1,1-4 

    Prólogo. 

    Imitando el estilo de los historiadores de su tiempo, Lucas nos indica (es el único evangelio que lo hace), el cuidado con el que ha procurado reunir las tradiciones anteriores. El no es un testigo ocular y con su obra no sólo quiere hacer historia, sino confirmar la enseñanza que los miembros de su comunidad han recibido.

    El prólogo de Lucas nos informa, además, del proceso por el cual se llega a escribir un evangelio. En el origen de todo está el acontecimiento de Jesús y los testigos oculares que después de su resurrección han sido los predicadores de los hechos y dichos de Jesús. Poco a poco han ido surgiendo diversos relatos a los que Lucas ha tenido acceso. En su caso, muy probablemente, el evangelio de Marcos y una colección de dichos de Jesús que comparte con el evangelio de Mateo. Estos relatos, junto con otras tradiciones propias, Lc han permitido componer su evangelio.

    ¿Quién es el ilustre Teófilo al que dedica Lucas su obra? Puesto que este nombre significa «amigo de Dios» algunos han pensado que es un nombre simbólico y que la dedicatoria va dirigida al auténtico cristiano. Pero otros creen que Teófilo es el nombre de un personaje importante. El título que se Lc da, ilustre, se usa en el libro de los Hechos (Hch 23,26; 24,3; 26,25) para describir los altos cargos gubernamentales. Según esto, debemos concluir que se trataría de una persona de alto rango social, quizá el protector de Lucas.

    No nos dice el autor por qué se decide a escribir este relato, siendo así que otros han escrito sobre los mismos acontecimientos. No parece que haga una crítica de las obras anteriores. Pero la minuciosidad de su investigación, el querer recordar los hechos ordenadamente y el deseo manifestado de hacer comprender la autenticidad de la enseñanza recibida en su comunidad, parecen manifestar que los anteriores relatos podían dar una impresión confusa o incompleta. En cualquier caso, Lucas intenta presentar una religión de origen judío en un mundo de cultura griega, y en una época en que las comunidades cristianas se han extendido hasta los confines de la tierra (Hch 1,8). Quizá pueden olvidar sus orígenes palestinos. Con este evangelio, Lucas quiere recordar a los creyentes de su comunidad sus raíces y su origen en la vida de Jesús de Nazaret.

 

1,5-4,13

1 PRESENTACIÓN DE JESÚS

    El elemento más llamativo de esta primera parte del evangelio es el paralelismo que se establece sistemáticamente entre Jesús y Juan: anunciación (Lc 1,5-56), nacimiento (Lc 1,57-2,52) y primera actividad de ambos (Lc 3,1-4,13). El evangelista quiere mostrar la superioridad de Jesús sobre Juan, o lo que es lo mismo, la transición del Antiguo al Nuevo Testamento. Jesús aparece como el cumplimiento de las promesas de salvación que Dios había hecho al pueblo de Israel, y con él se inaugura un tiempo nuevo.

    Esta sección del evangelio de Lucas reúne tradiciones muy diversas. Una gran parte corresponde al evangelio de la infancia (Lc 1,5-2,52). También el evangelio de Mateo (1-2) tiene varios relatos sobre este período de la vida de Jesús, aunque son muy diferentes de los de Lucas. Marcos y Juan no dicen nada sobre los primeros años de Jesús. Estos dos capítulos de Lucas sirven de transición entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Después del esmerado griego de su prólogo, Lucas cambia su estilo para presentarnos este relato de la infancia de Jesús. Un relato que refleja quizá la presencia de fuentes arameas procedentes de la primitiva Iglesia judeocristiana, pero más probablemente ilustra la habilidad de Lucas para adaptar su forma a la narración. Quiere dar a estos dos capítulos el estilo solemne y hierático de la traducción griega del Antiguo Testamento, llamada de los Setenta. En medio de las grandes instituciones judías (templo, circuncisión, peregrinaciones) o de sus esperanzas (el Mesías), Jesús se revela no sólo superior a Juan el Bautista, su precursor, sino como el cumplimiento de las promesas de salvación que Dios había hecho al pueblo de Israel. Para ello, la pascua de Jesús ilumina sus orígenes y manifiesta la fe de la Iglesia en el Señor resucitado. Por eso, el interés primordial de estos capítulos es fundamentalmente cristológico, más que histórico. Aparecen también en ellos grandes temas teológicos lucanos que veremos en el resto del evangelio: la centralidad de Jerusalén y el templo, la universalidad de la salvación, la alegría y la paz, la preocupación por los pobres, el interés por la mujer, y el Espíritu como impulso profético de los principales personajes.

