12,1-3 

    Contra la hipocresía. 

    El rechazo de la hipocresía de los fariseos, de la que acaba de hablarnos Jesús (Lc 11,39), supone no sólo que hay que hablar con sinceridad, sino proclamar la verdad del evangelio públicamente. A esto último se refiere la proclamación desde las terrazas. Las casas de Palestina no tenían tejas sino terrazas, que muchas veces se convertían en lugar de reunión y conversación. Pero todo lo que se decía allí podía ser oído desde la calle. Jesús se refiere, pues, a la predicación de sus discípulos, que no sólo debe ser sincera, frente a la hipocresía de los fariseos, sino dirigida a todo el mundo. Así ocurrirá después de la resurrección de Jesús. Su palabra deberá ser proclamada entonces con valor ante los hombres y mujeres de todos los pueblos y razas. En Mt 10,27 se opone el secreto de la predicación de Jesús a la predicación pública de sus discípulos después de su muerte. Lucas, sin embargo, no habla más que de diferentes situaciones en la predicación de los discípulos, antes y después de pentecostés.

12,4-7 

    No temor, sino confianza.

    Los hombres no pueden dar más que la muerte corporal. No ocurre así con Dios. Por eso hay que temerle, porque como juez universal puede hacer que un hombre vaya a la gehenna (al fuego eterno). El término "gehenna" se refiere a un lugar en el que los pecadores (para los judíos, los no cumplidores de la ley) eran atormentados después del juicio (véase Is 66,22-24 donde se inicia el tema aunque no aparezca el término). Podríamos traducirlo por «infierno», pero esta palabra ha sufrido en la tradición cristiana una evolución semántica que no encaja totalmente en la gehenna judía.

    El temor de Dios no es el miedo sino la aceptación obediente de su palabra, que nos permite abordar con confianza los temores humanos y las persecuciones. El saber que estamos en las manos del Señor nos permitirá afrontar esas dificultades con serenidad y sin miedo. No debe ser, por tanto, el temor nuestra reacción ante las dificultades de la vida, sino la confianza en el amor de Dios que cuida incluso de los pájaros más pequeños.

12,8-12 

    Con Jesús o contra Jesús. 

    En el momento del juicio (=delante de los ángeles de Dios), la actitud de Jesús para con unos y otros estará en función de la actitud adoptada con él en esta vida. Jesús se nos revela aquí como el Hijo del hombre que es testigo e intercesor en favor de los suyos, a diferencia de Mt 25,31-46 que lo presenta como juez. Se distingue, además, aquí entre el hablar mal del Hijo del hombre, que puede ser perdonado, y el blasfemar contra el Espíritu Santo. En el contexto de Mt 12,32 y Mc 3,22-29, el pecado contra el Espíritu Santo se refería al rechazo de los maestros de la ley y fariseos, que calumniaban a Jesús diciendo que Jesús expulsaba a los demonios en nombre de Belzebú. Sin embargo, en el contexto lucano se alude al tiempo de la misión, después de la pascua del Señor, en el que los discípulos, inspirados por el Espíritu, presentan a Israel la última posibilidad de conversión (Hch 2,38; 3,19; 13,46). También puede referirse a la apostasía de algunos bautizados. De éstos se dice que no serán perdonados (Lc 12,10), pero tomemos esta expresión más como una advertencia pastoral, que busca evitar a los lectores del evangelio esa apostasía, que como una afirmación teológica. El comportamiento de Dios con el hombre no es el de un juez, sino el de un padre que perdona (Lc 15,11-32).

    También se nos habla en este texto del tiempo de persecución provocado por Israel o las autoridades paganas. En la persecución o en la dificultad los creyentes tendremos que dar testimonio en favor de Jesús de palabra y de obra. El Espíritu nos dará su fuerza y sus palabras. Esta promesa reaparece en Lc 21,14-15, pero refiriéndose en ese caso a las tribulaciones escatológicas (Mc 13,11).

12,13-21 

    El rico insensato. 

    El punto de partida de la parábola de Jesús es un problema de herencia. Era frecuente en tiempos de Jesús que los doctores de la ley asumieran el papel de jueces en casos similares. Pero Jesús se niega. Su vida estaba plenamente dedicada al anuncio del reino de Dios. Según las tradiciones jurídicas judías, el hijo mayor de una familia de dos hermanos recibía los dos tercios de las posesiones paternas. El hombre que interpela a Jesús, dándole el título de maestro propio de los expertos de la ley, es probablemente el hermano más joven que no ha debido recibir nada de la herencia. El choque entre los dos hermanos por el reparto de la herencia dependía en última instancia de la avaricia insaciable del hombre. La vida, afirma Jesús, no depende de la abundancia de los bienes materiales. El término avaricia se refiere a la aspiración a querer tener más. Un deseo incontenible de dinero que no encuentra dónde satisfacerse. Para el evangelio de Lucas este deseo es otra cara de la idolatría, que no hace la vida más segura ni coima las aspiraciones profundas, ni lleva a la auténtica madurez existencial de la persona. Para ilustrar este punto narra el evangelio la parábola. Para Jesús el dinero y las posesiones no son la verdadera vida del hombre. Pero muchas veces somos como el rico de la parábola que no se enriquece ante Dios y pone su confianza en los bienes y cosechas. Este hombre es llamado insensato, como aquel que según el Antiguo Testamento niega en la práctica a Dios y al prójimo (Sal 14,1). La conclusión de Lc 12,21 nos advierte contra el enriquecimiento egoísta y obsesivo; lo que debemos hacer es enriquecernos ante Dios. Es una expresión un tanto enigmática que quedará aclarada en Lc 12,33-34: las obras de caridad con el prójimo son el auténtico tesoro.

12,22-34 

    Dios cuida de nosotros. 

    Enlazando con la parábola que se nos acaba de contar, estas palabras afirman que los discípulos de Jesús, los de ayer y los de hoy, no deben estar ansiosos por las necesidades básicas de la vida. Los cristianos deben gastar todas sus energías en la búsqueda y el testimonio del reino, sabiendo que viven de la gracia de Dios. Nuestra ansiedad ni siquiera puede prolongar nuestra vida (Lc 12,25). Se condena la preocupación porque se pone en cosas secundarias como si fueran las más importantes. Y, sobre todo, porque induce a pensar que quien nos ha dado la vida no se interesa por nuestras necesidades materiales (Lc 12,24). Liberarse de la ansiedad por los bienes materiales es un signo de fe.

    Contemplemos, pues las maravillas de la creación en las que se revela un padre providente. Si no, seremos hombres de poca fe, una expresión que reprocha a los discípulos, no su falta de comprensión sino de confianza (Mt 6,30; 8,26; 14,31; 16,8). No veamos en estas palabras una invitación a no asumir nuestras responsabilidades, sino una propuesta de una escala de valores en la que lo fundamental es la búsqueda del reino con la confianza puesta en el Señor y su gracia. Es verdad que a veces nos podemos encontrar ante un mundo hostil (Lc 12,32), pero ni en ese caso debemos perder la paz interior, pues la seguridad del rebaño (=Iglesia) no está ni en su poder ni en su prestigio sino en la gracia y el Espíritu del Señor que cuida de él.

    Lucas añade a este texto, que también está en Mateo, una exhortación a no poner el corazón en las riquezas sino a compartirlas con los necesitados. Aquí, como otras veces en Lucas (Lc 16,13), aparece una exigencia radical con respecto a los bienes materiales (Lc 12,33) que funda la actitud que el cristiano y la Iglesia deben tener con respecto a ellos. En la segunda parte de su obra, Lucas mostrará cómo la primera comunidad puso en práctica esta palabra (Hch 2,45; 4,34-37). Todo encuentra su sentido en quién ponemos nuestro corazón (Lc 12,34); si está puesto en el Señor abandonaremos las riquezas materiales para trabajar sin descanso en vivir y testimoniar el evangelio. Así la liberación de los creyentes de las preocupaciones cotidianas se transforma en una apertura confiada al reino de Dios. Y ésta tendrá como signo central la distribución de los bienes a los necesitados (véase Tob 4,8-10; Edo 29,10-12). Nuestra actitud hacia los bienes materiales no es algo indiferente, es más bien el signo de lo que es realmente importante en la vida.

12,35-48 

    Invitación a la vigilancia y a la fidelidad. 

    Se reúnen en este texto varias parábolas que exhortan a los creyentes a permanecer vigilantes en la espera de la venida del Señor. Más que poner el interés en las posesiones, el discípulo de Jesús debe estar esperando su venida. Este es el tema que desarrolla la primera parábola (Lc 12,35-38). Probablemente en la predicación de Jesús se relacionaba con la venida del reino, pero Lucas la lee a la luz de la venida del Hijo del hombre e incluso introduce, con respecto al texto similar de Mt 25,1-13, algún rasgo que personaliza más la espera (Lc 12,37b). La segunda parábola (Lc 12,39-40) apunta a la incertidumbre de la hora de la venida del Señor (Lc 17,24; 21,34-35; 1 Tes 5,2). Lo que se quiere inculcar no es tanto la vigilancia como el estar preparados, pues el que viene es el Hijo del hombre que se manifiesta como juez.

    La tercera parábola (Lc 12,41-48) parece dirigirse, así se deduciría de la pregunta de Pedro, a los responsables de la Iglesia, aunque en la predicación de Jesús debía ser una crítica de los jefes del pueblo de Israel. El ministro prudente debe permanecer fiel a su tarea hasta que el Señor venga. Si descuida su servicio para con los demás, será castigado en el momento del juicio. La comunidad cristiana tiene en realidad una sola cabeza y un solo Señor, Jesús resucitado (Mt 23,8-10). Todos los demás, aunque ocupen puestos de responsabilidad son servidores y hermanos. El presidir la comunidad de los discípulos de Jesús no se puede nunca transformar en poder o autoridad. El texto de la parábola ha sufrido una segunda actualización para adaptarse a la escatología lucana, que ya no presenta la venida del Señor como inminente (Lc 12,45). El retraso de esta venida le sirve a Lucas para advertir a los responsables de la comunidad que no se aprovechen de esta tardanza para actuar irresponsablemente.

