, calmar a los judíos y liberar a Jesús. Al final cede a la presión del pueblo. Aunque Lc 23,25 parece dar a entender que los últimos responsables son los jefes judíos, la crucifixión se lleva a cabo, sin embargo, por los soldados romanos (Lc 23,36 .47). Un cambio del texto de Marcos nos indica la intención de Lucas. En Mc 15,15 se dice que Pilato entregó a Jesús para que lo crucificaran, mientras que Lucas dice, para que hicieran con él lo que quisieran (Lc 23,25). De la comparación de estos dos textos se deduce una mayor culpabilidad directa de Pilato en la muerte de Jesús según la versión de Marcos. Quizá aquí, como otras veces en el relato de la pasión y en el libro de los Hechos, ha debido influir en Lucas su interés en eximir a las autoridades romanas de la culpa de la muerte de Jesús. Junto a los jefes judíos y Pilato, encontramos también al pueblo. Durante el ministerio de Jesús, Lucas siempre había diferenciado al pueblo de sus dirigentes, que a veces tienen miedo de atacar a Jesús a causa de las simpatías del pueblo por él. Pero, siempre en la perspectiva lucana, la muerte de Jesús es el término de las rebeliones contra el plan de Dios, de las que el pueblo de Israel es el protagonista. Así, en Hechos, la muerte de Jesús es presentada como responsabilidad conjunta de los jefes judíos y de los habitantes de Jerusalén (Hch 2,23; 3,13; 13,27-28). Por último, la liberación de Barrabás no deja de ser una ironía. Según Lc 23,19 estaba condenado por sedición y por haber cometido un homicidio. Sin embargo es a él a quien ponen en libertad, mientras que Jesús, inocente frente al poder romano, es condenado a muerte. El que ha quitado la vida es preferido al autor de la vida.

    Si esto es lo que ocurre en el proceso humano contra Jesús, no debemos olvidar que el designio de Dios se cumple a través del Consejo de Ancianos y de Pilato. Obrando con entera libertad, ellos son los personajes de un drama del que Dios es el autor. El proyecto salvíiico de Dios aparece insinuado en el uso del verbo entregar (Lc 23,25) que recuerda el cuarto canto del siervo de Yahvé (Is 53,12), donde el siervo se nos muestra como el que se entrega a la muerte y es contado entre los malhechores.

23,26-32 

    Camino de la cruz. Lucas suprime aquí la flagelación de Jesús y la coronación de espinas por los soldados romanos. Quizá por el motivo, siempre presente en su relato de la pasión, de no acusar al poder romano. Inserta, además, una escena con las mujeres de Jerusalén que no se encuentra en los demás evangelios.

    Los soldados romanos obligan a Simón de Cirene a llevar la cruz de Jesús. Este dato sirve a Lucas para hacer de él el modelo del discípulo. Simboliza a todos los creyentes que toman su cruz cada día y siguen a Jesús (Lc 9,23; 14,27).

    La presencia de las mujeres de Jerusalén, que evoca las palabras del profeta Zacarías (Zac 12,10-14), subraya la buena disposición de parte del pueblo judío con respecto a Jesús y, a la vez, anuncia de nuevo la destrucción de la ciudad (Lc 19,41-44; 21,20-23). Las palabras de Jesús son actualizadas por Lucas a la luz de la destrucción de Jerusalén, que para él es un acontecimiento pasado. En la descripción de la catástrofe todos los valores se subvierten y la maternidad, que para la Biblia es la gran bendición que Dios puede dar a una mujer, aparece como una maldición. Hay en el tono de estas palabras ecos de la predicación de los profetas y en especial del profeta Oseas (Os 10,8). En este profeta, como en el texto de Lucas, el cuadro catastrófico tiene una finalidad de conversión. Hasta el último momento Oseas espera que el castigo no se cumpla y que el pueblo vuelva a encontrar el camino del Dios de la alianza. El proverbio de Lc 23,31 indica que si Jesús (leño verde que, por tanto, da fruto) va hacia la muerte, con mucha más facilidad ocurrirá con Jerusalén, pues el leño seco, al ser estéril, es fácilmente cortado para alimentar el fuego.

23,33-43 

    Crucifixión. 