    En esta sección se narra también el comienzo del ministerio del precursor y el de Jesús de Nazaret, del que se nos cuenta su inserción en la historia de los hombres (genealogía) y sus relaciones con Dios (bautismo).

 

1,5-56

1. Anuncio del nacimiento de Juan y Jesús

    Estos relatos del anuncio de los nacimientos de Juan y Jesús sirven para iluminar la relación existente entre los dos. Una relación que la reflexión eclesial ha ido profundizando y ampliando desde las tradiciones más antiguas. La comunidad lucana conoce además la continuidad de los discípulos de Juan hasta su propia época (Hch 18,24-19,7) y quiere dejar claro el papel relevante de Juan y, a la vez, su subordinación a Jesús en la historia de la salvación. Así aparece no sólo en los anuncios de los nacimientos, sino también en el encuentro de las dos madres; en dicho encuentro Isabel proclama a María como la madre de su Señor, indicando la inferioridad de su hijo con respecto a Jesús.

1,5-25 

    Anuncio del nacimiento de Juan.

    Al escribir estos anuncios del nacimiento de Juan y de Jesús, Lucas se ha inspirado en los relatos del Antiguo Testamento, lo que Lc permite subrayar la continuidad del propósito de Dios a lo largo de la historia. En este primer anuncio, Zacarías aparece como un hombre justo y con rasgos similares a los de la historia de Abrahán y Sara (Gn 17). Va a recibir en medio del templo, que representa el corazón del judaísmo, el anuncio del nacimiento de su hijo. Se nos describe la misión de Juan que viene a preparar el camino del Señor Jesús. Dos son los rasgos que el texto destaca en Juan. El primero es el de haber recibido la plenitud del Espíritu. Aquí, como en casi todos los textos del evangelio de la infancia, el Espíritu Santo es el espíritu de profecía. El significado de este hecho es que Juan está llamado a ser el último profeta del Antiguo Testamento desde su mismo nacimiento, como Jeremías (Jr 1,5) o el siervo de Yahvé (Is 49,1.5). El segundo rasgo que se nos dice de Juan es el de encarnar al profeta Elías (Lc 1,17), que la tradición de Israel esperaba al final de los tiempos como precursor del Mesías (Mal 3). La conjunción de estos dos elementos nos indica que estamos entrando en el tiempo de la salvación definitiva de la humanidad (Is 9,1-7). La buena noticia (=evangelio, en griego) se acerca a los hombres por medio de Juan que preparará al pueblo de Israel para la venida de su Señor. El pueblo bien dispuesto es, en efecto, una referencia al pueblo que debe acoger al Mesías. Lucas resalta así el sentido mesiánico de la misión de Juan. Termina el relato (Lc 1,24-25) con el cumplimiento de la promesa del ángel Gabriel, lo que provoca la alegría de Isabel. No había un oprobio mayor para una mujer israelita que la esterilidad. Y se añade que se ocultó durante cinco meses. No era una costumbre en aquel tiempo de las mujeres que estaban en estado. Tendríamos que pensar que tiene otro significado. Así como el silencio de Zacarías espera la palabra de Dios, este período en que Isabel está retirada, espera también una revelación divina, como veremos en Lc 1,39-45.

    Para narrar estos acontecimientos, Lucas se ha valido de las narraciones del Antiguo Testamento que nos cuentan las apariciones de un ser celeste. Este anuncia el nacimiento de un niño, que tendrá un papel importante en la historia de la salvación (Gn 17,19; Jue 13,3-5; Is 7,14). Temas como el temor ante esta aparición (Jue 6,22; 13,20-22; Dn 8,17-18) o el de la esterilidad de la mujer (Gn 11,30; 25,21; 29,31; 30,23; 1 Sm 1,10), encuentran sus raíces en la literatura popular del Antiguo Testamento.