    La conclusión nos viene dada en los dos últimos versículos en los que se diversifica el castigo según que la desobediencia haya sido intencionada o no. Los primeros serán castigados más severamente. En cualquier caso esta líneas subrayan la mayor responsabilidad que en la Iglesia tienen aquellos que podemos llamar sus líderes. Es algo que el pueblo de Israel había experimentado previamente: la elección no es un privilegio sino una responsabilidad acrecentada (Jr 2,19; Am 3,2; Os 4,4-11). Y así debemos vivirla todos los creyentes que formamos parte del nuevo pueblo de Dios. La última afirmación (Lc 12,48b) tiene una clara aplicación a los responsables comunitarios, pero puede también aplicarse a todos los que han recibido dones materiales o espirituales.

12,49-53 

    La prioridad del reino. 

    El fuego (Lc 12,49) es generalmente una figura del juicio (Lc 3,16-17) y puede sugerir castigo o purificación. También sugiere en otros casos la futura presencia del Espíritu (Hch 2,1-13), y así debió de ser entendida esta frase por Lucas. En cualquier caso este texto se refiere a los momentos decisivos (=escatológicos) de la humanidad, tal y como los describen los grandes textos escatológicos del Antiguo Testamento (Is 66,15-16; Ez 38,22; 39,6; Mal 3,19). El bautismo se refiere sin duda a la muerte de Jesús (Mc 10,38) ante la cual siente una angustia que no puede reprimir. Encontramos en estas palabras de Jesús un eco de la situación descrita en el salmo 124. Aunque en éste se trata de una alabanza, que Israel entona después del «bautismo» (=prueba). Por último, la venida de Jesús y la predicación eclesial provocan la división, incluso dentro de la misma casa (Lc 12,51-53). En la tradición profética era un rasgo de las tribulaciones que precederían al fin (Miq 7,6; Ag 2,22; Mal 3,24). Es quizá la perspectiva que estaría presente en la predicación de Jesús. Todo encuentro con el Señor suscita la respuesta de la fe que crea la división entre los hombres y mujeres. Pero es probable que en el contexto de Lucas este texto refleje una realidad posterior a la predicación de Jesús. Es en el seno de la comunidad cristiana donde el seguimiento de Jesús es causa de división dentro de la familia. La afirmación de Jesús sobre la paz (Lc 12,51) puede resultar chocante ya que ésta era uno de los dones mesiánicos (Is 9,6; Lc 1,79). Pero Jesús, con su negación, quiere distanciarse de una falsa paz que era el tema de la predicación de los falsos profetas en el Antiguo Testamento (Jr 6,14; 8,11). Una paz que era sólo tranquilidad no exigente.

12,54-57 

    Interpretar cada situación. 

    El tiempo presente (kairos en griego) no es una medida cronológica sino un momento de decisión existencial. Los contemporáneos de Jesús se encontraban delante de alguien que traía la última palabra del Padre a los hombres. Sin embargo no tienen la habilidad suficiente para descifrar los signos del reino presentes en Jesús. El mensaje de estas palabras está en que si bien es verdad que la gente sabe leer los signos del tiempo atmosférico, sin embargo no sabe discernir los signos del tiempo presente. Concretamente no saben interpretar la predicación y la persona de Jesús como heraldo del reino de Dios. Esto presupone la claridad de los signos (Lc 7,22; 11,20). Pero la gente espera signos portentosos que Jesús se niega a realizar (Lc 4,1-13; 11,29). Por eso se les llama hipócritas, por su ceguera espiritual. Tienen la posibilidad de discernir el tiempo decisivo de la salvación, pero no quieren convertirse.

12,58-59 

    Reconciliación. 

    De la misma manera que un hombre prudente intenta reconciliarse con su adversario antes de que éste lo lleve ante el juez (no sea que sea condenado por éste), así también el hombre sabio procura reconciliarse con Dios antes del juicio que viene. La aplicación es bien clara. Jesús invita al pueblo de Israel antes de que sea tarde. No hay que perder la oportunidad del signo de su ministerio para reconciliarse con Dios. El texto se encuentra también en Mateo, en el sermón de la montaña (Mt 5,23- 26), donde sirve como ilustración del deber de la caridad fraterna. En Lucas, sin embargo, asume un significado escatológico que lo conecta con las palabras precedentes: habiendo llegado el tiempo de la decisión, es urgente arreglar las cuentas antes de que sea tarde. Además, la reconciliación con quien antes era considerado como un adversario, significa tomar conciencia de que el tiempo que se ha iniciado con la predicación de Jesús, tiene una calidad radicalmente nueva.

13,1-5 

    Es urgente convertirse. 

    La idea del juicio que viene, une estos versículos y la parábola que se cuenta después (Lc 13,6-9) con el texto que le precede. Jesús cita dos ejemplos históricos que no conocemos con exactitud. Flavio Josefo, el gran historiador judío del siglo de Jesús, nos narra cómo Pilato mató a algunos galileos revoltosos en Jerusalén. ¿Se trata del ejemplo que cita Jesús? Tampoco sabemos nada de la caída de la torre de Silbé. Sin embargo la conclusión que saca Jesús de estos dos ejemplos es bastante clara. Aquellos que perecieron no eran peores que los que quedaron con vida. Refuta de esta manera la doctrina judía de la retribución, según la cual el que era alcanzado por alguna desgracia era culpable de algún gran pecado. Esta manera de pensar había pasado a la sabiduría popular (Job 4,7-9; Jn 9,2) estableciendo una estrecha relación entre pecado y castigo. Lo que en el caso presente llevaba a la siguiente conclusión: nosotros somos justos porque nos hemos librado de la muerte en los dos ejemplos que se cuentan. En lugar de ello Jesús piensa que ante Dios todos los hombres necesitamos convertirnos a sus caminos. Es la única manera de escapar a la destrucción que se aproxima (¿se trata quizá de la destrucción de Jerusalén en el año 70 ó, más probablemente, de los acontecimientos escatológicos?).

13,6-9 

    Parábola de la higuera estéril.

    Conectando con el texto anterior, esta parábola de la higuera, referida en la predicación de Jesús a Israel, ilustra las oportunidades que Dios concede para la conversión. Hay en ella ecos de la predicación del Bautista (Lc 3,8-9). Todavía es tiempo de arrepentimiento e Israel tiene una última oportunidad. A pesar de la urgencia de la invitación a la conversión y a dar frutos, vivimos todavía en el tiempo de la paciencia de Dios (Rom 3,25- 26). Ya en el Antiguo Testamento había utilizado la higuera como símbolo de Israel (Os 9,10), e incluso de su falta de respuesta a la alianza (Jr 8,13). Una idea similar aparece en la alegoría de la viña de Is 5,1-7. Aunque en este último texto la amenaza sobre Israel no queda atenuada por la espera, como ocurre aquí. Hay en el trasfondo de esta parábola una nota de esperanza. Jesús confía todavía en que la respuesta final de Israel a su misión sea positiva.

13,10-17 

    Una mujer curada en sábado.

    En el marco de una sinagoga, y en día de sábado, Jesús cura a una mujer que estaba paralítica desde hacía dieciocho años. Se nos han contado ya dos incidentes de Jesús con los fariseos a propósito del sábado (Lc 6,1-11). Esta curación se inserta aquí como un ejemplo de la ceguera espiritual de la que acaba de hablar Jesús (Lc 12,54-57). El jefe de la sinagoga es incapaz de comprender lo que está ocurriendo ante sus ojos, a saber, la irrupción del reino que aporta la salud a esta mujer. De acuerdo con las creencias de la época se nos describe su enfermedad como una posesión. Ya sabemos que según la casuística judía se podía curar en sábado, pero sólo las enfermedades urgentes y no las que podían esperar. Sin embargo Jesús piensa que el sábado es un tiempo de libertad. Aunque la Misná (la obra que recoge las tradiciones judías) prohibía atar y desatar nudos en sábado, Jesús recurre aquí a la práctica habitual de los campesinos de Israel que, con buen sentido, desataban los nudos de su ganado para darle de beber. Con más motivo, en consecuencia, se podía liberar a esta mujer de su larga enfermedad. La reacción de la mujer enferma, en contraste con la del jefe de la sinagoga, es la de alabar a Dios. Ha comprendido que su curación es una manifestación de la omnipotencia y la bondad de Dios, que se han hecho presentes en la actividad de Jesús. Desatando a esta mujer de la esclavitud de Satanás, Jesús continúa la obra de liberación que Dios había iniciado en el éxodo. Y así la mujer, no sólo es curada, sino que recobra su identidad como hija de Abrahán. La reacción de los adversarios de Jesús y del pueblo trasciende este acontecimiento y expresa el comportamiento habitual de unos y otros: mientras los dirigentes de Israel se oponen a él, el pueblo se alegra de ver lo que el reino de Dios aportaba de plenitud a la vida humana.

13,18-21 

    El grano de mostaza y la levadura. 

    Al final de esta primera etapa del viaje hacia Jerusalén, y como resumen de las instrucciones que en ella se contienen, estas dos comparaciones ilustran la dinámica del reino. Estas parábolas subrayan el contraste entre un comienzo pequeño y un final grande. El grano de mostaza es, en efecto, una de las semillas más pequeñas y, sin embargo, en los alrededores del lago de Genesaret, su arbusto llega a alcanzar los tres metros de altura. Lo mismo ocurre con la levadura: basta una pequeña cantidad para hacer fermentar una gran masa de pan. Aunque la predicación de Jesús sobre el reino despierte muy poca respuesta (Lc 13,32), el reino vendrá con tal poder e ímpetu que englobará pueblos y naciones de toda la tierra. Esta dimensión universal, que la comunidad lucana empezaba a experimentar, aparece insinuada en la variedad de aves que anidan en el árbol de la mostaza. Encontramos aquí un eco de la imagen del profeta Ezequiel describiendo la extensión universal del futuro reino de Dios (Ez 17,23-24).