    El relato de la crucifixión contiene diversas citas o alusiones a los salmos (Sal 22,8 .19; 69,22), alusiones que aparecerán también en los textos siguientes. De este modo se nos quiere presentar la pasión de Jesús como el cumplimiento de las Escrituras (Lc 24,25-27). Las palabras de Jesús en la cruz manifiestan de nuevo su misericordia que aquí llega incluso a los que le han condenado (Lc 23,34) y que es rasgo propio del evangelio de Lucas. El mensaje de Jesús sobre el amor al enemigo, un tema en el que Lucas insiste especialmente en su sermón de la llanura (Lc 6,27-35), se hace aquí acción ejemplar para el creyente. Las palabras y los hechos de Jesús tienen siempre una perfecta coherencia. Es quizá uno de los momentos en que se nos revela con mayor claridad uno de los rasgos fundamentales de la ética cristiana. Hay además aquí un cambio radical con respecto al comportamiento del Antiguo Testamento. Hasta los mártires de la época macabea mueren con el deseo de la destrucción y muerte de sus enemigos (2 Mac 7,19). Los mártires cristianos aprendieron bien la lección de Jesús. El primero de ellos, Esteban, muere también perdonando a sus enemigos (Hch 7,54-60). Es verdad que la primera parte del versículo 34 no se encuentra en algunos manuscritos más antiguos; sin embargo, parece original, pues está en coherencia con el retrato lucano de Jesús y encuentra un paralelo muy estrecho en el relato que hemos citado de la muerte de Esteban. Como ocurre frecuentemente en el relato de la pasión de Lucas, el pueblo aparece expectante y observando; sólo los jefes del pueblo y los soldados se burlan de las pretensiones mesiánicas de Jesús.

    Según Marcos, los dos ladrones le insultaban (Mc 15,32). En la presentación que se hace de los dos malhechores crucificados con él, Lucas opone dos tipos de personas que encarnan dos maneras de reaccionar ante la salvación que nos trae Jesús. Su inocencia brilla nuevamente y la ejerce en el perdón como un signo más de su señorío. El buen ladrón ha sabido leer los signos de los tiempos y ha reconocido en el crucificado al Mesías que va a participar de la gloria en la resurrección. El estar hoy en el paraíso no expresa un dato cronológico, sino que la salvación empieza a hacerse realidad desde la cruz. Tampoco el paraíso lo debemos entender como un lugar en el que se espera el momento de la resurrección final; es más bien la manera de expresar que la salvación definitiva llega a la vida de este ladrón arrepentido. Los creyentes de la comunidad lucana ven aquí el perdón de Jesús, que está en el origen de su vida cristiana, y que han experimentado en el momento de su conversión. Nunca es tarde, nos recuerda Lucas, para volver a los caminos del evangelio. Cualquier día puede ser el hoy (Lc 23,43) de la salvación.

23,44-49 

    Muerte. 

    La muerte de Jesús abre una nueva era de salvación que se anuncia al rasgarse el velo del templo, símbolo de la antigua alianza. En efecto, a la entrada de templo había un velo que separaba su interior del atrio de los paganos. De un manera palpable esta desgarradura viene a expresar lo que la carta a los Efesios nos dice sobre la destrucción, que Jesús lleva a cabo, del muro de separación que existía entre judíos y paganos (Ef 2,14). Esta salvación desborda las fronteras de Israel y llega hasta el centurión, representante del mundo pagano (Lc 23,47), el cual reconoce a Jesús como el inocente (confirma las palabras de Poncio Pilato) y el justo (una manera de hablar de Jesús propia de Lucas -Hch 3,14; 7,52; 22,14- que probablemente tiene como trasfondo la afirmación sobre el siervo de Yahvé en Is 53,11). De nuevo el pueblo se distancia de sus jefes con gestos de arrepentimiento (Lc 23,48) que, a pesar de todo, no le llevan a una confesión de fe en Jesús.

    La expresión las tinieblas cubrieron la tierra recuerda al acontecimiento salvífico por excelencia del Antiguo Testamento, el éxodo, donde también una plaga de tinieblas precede a la celebración de la pascua (Ex 10,22). La nueva pascua, por tanto, se inicia ya en la cruz y el rasgarse el velo del templo es su signo premonitorio. Las palabras de Jesús (Lc 23,46) están tomadas del Salmo 31. Lucas ha transformado el grito desgarrador de abandono de Marcos (Mc 15,34) en una expresión de la confianza última en el Padre. Muere Jesús, por tanto, como un hombre justo y piadoso que nos recuerda en sus últimas palabras su relación íntima y personal con Dios.