1,26-38 

    Anuncio del nacimiento de Jesús. 

    En este anuncio, paralelo al anterior, abandonamos el marco solemne del templo y nos trasladamos a un pequeño lugar de Galilea. La salvación de Dios llega desde un lugar humilde, fuera de las grandes instituciones religiosas de Israel. Jesús es descrito, sin embargo, con los rasgos del Mesías del Antiguo Testamento (Is 7,14; 9,6; 2 Sm 7,14-16) y como Hijo de Dios, o su equivalente Hijo del Altísimo, un título con el que Lucas quiere describir la relación misteriosa que Lc une al Padre. Relación que, según Lucas, existe desde su nacimiento por obra del Espíritu. Lucas estructura su evangelio de la infancia en torno a la figura de María, mientras que Mateo lo centra en José. María es presentada por Lucas como prometida de José. Pero esta promesa, o esponsales, era considerada por la ley de Israel como un contrato solemne. Sin embargo la pareja no vivía bajo el mismo techo hasta que se realizaba la boda, según la costumbre, un año después de los esponsales, lo cual explica la pregunta de María en Lc 1,34. A pesar de la importancia de María en el evangelio de la infancia de Lucas, es José el que entronca a Jesús con la familia de David (Lc 1,27), cumpliéndose así el propósito general de la esperanza mesiánica: un descendiente de David sería el Mesías de Israel. Y aunque María no pide ningún signo, como hizo Zacarías (Lc 1,18), se le da una garantía de la autenticidad del mensaje: su parienta Isabel, que era estéril, va a dar a luz un hijo. Las palabras del ángel concluyen con el mismo mensaje que recibieron Abrahán y Sara cuando dudaron de la noticia del nacimiento de su hijo (Lc 1,37; ver Gn 18,14).

    Todo es obra del Espíritu a quien Lucas mismo describe, mediante la ley del paralelismo, como el poder o la fuerza de Dios (Lc 1,35). Nos encontramos aquí con un tema que se remonta al Antiguo Testamento. El Espíritu de Dios ya estaba presente con su fuerza en Gn 1,2 para realizar la gran obra de la creación. Aquí, ese mismo poder, se hace de nuevo presente en el momento en que se inicia la nueva creación en la que María, con su obediencia a la palabra de Dios, se nos presenta como prototipo ideal del creyente.

1,39-56 

    Encuentro de María con Isabel.

    Puesto que María ha aceptado la palabra de Dios con fe profunda, como reconoce Isabel (Lc 1,45), demuestra su fe a través de la caridad y va a visitar a su parienta. María aparece como la creyente cuya fe contrasta con la desconfianza de Zacarías (Lc 1,20). Este encuentro de las dos madres es en realidad el encuentro de los dos hijos. Juan inaugura su misión anunciando por boca de su madre el señorío de Jesús (Lc 1,43), manifestación de su mesianismo y de su profunda relación con Dios (Lc 2,11). El título de Señor nació de la comunidad que había experimentado el encuentro con el resucitado (Hch 2,36). Pero en este relato Jesús es llamado así, incluso antes de su nacimiento. Una prueba más de que estos acontecimientos son interpretados desde la fe de la Iglesia primitiva.

    La respuesta de María al saludo de Isabel, que tradicionalmente designamos con el nombre latino de «Magnificat», es un salmo de acción de gracias compuesto de citas y alusiones al Antiguo Testamento, en especial del canto de Ana, la madre de Samuel (1 Sm 2,1-10). El poema tiene dos partes. La primera es una acción de gracias personal de María. A pesar de la humildad y pobreza de su vida, Dios ha puesto su mirada en ella y por eso será llamada dichosa. Dios se sirve muchas veces de lo sencillo y humilde para hacer presente su salvación en la historia humana. La segunda parte del canto, expresa, por boca de María, la acción de gracias del pueblo de Israel. Todas las promesas dadas a Abrahán y sus descendientes se cumplen ahora en este niño que va a nacer.