    El reino de Dios se ha iniciado y está presente en la predicación y la acción de Jesús, Sin embargo su plenitud se revelará en la venida gloriosa del Señor resucitado. Por eso Jesús pide a sus discípulos que oren para que venga el reino (Lc 11,2). La oración y la acción del creyente hacen que el reino se vaya encarnando en el tejido de nuestro mundo a la espera de su manifestación definitiva. Con estas dos parábolas, tomadas de la experiencia cotidiana de Palestina, Jesús quiere infundir en sus discípulos la esperanza. La humildad y la insignificancia de su ministerio podían ser interpretadas por los judíos como un escándalo. ¿Dónde está la aparición gloriosa del Mesías? Pero Jesús, por medio de estas parábolas, dice a sus discípulos: el reino se manifestará en el futuro en todo su esplendor y universalidad.

 

13,22-17,10

2. El banquete del amor

    De nuevo la enseñanza a sus discípulos domina en toda esta sección que se inicia con un recuerdo del objetivo de su viaje: mientras continuaba su camino hacia Jerusalén (Lc 13,22). No faltan textos que nos recuerden la incomprensión y el rechazo de los dirigentes de Israel (Lc 13,25 .31-35; 14,1 .23 .34; 15,2 .25-29; 16,4). Sin embargo el interés central de esta parte está en describir los rasgos del auténtico creyente y de la comunidad cristiana. El capítulo 14, en el mareo de un banquete y a través de una parábola, nos muestra la fuerza del amor de Dios que llama a todos los hombres a la salvación. El capítulo 15, mediante sus tres parábolas, nos muestra la fuerza de ese amor de Dios teniendo como trasfondo el símbolo del banquete (Lc 15,23). El capítulo 16 advierte a los discípulos de Jesús de todos los tiempos sobre el peligro de las riquezas. Aquí el contraste está entre el símbolo del banquete salvífico y los espléndidos banquetes (Lc 16,19) que celebraba el rico de la parábola sin tener en cuenta la realidad de la pobreza de Lázaro. La sección termina con algunas instrucciones a los discípulos (Lc 17,1-10). La preocupación general del evangelista, a lo largo de estos capítulos, se dirige a la comunidad de los creyentes que prosiguen ahora, entre tensiones y riesgos, el camino iniciado por Jesús.

13,22-30 

    La puerta estrecha. 

    Un conjunto de palabras de Jesús sobre la entrada en el reino que explican la dificultad y la exigencia del seguimiento (Lc 13,24) y a la vez son una amenaza para la mayoría de los judíos que serán arrojados fuera mientras vendrán de todos los puntos cardinales hombres y mujeres a formar parte de este reino. No basta con haber oído la predicación de Jesús si en realidad la conversión a su evangelio y, sobre todo su aplicación práctica, no se llevan a cabo (Lc 13,25-27). Pertenecer al pueblo de Israel, quien fue el primer beneficiario de la predicación de la Buena Noticia en sus calles y plazas, no da automáticamente la entrada en el reino; se requiere la aceptación de esa «noticia» y la consiguiente conversión.

    Las palabras de Jesús sobre la puerta estrecha no describen el resultado del juicio (Mt 7,14). Ni son una respuesta a la pregunta sobre el número de los que se salvan (Lc 13,23). En el judaísmo del tiempo de Jesús, esta pregunta hubiera recibido una doble respuesta. Para los fariseos todos los israelitas, y sólo ellos, conseguirían la salvación. Pero en los círculos apocalípticos se sostenía, con una visión más pesimista, que sólo unos pocos estaban destinados a la felicidad eterna. Jesús, sin embargo, no se interesa por el número, sino que quiere estimular a una decisión por el reino e impulsar al empleo de todas nuestras fuerzas en su servicio. Por eso sus palabras son más bien una demanda del esfuerzo que tenemos que hacer para entrar en el reino (Lc 16,16). Este es descrito, según la tradición judía, como un banquete en el que los elegidos estarán junto a los patriarcas y los profetas. Los que han rechazado la llamada de Jesús serán excluidos. Pero mientras que Mateo dirige esta amenaza al conjunto de los judíos (Mt 8,12), Lucas sólo tiene en cuenta a los oyentes de Jesús que sean incrédulos.

13,31-35

    Lamento sobre Jerusalén. 

    Herodes ha cambiado mucho su actitud con respecto a Jesús (véase Lc 9,9). Quizá piensa eliminarlo como hizo con el Bautista. Se trata, en los dos casos, de predicadores molestos que insisten en las exigencias éticas que brotan de la aceptación del reino de Dios. Pero Jesús no tiene miedo a los grandes de este mundo. Camina hacia Jerusalén para enfrentarse a la muerte, que no está determinada por los poderes de este mundo, sino que forma parte de la historia salvífica de Dios. La segunda parte del versículo 32 está cargada de una fuerte significación teológica. Al tercer día es una expresión aramea para indicar «en un breve tiempo», mientras que el verbo acabar puede indicar el fin de su misión o la plenitud de su resultado. Lucas sugiere que la vida de Jesús, en cumplimiento del plan de Dios, se dirige hacia su exaltación como centro de la historia de la salvación. Pero su mensaje será también rechazado como el de los otros profetas (Lc 6,23; 11,47s; Hch 7,52; Neh 9,26). Y aunque se producirá la entrada triunfal en Jerusalén (Lc 19,39-44), a la que alude Lc 13,35 (Sal 118,26), la casa (=templo) de Israel será destruida. Al hacer este anuncio de la destrucción del templo (Lc 21,6), Jesús entronca con la predicación profética, donde también se habla de esta misma catástrofe por no haber respetado el pueblo la alianza (Jr 12,7; 1 Re 9,7s). En el umbral del nuevo pacto de Dios con los hombres (Lc 22,20), y ante el rechazo de su persona, el mismo Jesús anuncia la destrucción del templo símbolo de la antigua alianza. Las palabras de Lc 13,34, que Mateo inserta en la predicación de Jesús en Jerusalén (Mt 23,37), suponen que Jesús ya ha ejercido su ministerio en la ciudad santa. Es una prueba más de la artificiosidad del plan de los sinópticos. Varias visitas a Jerusalén, como en el evangelio de Juan, parecen estar más cerca de la historia.

14,1-6 

    Curación de un hidrópico en sábado. 

    En el marco de una comida, y en día de sábado, Jesús realiza una nueva curación (Lc 6,6-11; 13,10-17). No era raro que Jesús aceptara una invitación de algún fariseo (Lc 7,36; 11,37). En este texto se trata incluso de un jefe de la sinagoga local. Los fariseos, sin embargo, acechaban a Jesús para cogerle en falta.

    Para Jesús el sábado era un día de liberación y de misericordia. Recordemos que en las tradiciones de Israel el sábado era el recuerdo de los grandes dones de Dios a la humanidad ya Israel: la creación (Ex 20,8-11) y la liberación de Egipto (Dt 5,12-15). Incluso tenía una dimensión escatológica, pues la gloria definitiva era considerada como un sábado sin fin (Heb 4,9s). Pero los fariseos, faltos de humanidad y de memoria histórica, pensaban que era más importante respetar el descanso del sábado que curar a un enfermo. Se olvidan también de que el amor al prójimo era uno de los mandamientos que resumía la ley y los profetas (Lc 10,27). Este episodio es, pues, una dura condenación de los dirigentes judíos, que no entienden que el Dios de la misericordia, presente en Jesús, está iniciando así el sábado de su gloria, la restauración de todas las cosas (Hch 3,21).

14,7-14 

    Escoger el último lugar. 

    El marco de la comida sirve perfectamente de pretexto para pronunciar estas dos parábolas en las que indirectamente hay un ataque contra los fariseos, a los que Jesús ya ha acusado de una actuación similar (Lc 11,43). Es verdad que ya en el Antiguo Testamento se aconsejaba no ocupar los primeros puestos (Prov 25,6s). Pero lo que allí era una exhortación moral, en la parábola de Jesús adquiere los rasgos de conducta propios de la llegada del reino: quien quiere entrar en él ha de hacerse pequeño, no tener pretensiones de ser justo. La verdadera grandeza es la que tenemos ante Dios. El asignará a cada uno los puestos en el banquete escatológico del reino. En la segunda parábola (Lc 14,12-14), Jesús evoca una tendencia de todos los tiempos y culturas a invitar a aquellos que pueden corresponder con otros banquetes o favores. Todo se transforma en un intercambio de favores. La propuesta de Jesús, por el contrario, es claramente subversiva. Hay que invitar a los ciegos y lisiados, los cuales tenían prohibida la entrada en el templo (2 Sm 5,8) por considerar que lo profanaban (Lv 21,18-23). En una sociedad teocrática, como la de Palestina en tiempos de Jesús, los enfermos y lisiados estaban excluidos, no sólo de la vida social, sino también de la vida religiosa. Por eso la regla de Qumrán los eliminaba de la vida comunitaria. Frente al orgullo y el interés personal, Jesús proclama que la humildad es uno de los valores del reino, al igual que la generosidad con los pobres, que debe tener como trasfondo el desinterés del que da a sabiendas de que muchas veces no será correspondido. Este banquete de Jesús se convierte así, para la comunidad de Lucas, en prototipo del comportamiento de los que han comprometido su vida por el reino.

14,15-24 

    Parábola de la gran cena.