    Lucas señala en el Calvario la presencia de las mujeres, siguiendo a Mc 15,40-41, pero añade todos los que conocían a Jesús. Habría que entender entre ellos a los discípulos, pues en el relato del prendimiento lucano no se habla de su huida. En todo caso, son testigos mudos de su muerte a la espera del cumplimiento de su promesa de resurrección.

    Quizá esta referencia a sus amigos y conocidos tenga su origen en los salmos de lamentación (Sal 32,12; 88,9), que se quejan de la lejanía de los próximos en los momentos de angustia.

23,50-56 

    Sepultura. 

    Este relato nos habla, aunque sea indirectamente, de la ausencia de los discípulos (comparar con Mc 6,29 en que los discípulos del Bautista se ocupan de su cadáver). Un miembro del Consejo de Ancianos, bueno y justo, va a dar sepultura a Jesús con honor y respeto. Al comienzo y al final de la vida de Jesús nos encontramos con dos hombres justos. Simeón lo recibe en sus brazos recién nacido para describirle como el Salvador de todos los pueblos (Lc 2,25-35). Ahora José de Arimatea, un hombre bueno y justo, es el encargado de llevarle a la tumba. José de Arimatea era un hombre importante del que Marcos y Lucas no dicen que fuera discípulo de Jesús, aunque Lucas lo diferencia del resto de los miembros del Consejo de Ancianos (Lc 23,51). Mateo y Juan sí lo identifican como discípulo. En cualquier caso, José de Arimatea pidió al gobernador el cuerpo de Jesús para librarlo probablemente de la fosa común. Si bien es verdad que la ley de Israel establecía como una de las obras de misericordia el enterrar a los muertos, incluso a los condenados (Dt 21 ,22s), algo más que un espíritu legalista parece mover a José de Arimatea, a quien el mismo Marcos describía como un hombre que esperaba la venida del reino (Mc 15,43).

    La presencia de las mujeres prepara el anuncio de la resurrección, pues ellas serán las primeras que reciban el mensaje pascual (Lc 24,1-11). Muerte y resurrección forman las dos caras del mismo misterio. Pero además su presencia en la cruz y en el sepulcro nos revela una vez más la importancia de la mujer en el evangelio de Lucas, y refleja probablemente al papel que éstas tenían en su comunidad pagano-cristiana.

 

24,1-49

2. Resurrección y manifestación de Jesús

    La confiada súplica que Jesús dirigió al Padre a la hora de morir (Lc 23,46) no ha quedado defraudada. La tumba vacía y las apariciones dan testimonio de que Jesús ha resucitado de entre los muertos y está vivo. El relato de esta sección es muy diferente al del evangelio de Marcos. Se trata de una composición literaria muy unitaria desde el punto de vista cronológico y topográfico. Lucas reúne en un solo día todos los acontecimientos pascuales en contra de lo que él mismo dice en Hechos, donde las apariciones del resucitado se prolongan durante cuarenta días hasta su ascensión. También la ambientación topográfica de las apariciones es específicamente lucana, pues se concentran en Jerusalén o en su entorno (Emaús). Lucas excluye todas las apariciones en Galilea (Mc 16,7; Mt 28,16), con lo que todo culmina en Jerusalén, el lugar donde se iniciará la misión eclesial (Lc 24,47; Hch 1,8). De esta manera, la particular concepción lucana de la historia de la salvación aparece también en la parte final de su obra.

24,1-12 

    El sepulcro vacío. 

    En la resurrección Jesús manifiesta su nueva condición de Señor (Lc 24,3), el título que los primeros cristianos utilizaban para hablar de su presencia en la Iglesia y en el mundo. También aparece como el viviente (Lc 24,5), una referencia evocadora del Dios del Antiguo Testamento (Jos 3,10; Jue 8,19; 1 Sm 14,39). Al poner como primeros testigos del mensaje pascual a las mujeres, Lucas resalta, como otras veces, su función en la Iglesia y en el mundo, mientras que los apóstoles aparecen en un primer momento como incrédulos.