    Lucas nos muestra además en este canto un tema de su predilección, Dios se apiada de los pobres (Lc 6,20-26; 16,19-25). En realidad no hay aquí sólo una alabanza de los pobres, de los que María es la representante, sino una concepción utópica de la historia en la que la misericordia de Dios y la fuerza de su brazo se dirige a derribar a los ricos y soberbios y a levantar a los pobres y humildes. Los que cuentan ante los ojos de Dios son los que pasan desapercibidos para los poderes de este mundo. La tarea del creyente estará en ponerse en sintonía con esta pedagogía de Dios y trabajar por un mundo distinto donde esta visión se haga realidad.

 

1,57-2,52

2. Nacimiento de Juan y de Jesús

    De nuevo, como ocurría en los relatos del anuncio, los nacimientos de Juan y Jesús están descritos paralelamente para subrayar el contraste entre ambos personajes, quizá aquí mucho más acentuado. De hecho, el nacimiento de Juan es contado en pocas líneas, mientras que el nacimiento de Jesús y los acontecimientos posteriores se describen con mucha más detención. El relato sobre Jesús no sólo es mucho más detallado, sino que además está impregnado de los rasgos teológicos lucanos. Por eso podemos decir que esta sección encuentra su centro teológico en el anuncio a los pastores (véase Lc 2,11). El relato de Jesús en el templo, que cierra esta sección, nos muestra de una manera narrativa la misma confesión de fe en Jesús presente en Lc 2,11.

1,57-80 

    Nacimiento de Juan. 

    Las promesas de Dios a Zacarías se realizan en medio de la alegría, signo de que los tiempos del cumplimiento han llegado. El origen del nombre del niño (Lc 1,13) indica el carácter excepcional de Juan y su misión en los nuevos tiempos que se inician. Como era costumbre, los vecinos y parientes dan por hecho que el niño se llamaría como el padre (Tob 1,9). El acuerdo entre la madre y el padre en un nombre que no era familiar aparece como divinamente inspirado. De ahí que al recuperar Zacarías el habla, todos los vecinos se interroguen sobre el futuro del Bautista.

    También, como María, Zacarías recita un salmo, llamado tradicionalmente «Benedictus», cuyo tema es la acción de gracias por la salvación que se apunta en la historia de los hombres, y en el que se alude también a la misión específica de Juan como profeta y heraldo de Jesús. El himno se inicia con la buena noticia de que Dios ha visitado a su pueblo. La «visita» es un término bíblico que indica una intervención salvífica de Dios (Ex 4,31; Rut 1,6; Sal 65,10; 80,15; 106,4). En el contexto del evangelio de la infancia la visita es el envío del Mesías del que Juan es el precursor. Esta visita de salvación cumple las promesas hechas a David (Lc 1,68-71), a los patriarcas de Israel (Lc 1,72-75) y las hechas por los profetas Malaquías e Isaías (Lc 1,78-79). La descripción del Mesías tiene aquí un rasgo poco conocido en el resto del Nuevo Testamento. Se le llama el sol que nace de lo alto. Tenemos que entender esta expresión a la luz de los textos del Antiguo Testamento que nos hablan de la aparición de la estrella mesiánica (Nm 24,17; Mal 3,20), un tema que utiliza también Mateo en su relato de los magos (Mt 2,2). Pero más interesante que el nombre que recibe el Mesías es ver cuál es su función. Dos verbos nos la describen como iluminación y dirección de nuestros pasos. Jesús, con su vida, muerte y resurrección, es la revelación definitiva de Dios que traza la senda por donde debemos caminar los que hemos asumido su evangelio como rasgo distintivo de nuestra vida.

    El canto de Zacarías se parece mucho a los himnos judíos mesiánicos y a los salmos de acción de gracias de los escritos del Mar Muerto. Es en realidad una cadena de citas y referencias del Antiguo Testamento que puede ser un salmo preexistente puesto en boca de Zacarías. Esto es sobre todo manifiesto en su primera parte (Lç 1,65-75), que tiene un tono marcadamente judío. Lucas ha adaptado quizá este viejo canto nacionalista a su contexto añadiéndole los vv. 76-77 que hablan explícitamente de Juan el Bautista.