    Una de las imágenes bíblica que sirven para hablar de la salvación final y de la llegada definitiva del reino es el banquete (Lc 22,16-18 .29; Ap 19,9). Jesús se vale del deseo expresado por uno de los convidados de participar en el banquete del reino para dar una imagen de éste muy distinta de la que tenía la mayoría del pueblo de Israel. A través del hombre que da una gran fiesta está expresada la presencia de Dios, que después de haber invitado a Israel, encarnado en los tres primeros invitados, ofrece esa gran fiesta a los más alejados (paganos) y a los que Israel tenía como marginados (pobres, lisiados, ciegos y cojos). Lc 14,24 nos ayuda a comprender la intención de esta parábola. Los invitados por Jesús al reino de Dios eran los fariseos y los maestros de la ley. Puesto que éstos han declinado la invitación, se excluyen automáticamente del reino. Los invitados al principio son rechazados al final, aunque se consideraban como pertenecientes al pueblo elegido de Dios. Jesús no solamente cambia sus expectativas, sino que además proclama que la voluntad de Dios será realizada a través de otros que no pertenecen a ese pueblo. De nuevo se expresa el programa que Jesús trazó en Nazaret, al comienzo de su misión (Lc 4,16-30). Todos hemos sido, pues, invitados al banquete del reino, pero el hombre busca justificaciones para eludir la llamada de Dios, quizá porque es una llamada exigente. Esta parábola encontrará su cumplimiento en el banquete eucarístico de la comunidad cristiana. A pesar de ciertas reticencias de los sectores judeocristianos de la Iglesia, se sentarán entonces en torno a la misma mesa judíos y paganos, esclavos y libres, mujeres y hombres (1 Cor 1,26-28; Ga 2,11-14; 3,28).

    La frase de Lc 14,23: convence a la gente para que entre, ha sido tradicionalmente traducida por: «obliga a la gente a entrar»; con ello se daba pie a pensar que se podía «obligar» a las personas o a los pueblos a entrar en la Iglesia sin hacer caso de la conciencia de cada uno. Creemos al respecto que el texto griego admite una traducción más matizada ya que probablemente estamos ante una forma literaria de expresar la necesidad de insistir a cuantos por educación rehusaban una invitación que les perecía demasiado importante para ellos.

14,25-33 

    Condiciones del discipulado.

    El anuncio que nos ha hecho la parábola anterior de que el reino está abierto a todos, plantea necesariamente el problema de las exigencias que deben cumplir los que marchan por ese camino. El seguimiento de Jesús pide muchas veces la renuncia y el despojamiento. Esta colección de dichos, la mayoría de los cuales se encuentran sólo en Lucas, están centrados en la dedicación total que es necesaria para ser discípulo de Jesús. Ni las relaciones familiares (Lc 14,26), ni las posesiones (Lc 14,33), pueden ser un obstáculo en el compromiso total del seguimiento. También la respuesta positiva a la llamada nos pide el estar preparados para las persecuciones y el sufrimiento (Lc 14,27). Por eso, se deben sopesar las dificultades y los costos del compromiso por el reino (Lc 14,28-32). Jesús emplea aquí una expresión que traducida literalmente puede parecer excesivamente fuerte: odiar (Lc 14,26). Sin embargo él no pretende suprimir el cuarto mandamiento (Lc 18,19-20). Según la manera oriental de hablar, odiar significa poner en segundo lugar algo, porque ha aparecido en la vida de la persona un valor (en este caso Jesús y su mensaje) que es primero (Mt 10,37). El cargar con su cruz no supone un peso adicional a las dificultades de la vida sino un estilo de vivir lo cotidiano a la luz de las exigencias del reino, siguiendo las huellas de Jesús. Por eso las dos parábolas citadas invitan a sopesar prudentemente nuestras posibilidades de responder a las demandas del evangelio, pero teniendo siempre como horizonte la renuncia total de la que nos habla  Lc 14,33 (véase también Lc 5,11 .28; 12,13-34; 16,1-13; 18,24-30). Mientras que la radicalidad del seguimiento no tenga consecuencias, incluso en lo que se refiere a los bienes materiales, siempre podemos pensar que nuestras confesiones de fe son palabras vacías.

14,34-35 

    El ejemplo de la sal. 

    Estas palabras de advertencia cierran el texto anterior y forman, junto con él, un pequeño prontuario del discípulo auténtico. Si Lc 14,25-33 insistía en la renuncia, ahora se pide la fidelidad al mensaje del evangelio y, sobre todo, el permanecer siempre en él con la misma fuerza y radicalidad que en el momento de la conversión. La mediocridad existencial no es compatible con las exigencias del reino. Del uso natural de la sal (dar sabor y conservar los alimentos), Lucas sólo tiene en cuenta su función de mantener los alimentos sin pudrirse, con lo que se transforma en un símbolo de la permanencia. Si se desvirtúa la sal, es decir, si el creyente pierde su fervor primitivo (Ap 2,4), sólo queda tirarla (¿una alusión al juicio?).

15,1-7 

    Parábola de la oveja perdida. 

    Este capítulo reúne tres parábolas sobre el tema de la búsqueda y encuentro de lo que estaba perdido. Jesús quiere justificar su comportamiento con los publicanos y pecadores (Lc 15,2). Frente a los justos, que se indignaban por la acogida que Jesús les dispensaba, éste les habla de la alegría de Dios al encontrar lo que estaba perdido, y les invita a que cambien de actitud (Lc 15,25-32) y entren en la dinámica de la bondad de Dios que se revela en Jesús. Las dos primeras parábolas hablan de la búsqueda del pecador por el Padre, la tercera de la acogida del pecador que vuelve al Padre. En el contexto de la iglesia lucana quizá sirvieran estos tres relatos para vencer la resistencia de ciertos cristianos que no veían bien la llegada de nuevos convertidos a la comunidad cristiana.

    La parábola de la oveja perdida tiene su trasfondo interpretativo en el texto de Ez 34,11-16. La parábola de Jesús, que justifica su actuación con los marginados de Israel, explica el cumplimiento del texto del profeta, que frente a la conducta egoísta de los malos pastores de Israel vislumbra en el futuro a Dios mismo como el pastor que cuidará de todas las ovejas, en especial de las descarriadas y perdidas. Jesús anuncia así la salvación de Dios ofrecida a los pecadores, no porque éstos se hayan hecho dignos de ella mediante sus buenas obras, sino porque Dios se solidariza con los excluidos y marginados. Mateo nos cuenta esta misma parábola pero ha actualizado el contexto, y en consecuencia su interpretación, ya que la incluye en el capítulo dieciocho, como una instrucción para los dirigentes de la comunidad cristiana sobre el cuidado que deben tener de aquellos que la han abandonado. Lucas, que está más cercano a la parábola de Jesús, insiste además en la alegría del encuentro de la oveja perdida (véase además Lc 15,9 .23-24), preparando la respuesta final de Jesús a las murmuraciones de los fariseos. En la conclusión (Lc 15,7), no se insiste en el reencuentro sino en la conversión, porque Dios no obliga al pecador contra su voluntad. Además, es probable que al hablar de los justos que no necesitan conversión, Lucas esté pensando en falsos justos que tendrían que reconocer la necesidad de la conversión. Lo que enlaza bien con las críticas de Jesús contra la «justicia» de los fariseos (Lc 5,32; 16,15; 18,9).

15,8-10 

    Parábola de la moneda perdida. 

    La parábola de la moneda perdida (literalmente «dracma» que era y es la unidad monetaria griega) es propia de Lucas y tiene la misma lección que la anterior. El amor misericordioso y constante de Dios busca lo perdido y se alegra cuando lo encuentra. Dios hace que el pecador convertido recupere su imagen deformada por el pecado (Col 3,10) y llegue a ser su hijo adoptivo (Gal 4,4). No creamos que Jesús no tiene en cuenta el pecado del hombre. El también pide, como los profetas, la conversión. Y en ello insiste la conclusión de la parábola anterior (Lc 15,7). Pero sabe que el amor y la misericordia de Dios esperan al pecador arrepentido. Esta es la gran noticia del evangelio.

15,11-32 

    Parábola del hijo pródigo. 

    La ley judía preveía que el hijo más joven recibiría un tercio de la fortuna de su padre (Dt 21,15-17). Y aunque la división de las propiedades del padre podía hacerse en vida, los hijos no accedían a la herencia hasta después de su muerte (Edo 33,20-24). Conociendo estos datos, la forma de actuar el padre de la parábola, que representa a Dios mismo, está ya insinuada desde el comienzo del relato. Esta parábola, en efecto, nos muestra la bondad del padre que olvida todo lo que hizo contra él el hijo. Una bondad que no es comprendida por el hijo mayor, que representa a los escribas y fariseos.

    Se trata de una parábola propia de Lucas que tiene una lejana analogía con la de Mt 21,28-32. Aparece también el tema de la alegría, como en las dos parábolas anteriores (Lc 15,24 .32), pero se fija sobre todo en la figura del padre y su bondad que perdona. No debemos tampoco de olvidar, aunque no sea el centro de la parábola, el proceso de conversión del hijo menor que le hace dirigirse hacia el padre, aunque se sienta indigno de él (Lc 15,19-21). Pero el padre se adelanta, y sin saber nada del cambio de actitud de su hijo, lleno de emoción, lo abraza y lo perdona. El amor de Dios siempre precede a nuestra conversión. La consecuencia de esta iniciativa del padre se simboliza en el anillo, que es signo de autoridad (Gn 41,42; Est 3,10; 8,2), y en las sandalias, que es el calzado del hombre libre.