    La tumba vacía no es una prueba de la resurrección, sino un interrogante que encontrará su respuesta en la experiencia del encuentro con el resucitado. El mensaje de los dos hombres desconocidos sintetiza esta experiencia remontándose a las palabras de Jesús. Por otra parte, mientras Marcos habla de un solo joven (Mc 16,5), Lucas menciona dos evocando tal vez Dt 19,15 donde se dice que son necesarios al menos dos testigos para que un testimonio sea válido. Así la ambigüedad de la tumba vacía desaparece ante la revelación divina. Otro cambio con respecto al texto de Mc 16,7 es que Lucas no habla de las apariciones de Jesús en Galilea; simplemente alude al anuncio hecho allí por Jesús (Lc 9,22). La intención más probable de Lucas al modificar el texto de Marcos es limitar las narraciones del encuentro con el resucitado a los alrededores de Jerusalén, frente a las tradiciones de Marcos o de Mateo que nos hablan de apariciones en Galilea. De nuevo, la centralidad de Jerusalén en el proyecto teológico lucano se hace presente.

    Los apóstoles, sin embargo, no creyeron en el testimonio de las mujeres. Quizá porque su condición femenina en el ambiente social judío no les daba garantías de la verdad de sus palabras. Pedro comprueba que la tumba estaba vacía (Jn 20,2-10). La intención que está detrás de esta visita de Pedro a la tumba es la de confirmar que el sepulcro está vacío por parte del que es la cabeza de los Doce. La presencia de los lienzos es un argumento ulterior en favor de la resurrección. Sin embargo, a pesar de esta acumulación aparente de pruebas, Pedro no acaba de creer. La ausencia del mensaje o del encuentro con el resucitado sólo produce en él asombro, no la fe pascual.

24,13-35 

    Camino de Emaús. 

    Este relato, exclusivo de Lucas, presenta a dos discípulos desconocidos, que han perdido la fe en Jesús por el escándalo de la cruz (Lc 24,21). Jesús se les hace el encontradizo en su camino de decepción y les explica las Escrituras. Ellos lo reconocen en el gesto de partir el pan. En el tiempo de la Iglesia, los discípulos de Jesús hemos de abandonar también la idea de un Mesías poderoso y nacionalista (Lc 24,19 .21) para creer en un Mesías que por el sufrimiento entra en la gloria (Lc 24,26). Lucas es el único autor del Nuevo Testamento que habla explícitamente del Mesías sufriente (Lc 24,46; Hch 3,18; 17,3; 26,23). Este título como tal no se encuentra en el Antiguo Testamento ni en la literatura judía anterior al período del Nuevo Testamento. El tema se encuentra ya en Mc 8,31-33, pero allí no aparece todavía el título del Mesías.

    Este relato resume y describe el camino catequético-litúrgico de la comunidad lucana. El desarrollo de la misma narración nos lo describe gráficamente (véase un relato lucano similar en Hch 8,26-40). Los ojos de los discípulos de Emaús no podían reconocer a Jesús resucitado, estaban cerrados. Las esperanzas puestas en Jesús habían quedado frustradas. Era necesaria una «mirada» especial para reconocer al resucitado. Su fe sólo alcanzaba a ver en Jesús a un profeta de Dios. Su tristeza expresa el fracaso de sus expectativas mesiánicas. La cruz era para ellos el fin de toda esperanza. Interrogados por Jesús sobre lo ocurrido en Jerusalén, los dos personajes nos dan una síntesis de la proclamación eclesial sobre Jesús, pero sólo hasta la muerte (Lc 24,19-24). Falta en su descripción la fe en el Señor resucitado, aunque conocen la tradición de la tumba vacía. Sólo el encuentro con el resucitado puede dar sentido al escándalo de la cruz (1 Cor 1,18-25). Sin embargo, la explicación que da Jesús de la Escritura, hace que su corazón arda nuevamente, y así pueden reconocerle al partir el pan. Las palabras con las que se describe este último gesto nos evocan la Eucaristía de la Iglesia primitiva. Con ello Lucas quiere recordar a los miembros de su comunidad que al romper el pan (Hch 2,42 .46; 20,7 .11) el encuentro con el resucitado era siempre posible, como les ocurrió a los discípulos de Emaús.