    Termina este texto con un versículo (Lc 1,80) que casi podemos considerar un estribillo. Frases muy similares se dirán de Jesús en Lc 2,40 .52. Es una fórmula que signe de cerca algunos modelos del Antiguo Testamento como Jue 13,24-25 y 1 Sm 2,26. La mención del desierto nos prepara para la próxima aparición de Juan en el evangelio, treinta años después (Lc 3,1-3).

2,1-21 

    Nacimiento de Jesús. 

    Con motivo de un hecho de la historia del Imperio romano, el censo de Augusto, se lleva a cabo el propósito de Dios, que se inscribe en la historia del pueblo elegido. Es en Belén, la ciudad de David, donde ocurre el acontecimiento que desencadena la historia de la salvación. Este nacimiento se describe según el esquema de la paradoja. Jesús es el Salvador, el Mesías, el Señor (Lc 1,11), y sin embargo su nacimiento se produce en el despojamiento y la pobreza. Hay que destacar también el contraste existente entre el nacimiento de Juan y el de Jesús. Mientras que en Juan el ambiente es de alegría y fiesta, en medio de los parientes y vecinos que vienen a felicitar a los padres, en el nacimiento de Jesús reina la soledad. La sombra de la cruz se proyecta ya sobre estos primeros días de su vida.

    Los primeros a los que se revela esta buena noticia son unos pastores, representantes de los pobres y sencillos, que serán también los primeros en recibir la palabra de Jesús (Lc 4,18). El anuncio del ángel a los pastores sigue el esquema habitual en las apariciones o epifanías celestes: una gloria luminosa, el miedo de los pastores, la expresión no temáis, el alegre mensaje sobre el niño y el signo que confirmará sus palabras. Quizá lo más nuevo es la confesión de fe cristiana en Jesús, que concentra rasgos fundamentales de la cristología de Lucas. Este niño que nace va a ser el Mesías esperado de Israel, el Señor manifestado en su resurrección, el auténtico salvador de los hombres. Este último título tenía una enorme importancia en la época de Lucas, ya que no sólo al emperador romano sino también a los dioses paganos se los llamaba así. Lucas al utilizar este título para Jesús (Lc 2,11 .30; Hch 5,31; 13,23) nos lo presenta como la única alternativa posible a todos los absolutos que se crea el hombre. El título Cristo o Mesías se aplicaba generalmente, en el judaísmo palestinense del s. I d. C., a un rey de la familia davídica que vendría a restaurar el reino de Israel (Hch 1,6). El tono predominantemente político del título es minimizado por Lucas que insiste en la dimensión universal del mesianismo de Jesús (Lc 2,29-32). Señor es el título más utilizado para referirse a Jesús en Lucas y Hechos. Su contenido expresa el carácter trascendente de su persona y su dominio sobre la humanidad.

    Este anuncio del ángel encuentra un eco en el cielo, es el canto del «Gloria» (Lc 1,14). La gloria de Dios se manifestaba en el Antiguo Testamento en los acontecimientos de la historia. Ahora, en el niño que nace, nos encontramos con el centro del tiempo salvífico. Por eso con él llega la paz que es una de las expresiones utilizadas para hablar de la salvación esperada en el tiempo del Mesías (Is 9,5-6). Y esta paz llega, no a los hombres de buena voluntad -como decían las antiguas traducciones- sino a los hombres que son amados por Dios. Pero su amor no tiene límites y alcanza a todos. Por último, la actitud meditativa de María, que interioriza y profundiza los acontecimientos, se complementa con la actitud «misionera» de los pastores que proclaman la gloria de Dios manifestada en el nacimiento de Jesús. Estas dos actitudes nos dan un buen retrato de la existencia creyente.

2,22-40 

    Presentación de Jesús. 

    Los padres de Jesús cumplen todo lo que ordenaba la ley de Moisés con motivo del nacimiento de un niño. Según Lv 12,28, cuarenta días después del nacimiento, la madre ofrecía un ritual de purificación en el templo. Según Ex 13,2 .12-13, el primogénito pertenecía a Dios y tenía que ser rescatado por una ofrenda del padre. En el marco institucional del judaísmo (purificación, presentación en el templo) el pueblo judío, representado por Simeón y Ana, encuentra al que será la gloria de Israel y la luz de los paganos. Hacia él converge la esperanza del Antiguo Testamento. Pero la sombra de la cruz y el rechazo de su pueblo se insinúa en las palabras de Simeón. La confesión de la comunidad lucana, puesta en boca de Simeón, no olvida que todo eso se cumplirá a través del camino difícil de la vida de Jesús. Una vida que asume todos los condicionantes de la humanidad (v. 40).