    La segunda parte (Lc 15,25-32) está dirigida más concretamente al problema que ha suscitado el que Jesús pronuncie esta parábola (Lc 15,1-2). También los fariseos, como el hijo mayor de la parábola (Lc 15,29), pretendían haber cumplido todas las exigeneias de la ley (Lc 18,9). Se invita a los fariseos a que aprendan a acercarse a los pecadores y necesitados, como Jesús lo hacía, y de esta manera participen de la bondad y alegría del Padre por la conversión de aquellos que estaban lejos del cumplimiento de la alianza de Israel.

    Esta parábola, central en el mensaje cristiano sobre Dios, quiere ser una invitación a descubrir en el amor del padre de la parábola la bondad y el perdón de Dios; una invitación a dejarse arrastrar por su dinámica de amor y a participar de su alegría. Es algo que no puede ser comprendido desde la «justicia» estricta de los hombres, tal como la expresa el hermano mayor de la parábola que representa a los cumplidores estrictos de la «justicia» de Israel. Tampoco éstos han sabido comprender la presencia de la «justicia» de Dios, que es misericordia, en el estilo de vida de Jesús.

16,1-13 

    Parábola del administrador sagaz. 

    Jesús ya no se dirige a los fariseos, como hizo en las parábolas anteriores, sino directamente a sus discípulos y, a través de ellos, a los creyentes de todos los tiempos. La parábola del administrador injusto (Lc 16,1-8) nos puede parecer extraña porque alaba la sagacidad de un hombre deshonesto. Pero en otras parábolas tenemos también personajes que no brillan precisamente por su honestidad: recordemos al juez injusto (Lc 18,18). Está claro que esta parábola no incita a ser inicuo. Si en algo el administrador es un ejemplo es por su habilidad. No nos invita, por tanto, a malversar los bienes, sino a ser sagaces, o lo que es lo mismo, a hacernos amigos utilizando los bienes de este mundo para ponerlos al servicio de los más necesitados. Es un tema muy querido por Lucas, que responde probablemente a problemas y necesidades de su comunidad. La conclusión (Lc 16,8) tiene un cierto tono pesimista. Opone la decisión y la inteligencia con la que actúan los que pertenecen a este mundo, a la indecisión y poca sagacidad de los que pertenecen a la luz. La expresión «hijos de la luz» e «hijos de este mundo» se encuentra frecuentemente en los textos de Qumrán, que, además, recomiendan una total separación de unos y otros. Quizá se polemiza aquí contra este separatismo maniqueo y se invita a los discípulos a vivir en medio de este mundo, pero con criterios de generosidad y desprendimiento diametralmente opuestos a los habituales.

    La parábola va seguida de una serie de textos sobre el uso del dinero (Lc 16,9-13) en los que se describe a los hombres como administradores de los bienes temporales. Si sabemos utilizarlos, teniendo en cuenta las exigencias evangélicas, seremos dignos de recibir el verdadero bien cuando nos encontremos definitivamente con el Señor resucitado. El texto termina con una afirmación en la que el verbo servir debe ser interpretado en los dos casos de manera radicalmente diferente. Servir a Dios es una dependencia que nos hace libres para servir a los más necesitados, mientras que servir al dinero es una esclavitud que aplasta a la persona y pervierte nuestras relaciones con Dios y con los demás, como nos describe la parábola del rico y Lázaro (Lc 16,19-31). El dinero se puede transformar en un ídolo que por su carácter totalizante impida el servicio auténtico a Dios y al prójimo.

16,14-18 

    La ley y el reino. 

    Los fariseos reaccionan a las palabras de Jesús burlándose de él. En realidad su reacción proviene de la última frase de Jesús (Lc 16,13). Ellos eran amantes del dinero (Lc 20,47) y Jesús les recuerda que lo que los hombres valoran es despreciado por Dios. Es verdad que el Antiguo Testamento daba un sentido positivo a la riqueza como signo de la bendición de Dios (Prov 22,4) o como posibilidad de ejercer la IImosna con los más necesitados (Dt 15,11; Prov 3,27; Mt 6,2). Pero la perspectiva de Jesús es radicalmente diferente, como nos enseña el texto anterior. En realidad, y aquí las palabras de Jesús toman una perspectiva más amplia, los fariseos no han comprendido que toda una etapa de la historia de la salvación ha terminado con Juan y se ha iniciado una nueva era que, eso sí, asume todo lo positivo de la ley (Lc 16,29; 24,27). Así tendríamos que entender la afirmación de Lc 16,17, que nos sorprende después de que en el versículo anterior se proclama el fin de la ley. Sin embargo, hay aspectos de ella en los que la enseñanza de Jesús va más allá. En efecto, en esta nueva etapa de la historia salvífica, el mensaje de Jesús aparece como más exigente que la ley del Antiguo Testamento. Así lo muestra el diferente aprecio de la riqueza y la prohibición del divorcio que el libro del Deuteronomio, y las tradiciones judías, admitían en algunos casos (Dt 24,1).

16,19-31

    El rico y Lázaro, el pobre. 

    En este relato, que sólo nos cuenta Lucas, Jesús se dirige todavía a los fariseos como representantes de aquellos que aman el dinero (Lc 16,14); y además pensaban justificarse ante Dios y los hombres mediante el cumplimiento estricto de la ley (Lc 11,37ss). La parábola tiene dos partes. En la primera (Lc 16,19-26) se nos describe a los dos personajes principales según un cliché literario muy extendido en la literatura bíblica: el rico vive lujosamente y celebra grandes fiestas y banquetes, el pobre tiene hambre y está enfermo. Pero la muerte de los dos cambia totalmente su situación. En la descripción del más allá, el evangelio de Lucas utiliza las imágenes de su tiempo (seno de Abrahán, el abismo) que no pretenden darnos una información sobre la geografía del más allá sino manifestar la justicia de Dios sobre el conjunto de la vida humana. En la segunda parte (Lc 16,27-31) se insiste en que la Escritura, de la que los fariseos eran considerados expertos, es el camino más seguro para la conversión. Pero el hombre rico fue sordo a sus demandas. Su vida no estaba enraizada en la palabra de Dios. El versículo final (Lc 16,31) expresa perfectamente el centro del mensaje contenido en la parábola: incluso los milagros más espectaculares, como la resurrección de un muerto, son inútiles cuando no se ha acogido en el corazón la palabra de Dios.

    Esta historia es una ilustración de las bienaventuranzas y los ayes de Lc 6,20-32. El reproche que se hace al rico es el de no saber compartir lo que tiene con los más necesitados. Ha perdido, incluso, una oportunidad de conversión por no haber escuchado a Moisés y los profetas, donde habría encontrado muchas demandas de solidaridad para con los pobres (por ejemplo, Is 58,7, que pide compartir el pan y la casa con el necesitado). Su pecado consiste en haber hecho de las riquezas su dios (Lc 16,13).

17,1-10 

    Diversas recomendaciones. 

    Lucas reúne aquí varias palabras de Jesús, dirigidas a sus discípulos, que tienen una fuerte vinculación con la vida comunitaria. En primer lugar (Lc 17,1-2) se nos pide que no seamos ocasión de tropiezo por nuestros actos negativos, para los pequeños. Estos no son los niños, sino los pobres, los humildes, los que no tienen recursos materiales o espirituales para oponerse al que provoca el tropiezo. Precisamente éstos son los elegidos de Dios para los que ha preparado su reino (Lc 6,20-21). Y su voluntad es que no se pierda ninguno de ellos (Mt 18,14). Después (Lc 17,3-4) se nos anima a la corrección fraterna, para que el hermano que ha pecado tome conciencia de su falta y se arrepienta (Lv 19,17), y se nos solicita el perdón como actitud permanente, imitando el comportamiento de Dios (Lc 15,11-32). De esta manera ejercitamos el mandamiento del amor que perdona incluso a los enemigos, siguiendo la misericordia del Padre (Lc 6,36). Y este perdón no tendrá límite. Siete veces es una cifra simbólica para indicar un perdón ilimitado. La comunidad cristiana aparece así como una comunidad de pecadores que experimentan la proximidad y la acogida de Dios en el perdón fraterno. Por otra parte, debemos tomar conciencia de la fuerza de la fe (Lc 17,5-6), ya que sólo ésta nos permitirá aceptar con todas sus consecuencias la exigencia del perdón. Al pedir que se aumente la fe no se busca su acrecentamiento cuantitativo, sino un cambio radical para hacerla más genuina. Basta una mínima fe, pero auténtica (como el grano de mostaza, Lc 13,19), para realizar grandes cosas. La imagen de la morera arrancada y trasplantada en el mar expresa plásticamente la fuerza de la confianza plena en Dios. Por último, la parábola final (Lc 17,7-10) nos describe la actitud que el hombre debe tener ante Dios. Le servimos con humildad a sabiendas de que no somos indispensables. Todo lo que recibimos de él es gracia y toda nuestra vida debe ser una respuesta agradecida a sus dones y no una búsqueda de recompensa, que en cualquier caso sería siempre inmerecida. Con esta parábola, Jesús se opone a la mentalidad de los fariseos que pensaban que con el cumplimiento de la ley obligaban a Dios a premiarles por su comportamiento. Sin embargo, Jesús piensa que los dones de Dios al siervo fiel no son un derecho que se puede reivindicar, sino un don gratuito.

 

17,11-19,28

3. La llegada del reino

    En la tercera etapa del camino de Jesús hacia Jerusalén continúa la instrucción sobre algunos aspectos importantes de la vida cristiana: la llegada del reino de Dios y la venida del Hijo del hombre (Lc 17,20-37), la importancia de la oración perseverante y humilde (Lc 18,1-14), el seguimiento de Jesús y el abandono de las riquezas (Lc 18,15-19,28). Al final encontramos el tercer anuncio de la pasión (Lc 18,31-34), que Lucas, a diferencia de Mateo y Marcos, ha separado de los otros dos anuncios para vincular esta etapa del camino de Jesús con su ministerio en Jerusalén, y con el misterio pascual que es el punto culminante del camino y de la vida de Jesús.