    Quiere así este relato responder también a una pregunta que se hacían los miembros de la comunidad lucana y que es todavía pertinente. Si Jesús ha resucitado y está vivo, ¿dónde puedo encontrarlo? La respuesta de Lucas es que si Jesús no se revela hoy como el viviente es porque nuestro corazón no está plenamente abierto. Jesús camina muchas veces junto a nosotros como un desconocido (Lc 24,16; ver Mt 25,31-46), y para reconocerlo tenemos que dejarnos guiar por su palabra leída muchas veces en la celebración de la Eucaristía. Entonces se abrirán nuestros ojos y le reconoceremos (Lc 24,31).

24,36-49 

    Aparición a los discípulos.

    Ahora los once entran en la plenitud del mensaje pascual, gracias al encuentro con el resucitado. Los discípulos habían recibido ya el testimonio de Pedro (Lc 24,34), pero necesitaban la experiencia personal del encuentro con Jesús resucitado. Esta experiencia personal es el fundamento de la fe de los creyentes de todos los tiempos, aunque el testimonio de los otros, que han creído antes, sea indispensable. Jesús les descubre el sentido profundo de la Escritura. Esta no sólo encuentra en él su cumplimiento sino su intérprete (Lc 24,44-45). Y les envía como testigos a predicar la conversión y el perdón de los pecados para todos los hombres y mujeres. Para esta ingente tarea los discípulos cuentan con la ayuda y la fuerza del Espíritu, cuya presencia implícita les prepara para pentecostés (Lc 24,49). Tenemos también en este texto todos los elementos de lo que será la futura misión de la Iglesia. El testimonio apostólico tendrá como tema central la muerte y resurrección de Jesús como el Mesías, anunciado por el Antiguo Testamento (Lc 24,44 .46). Y desde Jerusalén se anunciará a todos los pueblos la conversión y el perdón de los pecados. Es una breve síntesis que desarrollará ampliamente el libro de los Hechos (véase Hch 1,8).

    Jesús resucitado no es un cadáver reanimado (como pudo serlo el hijo de la viuda de Naín, Lc 7,11-17). Jesús, con su resurrección, ha sido plenamente asumido en la vida divina. Sin embargo, y esta insistencia está muy presente en el relato, a pesar de ser un hecho que trasciende la experiencia humana, se trata de un hecho real, aunque no equiparable a lo empírico y mensurable. Anunciando que el Señor resucitado tiene carne y huesos, Lucas va más allá de lo que el relato previo de Emaús y la misma aparición súbita en medio de sus discípulos sugieren. Parece querer evitar la creencia en un resucitado no real. El Señor resucitado es Jesús de Nazaret, y Lucas procura subrayar la continuidad existente entre el uno y el otro, como hace Juan en su evangelio (Jn 20,19-29). Pero no debemos olvidar, para tener una experiencia total de este encuentro, la discontinuidad subrayada por Pablo en 1 Cor 15,35-50. La plena comprensión de la resurrección de Jesús nace de la dialéctica entre identidad y alteridad.

24,50-53 

    Epílogo: Despedida de Jesús.

    Lucas termina su evangelio con un relato de la ascensión de Jesús. Comenzará también su historia de los orígenes de la Iglesia con otro relato parecido (Hch 1,9-12). En el evangelio narra la ascensión en la noche misma del día de pascua; sin embargo, en Hechos se nos habla de un período de cuarenta días entre la resurrección y la ascensión. ¿Cómo explicar esta contradicción? Desde el punto de vista teológico no se puede diferenciar la ascensión de la resurrección. Es otra manera de hablar del paso de la muerte a la vida definitiva junto a Dios. Hemos de notar, además, que Lucas es el único evangelista que habla de la ascensión, distinguiéndola de la resurrección. El resucitado necesitaba confirmar a sus discípulos en la fe e instruirles con vistas a su futura misión. Es en lo que insiste el libro de los Hechos al hablar de cuarenta días. Se destaca la importancia del resucitado en el origen de la Iglesia. Después se iniciará el tiempo de la misión en el que Jesús continuará presente mediante la fuerza del Espíritu.

    El gozo, el gran signo mesiánico y escatológico que llena todo el evangelio de la infancia (Lc 1,14 .28 .44 .47; 2,10), alcanza a los apóstoles que se reúnen en el templo para orar en espera del envío del Espíritu. Lo que empieza en el templo (Lc 1,8-10) termina en él. Se va a iniciar la segunda parte de la obra de Lucas, el libro de los Hechos, en la que se narra el camino de la buena noticia hasta los confines del mundo.