17,11-19 

    El leproso agradecido. 

    El que recibe el don de Dios debe ser agradecido. Para ilustrar esta actitud del creyente, Lucas (sólo él tiene este relato) cuenta la curación de diez leprosos que piden la misericordia de Jesús. Es curioso ver cómo la enfermedad de estos hombres ha unido lo que la vida normal separaba. Jamás los judíos trataban a los samaritanos. La ley de Israel mandaba que los leprosos vivieran separados (Lv 13,46). Y el día en que estuvieran curados tenían que presentarse ante un sacerdote para que éste comprobara su curación y les permitiera reintegrarse a la vida normal (Lv 14), pudiendo a partir de entonces participar en las celebraciones del culto. Por eso, este milagro de Jesús no significa sólo una curación física, sino una restauración en la vida social de su pueblo. Sin embargo, y este es el centro de interés del relato, sólo un extranjero tuvo bastante fe para reconocer la bondad de Dios que actuaba en Jesús. Como el samaritano compasivo es un ejemplo de la caridad efectiva para el cristiano (Lc 10,30-37), así también éste lo es por su actitud de agradecimiento. El elogio al samaritano se convierte en un reproche para los hijos de Israel (Lc 4,27).

    Además de mostrarnos la gratitud del hombre ante los dones de Dios, el relato nos ilustra sobre la fe de la que habían hablado los discípulos (Lc 17,5). Es la respuesta confiada del hombre ante la gracia de Dios, que siempre nos precede. El camino de la salvación está, pues, abierto a todos, incluso a los excluídos de Israel. Sólo la fe en Jesús manifestada por el samaritano le aporta la salvación (Lc 17,19). Una relación similar entre fe y salvación encontramos en Lc 7,50; 8,48 .50.

17,20-37 

    El hijo del hombre y su venida. 

    Suele recibir este pasaje la denominación «pequeña apocalipsis», para distinguirlo del gran discurso escatológico (Lc 21,5-36). Aquí Lucas depende de la fuente que tiene en común con Mateo, mientras que en el capítulo 21 depende de Marcos. El tema es aquí el de la venida gloriosa del Hijo del hombre, mientras que Lc 21 se refiere, sobre todo, a la destrucción de Jerusalén. La parusía de Cristo llegará de improviso y, sin embargo, el fin de Jerusalén será precedido de diversos signos. La «pequeña apocalipsis» parece contemplar sobre todo el destino personal, mientras que el discurso escatológico se fija en los aspectos universales y cósmicos del juicio final. En primer lugar, los fariseos le preguntan sobre cuándo iba a llegar el reino de Dios. La respuesta de Jesús en Lc 17,21 no es fácil de traducir. Si se traduce: el reino de Dios ya está entre vosotros, se afirma que las palabras y los hechos de Jesús están ya haciendo presente el reino. Pero cabría también traducir: está dentro de vosotros, y entonces indicaría que cada vez que respondemos confiadamente con nuestra vida al mensaje de Jesús, el reino se hace también presente en nosotros por su Espíritu. Después de hablar de esta presencia actual del remo sólo nos queda hablar de su dimensión futura, de su plenitud en el día del Hijo del hombre. Se intenta así responder a la comunidad cristiana que estaba inquieta por el retraso de la vuelta de Jesús. Lo repentino de su venida, piensa Lucas, obliga al cristiano a vivir día a día su conversión al evangelio perdiendo su vida (Lc 17,33) en el servicio a los demás (Lc 9,24). No actuemos como los hombres del tiempo de Noé (Gn 7,1-6) o del tiempo de Lot, cuando la destrucción de Sodoma (Gn 18,16- 19.29), que se preocupaban únicamente de sus bienes y riquezas olvidando las necesidades ajenas (Lc 8,14).

    En los primeros tiempos de la Iglesia primitiva la espera de la venida del Señor hacía pensar que el fin del mundo estaba próximo. Es lo que podía deducirse de muchas palabras de Jesús semejantes a las que tenemos aquí. Así como el juicio cayó sobre los despreocupados del tiempo de Noé, del mismo modo caerá sobre los hombres y mujeres del tiempo de Jesús. Ocupados en sus asuntos mundanos no captan lo que Dios estaba realizando en este mundo. Sin embargo, Lucas escribe en una fecha (años 80 al 90 d. C.) en la que la espera entusiasta del Jesús resucitado ha decaído. La esperanza puede perder su objetivo y los creyentes tenían el riesgo de caer en la desesperanza y la rutina. Por eso Lucas, teniendo como horizonte su comunidad, recoge aquí estas palabras de Jesús, que él actualiza y adapta, para animar a los cristianos a vivir en la tensión de la espera, pero sin expectativas apocalípticas. Es verdad que habrá muchos charlatanes o falsos profetas que turbarán la vida de la comunidad con falsas revelaciones sobre la venida de Cristo (Lc 17,23), pero esto no nos debe apartar del camino del seguimiento. Los creyentes, nos dice Lucas, debemos continuar viviendo todas las exigencias de la conversión, aunque no parezca que la venida del Señor esté próxima. Debemos ser como el administrador fiel (Lc 12,41-44), o el servidor vigilante (Lc 12,19-21 .35-40), siempre dispuestos a dar cuenta de su vida y sus trabajos cuando vuelva el dueño. De ahí la advertencia que supone para todos nosotros el anuncio del día del Hijo del hombre (Lc 17,30), que será un día de juicio exigente.

    Después de haber preguntado los fariseos sobre el cuándo de este acontecimiento, los discípulos terminan preguntándole sobre el dónde (Lc 17,37). La oscura respuesta de Jesús presupone los textos del Antiguo Testamento que hablan de la presencia de las aves de presa en sus descripciones del juicio (Is 18,6; 34,15-16; Jr 7,33; 12,9; 15,3; Ez 39,17).

    El proverbio enigmático pronunciado por Jesús no satisface la curiosidad de sus discípulos pero insinúa que nadie escapará al juicio de Dios.

18,1-8 

    Parábola del juez y la viuda. 

    A pesar del retraso en la venida del Hijo del hombre, de la que nos hablaba el texto anterior, los cristianos deben continuar orando sin caer en la desesperanza. Para mostrar la necesidad de la oración, Lucas narra una parábola que no tiene paralelo en otro evangelio y es similar a la del amigo que viene pidiendo pan a medianoche (Lc 11,5-8). Hay que orar con confianza y perseverancia, nos dice la parábola, con la seguridad de que Dios escucha las súplicas del hombre (Flp 1,4; Rom 1,10; Col 1,3; 2 Tes 1,11). Es significativo que el texto enfrente a una viuda, que en la Biblia es una figura típica de los más necesitados (Ex 22,2 1-24; Is 1,17.23; Jr 7,6), a un enemigo que probablemente es un rico. Este podría sobornar al juez, pero la viuda no, debido a su pobreza. Pues bien, afirma la parábola, si un juez deshonesto termina por hacer caso a la viuda, con mucho más motivo lo hará Dios que se mueve impulsado por la misericordia y defiende siempre a los débiles (Dt 10,17-18; Edo 35,12-18). Quizá la comunidad de Lucas, que vive en un mundo hostil y cercana a las primeras persecuciones, se hacía la pregunta de por qué no intervenía Dios para salvar a su Iglesia. Parecía que no escuchaba sus súplicas. Es una cuestión que se plantearon los justos oprimidos del pasado (Sal 44,23-25; 89,47). Lucas encuentra en esta parábola de Jesús una buena respuesta a esa situación de incertidumbre y de aparente silencio de Dios.

    Lc 18,8 anima a los creyentes a permanecer fieles al Señor, incluso cuando la fe vaya perdiendo importancia en el mundo, como pensaban los primeros cristianos que ocurriría al final de los tiempos (Mt 24,10-12; 2 Tes 2,3). Quizá el retraso de la venida del Señor y la hostilidad del mundo que rodeaba a la comunidad lucana habían apagado el entusiasmo de la fe. La pregunta se transforma así en una exhortación a perseverar en la fe. No es, por tanto, el conjunto de este texto una invitación a la pasividad. La oración del creyente es como la respiración que permite seguir viviendo los continuos compromisos evangélicos que van construyendo un mundo más fraterno. La oración no nos retira del mundo sino que nos dirige hacia él para transformarlo según los criterios y valores del reino proclamado por Jesús.

18,9-14 

    El fariseo y el publicano. 

    En esta parábola, que sólo se encuentra en Lucas, se contraponen dos actitudes: la del fariseo, que piensa ganar la salvación con su propio esfuerzo, y la del publicano, que reconoce su condición de pecador y pide a Dios la conversión. Este último, que se apoya en Dios y no en sus obras, es el modelo que Lucas propone a sus lectores. Justificando al pecador sin condiciones, Dios adopta un comportamiento diametralmente opuesto al que le atribuía el fariseo. Dios acoge con su gracia al pecador. Esta parábola, como muchas otras del evangelio de Lucas, proclama la misericordia como ley fundamental de la acción de Dios.

    En el comentario que hace Jesús de la parábola nos dice que el publicano se reconcilió con Dios (el original griego dice literalmente que bajó a su casa justificado, lo que nos lleva al pensamiento paulino de la justificación salvación por la gracia y no por las obras). El fariseo, que hace más de lo que exigía la ley, buscó sólo su autojustificación a través de las obras. En realidad, él no espera nada de Dios ni tiene nada que pedirle, sólo hace ostentación de su crédito ante Dios y de su desprecio por los demás (Lc 18,11-12). Hay, por tanto, en Lucas una llamada a la humildad dirigida a aquellos que están seguros de ser justos por sus obras y que hacen además alarde de su «justicia» frente a los que parecen estar fuera de la ley (Lc 15,7; 16,15). El final del Lc 18,14 tiene otros paralelos en los evangelios (Lc 14,11; Mt 18,4; 23,12) y se refiere al cambio de situación que se producirá al final de los tiempos, si el que busca la "justicia" por sus obras no cambia de actitud y se convierte al evangelio de la gracia.

18,15-17 

    Jesús y los niños. 

    A partir de este momento, Lucas vuelve a seguir la trama narrativa de Marcos, que había abandonado en Lc 9,51. Esta gran inserción lucana (Lc 9,51-18,14) ha servido al evangelista para recoger muchas enseñanzas de Jesús en el contexto del viaje a Jerusalén. Sin embargo, este viaje no acaba aquí sino que continúa hasta Lc 19,28.

    Como el publicano del texto anterior, el niño no puede presentar ante los adultos grandes acciones. Los niños en la época de Jesús no tenían ningún derecho, estaban completamente a merced de los mayores. Eran, por tanto, seres marginales como las viudas y los pecadores. Jesús los acoge con amor no por un sentimiento romántico, ni por su inocencia, sino porque ve en ellos, por su total dependencia, la actitud más idónea para acoger el reino de Dios. Como muchas otras veces, Lucas nos muestra que Dios está siempre al lado de los indefensos, de los que no cuentan ante los ojos de los hombres. El niño, con toda sencillez, pide y recibe. Así tenemos que acoger el don de Dios en nuestra vida cotidiana. El reino no es, por tanto, el salario merecido por los fariseos cumplidores de todos los preceptos de la ley, sino la gracia que llega al que acoge humildemente, como un niño, el evangelio de Jesús y su Espíritu.

18,18-30 

    Un hombre importante quiere seguir a Jesús. 

    De nuevo se plantea la cuestión de la entrada en el reino, de la que anteriormente ya había hablado un maestro de la ley (Lc 10,25). Aquí hace la pregunta un hombre importante, quizá un miembro del sanedrín o un jefe de una sinagoga (no se trata de un joven como en Mt 19,20 .22). La respuesta de Jesús va a tratar nuevamente del tema de las riquezas y de la renuncia a ellas.

    No basta con cumplir los mandamientos, citados en el Lc 18,20 (Ex 20,12-16; Dt 5,16-20), hay que repartir el dinero entre los pobres para seguir a Jesús. Para recibir la vida eterna, de la que ya participamos en esta vida al aceptar el evangelio, se exige, por tanto, algo más que el cumplimiento de la ley. No se trata de una renuncia a las riquezas por un ideal ascético o por un desprecio estoico de los bienes terrenos, sino de impedir la sugestión idolátrica que ejercita el dinero sobre el corazón del hombre. Para seguir a Jesús, Lucas acentúa más la radicalidad del abandono de las riquezas que los otros evangelios (Lc 5,11; 9,57-62; 12,33; 14,33; 16,1-31). Pero el hombre importante, que era rico, se aleja triste de Jesús porque ha puesto su corazón en las riquezas (Lc 12,34).

    Es verdad que todos, pobres y ricos, reciben la salvación de Dios, y no por sus obras (Lc 18,27), pero el rico pone un obstáculo adicional para aceptar esa salvación, porque hace de su riqueza un absoluto que le impide aceptar a Dios (Lc 16,13). En cambio, la renuncia a sus bienes le dejaría libre para seguir a Jesús.

    En los últimos versículos (Lc 18,28-30) aparece el problema de aquellos que han aceptado seguir a Jesús venciendo, en consecuencia, a la riqueza o a determinadas relaciones humanas. Este gesto de renuncia, totalmente libre, debe estar motivado sólo por el reino. De esta manera serán recompensados por Dios en este mundo y en la vida eterna futura. Lucas no pierde así de vista el tema de la pregunta del hombre importante que ha desencadenado este relato (Lc 18,18). Pero no explica cuál será la recompensa en este mundo, cosa que sí hace Marcos en el texto paralelo (Mc 10,30). Para éste se trata de la comunidad cristiana en cuanto nueva familia que sirve de hogar al discípulo de Jesús.

18,31-34 

    Tercer anuncio de la pasión.

    La decisión por el reino exige una comprensión de la suerte de Jesús. Siguiendo a Mc 10,32-34, Lucas presenta aquí su tercer anuncio solemne de la pasión (en Lucas encontramos, además, otras tres alusiones al mismo tema: Lc 12,50; 13,33 y 17,25). Es el más extenso de este evangelio. Lucas añade, con respecto a los paralelos, que se trata del cumplimiento de un designio de Dios anunciado en los profetas. Pero como es frecuente en Lucas no especifica de qué profetas se trata (Lc 24,25 .27 .44; Hch 3,8; 13,27; 26,22-23). También elimina del texto de Mareos las referencias al veredicto del sumo sacerdote y los maestros de la ley por no estar en armonía con su propio relato de la pasión. Pero los discípulos no entienden estas palabras que hablan de los sufrimientos de Jesús. En cierta medida, en esta escena se anticipa el abandono de los discípulos en los acontecimientos de la pasión. Su incomprensión sólo será vencida por el Señor resucitado y la acción del Espíritu. Así entrarán los discípulos en la plena comprensión y aceptación del plan de Dios (Lc 24,26-27 .32 .45-46). La presencia de Jerusalén, que ha estado explícita o latente a lo largo del viaje desde Galilea (véase introducción a Lc 9,51-19,48), nos revela ahora su significado último. Allí es donde se va a cumplir lo anunciado por Jesús sobre su pasión y su muerte. Su destino tiene su punto culminante en esa ciudad.

18,35-43 

    El ciego de Jericó. 

    El tema principal de este relato de curación es la revelación de Jesús como el Mesías de Israel, el que abriría los ojos a los ciegos (Is 35,5). Por eso el ciego se dirige a Jesús con el título mesiánico de Hijo de David, que volveremos a escuchar con otra expresión (el rey) en la entrada triunfal en Jerusalén (Lc 19,38). El reino de Dios y su misericordia, anunciados ya en Nazaret en relación con la curación de los ciegos (Lc 4,18), siguen actuando en la vida de Jesús, sobre todo cuando se encuentran con la fe de un hombre pobre y necesitado. Su fe no fue la condición para su curación, sino el comienzo de su salvación (Lc 18,42). Contrasta su actitud con la ceguera de los discípulos (Lc 18,34). El ciego cree en la compasión de Jesús y una vez curado lo sigue como cualquier discípulo. El encuentro con el Señor ha transformado su vida, no sólo su visión física. Esta profunda relación entre curación física y curación espiritual aparece igualmente en Hch 9,17-18, donde el abrir los ojos de un ciego lleva a abrir el corazón a la fe (véase también Hch 26,18 y Ef 1,18 que describen el sentido espiritual de la luz y la visión). Cuando decimos que Jesús es la luz del mundo afirmamos esta posibilidad de conversión en aquellos que lo aceptan como el horizonte absoluto de su vida (Jn 9,1-41). Ante este acontecimiento el pueblo reconoce la presencia de los dones del reino y alaba a Dios en acción de gracias.

19,1-10 

    Jesús y Zaqueo. 

    Es un relato que se encuentra sólo en Lucas. Con la curación del ciego de Jericó (Lc 18,35-43) nos da un doble testimonio de Jesús como el que aporta la salvación al mundo (Lc 18,42; 19,9). Zaqueo es descrito como un hombre que se ha hecho rico con negocios más que dudosos. Jericó, su ciudad, estaba situada en una importante ruta comercial y debía ser un centro importante para la tarea de un jefe de recaudadores de impuestos.

    De nuevo nos encontramos con el tema, tan querido por Lucas, de la conversión y sus exigencias. Zaqueo se acerca a Jesús por curiosidad y termina acogiéndolo en su casa, y repartiendo entre los pobres una gran parte de sus bienes. Este reparto generoso va mucho más lejos de lo que la ley judía exigía (Ex 22,3 .6; Lv 5,21-24; Nm 5,6-7) y, en realidad, corresponde a lo que pedía la ley romana en los casos de robo. No faltan las murmuraciones porque Jesús ha entrado en casa de un pecador (Lc 19,6. Ver Lc 5,30; 7,23; 15,2). Pero esta libertad de comportamiento es la que permite que se pueda hablar de un hoy de la salvación, un tema especialmente lucano (Lc 19,9. Ver Lc 2,11; 4,21; 5,26; 13,32; 23,43). Zaqueo se manifiesta como un auténtico hijo de Abrahán, a pesar de su profesión, que lo excluía de toda relación con los puros y justos. Su generosidad es el signo de su pertenencia al resto de Israel que sabe descubrir en Jesús al auténtico enviado de Dios. Lucas resume bien (Lc 19,10) la experiencia de su comunidad confrontada con el acontecimiento que nos narra este relato: el Hijo del hombre salva lo perdido, lo despreciado, lo que no cuenta ante los ojos humanos.

    Podemos relacionar este relato con otros dos del mismo evangelio. En primer lugar con la parábola del fariseo y del publicano (Lc 18,9-14). Allí se nos hablaba de un publicano como prototipo del auténtico orante. Aquí otro publicano, Zaqueo, muestra de qué manera la conversión influye en nuestra relación con los bienes materiales. En segundo lugar el texto de Zaqueo nos recuerda también al de la pecadora arrepentida y perdonada de Lc 7,36-59. Aquí como allí la salvación que llega en la persona de Jesús opera un cambio radical de vida.

19,11-28 

    El capital y los intereses. 

    En esta parábola Lucas ha combinado dos narraciones diferentes. En primer lugar, una parábola sobre la conducta de los siervos fieles y activos (Lc 19,13 .15b-26) y, en segundo lugar, una parábola sobre el rechazo del rey (Lc 19,12 .14-15a .27). El relato de los siervos lo encontramos en Mt 25, 14-20. La historia del rey rechazado se inspira en un hecho contemporáneo de Jesús. Arquelao, hijo de Herodes el Grande, fue a Roma después de la muerte de su padre para solicitar su sucesión. Sin embargo, una delegación judía enviada desde Jerusalén impidió que fuera nombrado rey, y en el año 6 d. C. fue destituido. La fusión de los dos relatos en la parábola lucana nos proporciona una corrección a la expectación del fin inminente y del establecimiento del reino en Jerusalén (Lc 19,11). Jesús no va camino de Jerusalén para recibir el poder real. Sólo a su vuelta de un país lejano (una referencia a la parusía) tendrá lugar el juicio. La parábola reduce, pues, el entusiasmo por una venida inminente del Señor.

    Frente a los que confiaban en un mesianismo triunfal e inmediato, Jesús habla del juicio a que serán sometidos todos los discípulos en su venida final. Es una llamada a trabajar incansablemente por el reino en esta etapa intermedia, que cada vez aparece con más claridad como el tiempo de la Iglesia en el que debemos hacer fructificar los dones que el Señor nos ha dado a cada uno. El interés de Lucas no está, pues, en el retraso de la venida del Señor, sino en la presencia actual del reino y, sobre todo, en lo que debemos hacer en este período de espera (negociar, Lc 19,15; ser fiel, Lc 19,17). Pero debemos tener muy presente, para no caer en una falsa interpretación moralista de esta parábola, la gratuidad de los dones de Dios. Así, la actividad del creyente será siempre respuesta agradecida a su generosidad, sin que en ningún momento pretenda acumular méritos. La conclusión (Lc 19,26-27) insiste en dos puntos: a) la llamada de Dios nos invita a vivir el riesgo de la fe. El que no produce frutos de conversión no es digno del reino, por eso se le quitará hasta lo que tiene; b) los enemigos del rey serán castigados; ellos representan a los líderes de Jerusalén cuyo rechazo de Jesús firma la sentencia de muerte de su ciudad.

 

19,29-21,38

MANIFESTACIÓN DE JESÚS EN JERUSALÉN

    Frente a la visión tradicional, que reduce a una semana el ministerio de Jesús en Jerusalén, el relato de Lucas parece implicar que dura un período de tiempo más largo (Lc 19,47; 22,53). Lucas utiliza aquí, en parte, el material procedente de Mc 11,1-13,37. Sin embargo sus perspectivas teológicas no son las mismas. El largo camino de Jesús hacia la ciudad santa, una creación literaria de Lucas, ha alcanzado su meta. Jesús aparece tomando posesión de Jerusalén, especialmente del templo, y purificándolo para que se transforme en lugar adecuado para su predicación. También en esta parte del ministerio en Jerusalén, enmarcada entre dos sumarios casi paralelos (Lc 19,47-48; 21,37-38), Lucas reproduce el esquema de la segunda parte de su evangelio (el ministerio en Galilea). Se trata también aquí de manifestar la personalidad de Jesús y el origen de su autoridad. Pero ahora, la clave se encuentra sólo en la palabra de Jesús. Son unos capítulos de revelación en los que paulatinamente vamos tomando conciencia de que Jerusalén y su templo ya no son el lugar de encuentro con Dios. Este encuentro tiene lugar ahora a través de Jesús.

 

19,29-46

1. Entrada en el templo

19,29-44 

    Entrada en Jerusalén. 

    En este relato Jesús aparece como el Mesías pacífico y humilde de Zac 9,9-10, frente al Mesías triunfal que era esperado por la mayoría del pueblo (Lc 19,11). La orden de Jesús a sus discípulos para que traigan el borrico representa, en efecto, el cumplimiento de la profecía de Zacarías concerniente a la entrada del rey Mesías en Jerusalén. No vendrá como un guerrero conquistador sino como un rey de paz. Algunos rasgos de la narración, como el clima de alegría o el extender el manto al paso de Jesús, revelan sin embargo su realeza, manifestada de un modo sorprendente (1 Re 1,38-40; 2 Re 9,13). Es un anuncio simbólico de lo que se producirá en su resurrección, en la que Dios le hará Señor y Mesías (Hch 2,36). Los discípulos entonan un canto, inspirado en su primera parte en el Salmo 118,26, que se utilizaba en las grandes fiestas judías. Citado ya en Marcos, Lucas introduce algunos cambios (por ejemplo, sustituir el término reino por el de rey) que hace más clara la alusión a Jesús. Pero, además, Lucas añade una segunda parte, que se parece mucho al cántico de los ángeles de la infancia de Jesús (Lc 2,14). Ahora son sus discípulos los que lo entonan en este momento de manifestación de su gloria. Es un canto en el que Jesús es saludado como el Mesías real, el enviado por Dios, que aporta la paz escatológica.

    La reacción negativa de algunos fariseos (Lc 19,39-40) expresa el rechazo de muchos judíos al reconocimiento del mesianismo de Jesús. Es un tema del que acaba de hablar la parábola de Lc 19,11-28. Jesús replica, sin embargo, que si los discípulos callaran hablarían las piedras. Puede indicar con ello, siguiendo a una frase proverbial de Hab 2,11, que nadie puede impedir que Jerusalén aclame a Jesús. Si es que no hay en ello un anuncio de la ruina de la ciudad (Lc 19,44).

    En medio de este momento triunfal de Jesús brotan, sin embargo, de su boca palabras de juicio contra Jerusalén, que no ha sabido reconocer la salvación de Dios. La lamentación sobre Jerusalén y la destrucción que vendrá sobre ella nos indican la fragilidad de este momento de gloria. Jesús se manifiesta aquí como el rey que sentencia a la ciudad que le va a rechazar. Este es el primero de los tres anuncios de Jesús sobre la destrucción de Jerusalén (Lc 19,43-44; 21,20-24; 23,28-31). El error de Jerusalén consiste en no haber sabido reconocer el momento de la salvación que llegaba con Jesús. El texto griego nos habla literalmente de la "visita" de Dios a Jerusalén (Lc 19,44). Es un tema que ha aparecido en varios momentos del evangelio de Lucas. Zacarías, el padre del Bautista, había reconocido esta visita en el nacimiento de su hijo (Lc 1,68 .78). La multitud que rodeaba a Jesús en la resurrección del hijo de la viuda de Naín la ha proclamado presente y activa en el ministerio de Jesús (Lc 7,16). Ahora se lleva a cabo la última visita de Dios a su pueblo. Estas palabras nos ponen, pues, en guardia para que sepamos hacer una lectura profunda de los acontecimientos que estamos viviendo y poder así descubrir en ellos el paso del Señor por la historia de nuestro tiempo.

19,45-46 

    Traficantes en el templo. 

    La estructura de la narración de Lucas, que se diferencia de la de Marcos de donde probablemente ha tomado este relato, hace que la purificación del templo se convierta en el fin de la entrada en Jerusalén, y de su mismo viaje iniciado en el capítulo 9. Jesús prepara el templo como lugar de su enseñanza, que era seguida atentamente por el pueblo pero rechazada por sus dirigentes. Lucas ha dejado en un segundo plano el tema de la purificación del templo y no menciona ni las mesas tiradas (Marcos) ni el látigo (Juan). Sorprende también la omisión aquí de un rasgo universalista, que en principio interesaría a la teología lucana. Marcos dice en su evangelio que el templo sería casa de oración para todos los pueblos (Mc 11,17). Pero para Lucas, que suprime esta última frase, el templo no podía tener esta significación universal ya que no había quedado de él piedra sobre piedra después de su destrucción. Lo que importa aquí es la enseñanza que Jesús va a iniciar en el templo. Allí Jesús recuerda un texto de Is 56,7, que describe perfectamente la función del templo como lugar de oración y no de injusticia o garantía de impunidad de los que olvidan las exigencias éticas de la alianza. Pero además Jesús, rodeado del pueblo, se presenta como el nuevo espacio de encuentro del hombre con Dios. Si bien la Iglesia va a iniciar su misión en el templo (Lc 24,53), después partirá por los caminos del mundo (Hch 1,8) con la convicción de que ya no hay lugares privilegiados de encuentro con el Dios de la historia.

19,47-21,4

2. Controversias con los jefes de Israel

    En estas controversias, que tienen como punto de partida la enseñanza de Jesús, está sobre todo en juego su significado último. Esto es lo que nos plantea una discusión (Lc 20,1-8), lo expresa una parábola (Lc 20,9-19) y lo fundamenta la Escritura (Lc 20,41-44). La sección termina con una denuncia de Jesús contra los maestros de la ley como orgullosos y acaparadores de fortunas ajenas (Lc 20,45-47), en contraste con la actitud generosa de la viuda (Lc 21,1-4). A través de estos textos se nos habla de la última oportunidad que Dios da a su pueblo (Lc 19,41-44). Al no haberla aceptado vislumbramos en el horizonte la presencia de un nuevo pueblo que trabajará en el campo del Señor (Lc 20,16).

19,47-48 

    Jesús enseña en el templo. 

    Jesús pretende que el templo se transforme en el lugar de su predicación, pero los jefes de Israel tratan de acabar con él. A pesar de todo, el pueblo escucha atentamente su mensaje. Aunque su actitud cambiará a partir de Lc 23, ellos son por ahora el único obstáculo entre Jesús y los dirigentes del pueblo. Lucas habla del pueblo empleando el término griego Laos que servirá en Hechos para designar al pueblo de Dios (Hch 4,10; 13,17). Antes había hablado de él como «la gente» (Lc 12,1 .13 .54; 13,14 .17; etc.). Parecería aludir con este cambio al pueblo mesiánico reunido en torno a Jesús y a la escucha de su palabra.

    Este breve texto inaugura la predicación de Jesús en Jerusalén (véase Lc 4,14-15, que cumple la misma función al comienzo del ministerio en Galilea).