    De Simeón se nos dice que esperaba el consuelo de Israel. Tanto él como Ana (Lc 2,38) son descritos como representantes de los fieles judíos que esperaban la restauración del reinado de Dios sobre Israel. El nacimiento de Jesús coima estas esperanzas pero les abre a nuevas perspectivas más universales. Las palabras de Simeón, inspiradas por el Espíritu, son el último canto insertado en el evangelio de la infancia de Lucas. La liturgia de la Iglesia lo llama «Nunc dimitis», según sus primeras palabras en latín. Simeón toma conciencia de que la realización de las promesas anuncia la proximidad de su muerte, pero ahora puede morir en paz, como Abrahán (Gn 15,15), puesto que ha visto la salvación de Dios. Jesús es el Mesías a quien Dios ha enviado a salvar no sólo a su pueblo sino a todos los hombres (Is 42,6; 49,6; 52,10). Aquí despunta un tema muy querido por Lucas: el universalismo de la salvación de Dios que ya no tiene un pueblo elegido, sino que se dirige a toda la humanidad. Por primera vez se manifiesta explícitamente -aunque la idea estaba latente en el canto del «Gloria»- que el horizonte en el que tenemos que comprender estos acontecimientos no es el del pueblo de Israel sino el de toda la humanidad. Las palabras de Simeón a María (Lc 2,34-35) son un tanto enigmáticas. Jesús apareció ante los hombres y mujeres de su tiempo como un signo que no se imponía, sino que se acogía libremente por la fe. De hecho, una parte importante de Israel lo rechazó (Hch 28,26-28). De ahí la amenaza que gravita sobre María, cuyo corazón quedará desgarrado por un drama que va a culminar en la cruz.

    Después de Simeón interviene Ana, una profetisa viuda que pasaba su vida orando en el templo. Una «santa» del Antiguo Testamento que encarna la figura de los pobres de Yahvé, los cuales esperaban en la oración y la pobreza la llegada de la salvación definitiva. Ahora puede proclamar que la liberación del pueblo de Dios, representado por la ciudad santa de Jerusalén, empieza a realizarse. El término utilizado para hablar de la liberación es «rescate» y esto nos lleva al gran acontecimiento salvífico de la historia de Israel, el rescate de la esclavitud de Egipto (Ex 13,13-15; 34,20; Nm 18,15-16). Este hecho es el que celebraba precisamente la ceremonia de la presentación en el templo del primogénito de cada familia.

2,41-52 

    Primera pascua de Jesús.

    La ley de Israel pedía que los muchachos judíos que hubieran llegado a la edad de la pubertad fueran a Jerusalén tres veces al año (Ex 23,14-17). Jesús tiene ya doce años, y aunque los rabinos no consideraban obligatoria esta ley hasta los trece, muchos padres llevaban a sus hijos antes de esa edad. En este relato, y antes de que se inicie la predicación del precursor, Jesús pronuncia sus primeras palabras en el momento en que entra en su juventud, y lo hace durante la pascua y en el templo. Estas palabras, como las del final del evangelio (Lc 24,49), hablan del Padre y del misterio de filiación que sobrepasa toda inteligencia humana. Lo mismo que ocurre aquí, en su juventud, ocurrirá en su madurez al final de su misión (Lc 19,45-48). Allí también Jesús predica en el templo, ante la admiración del pueblo, pero en un contexto que nos anuncia ya el comienzo de su pasión.

    La clave de este episodio se encuentra en las palabras de Jesús. El significado de su respuesta a la pregunta de María es que Dios es su verdadero Padre (en contraste con su padre legal). De ahí se deduce que las exigencias de este Padre pasan por encima de cualquier exigencia. Su misión le va a obligar a romper los lazos con su familia (Mc 3,31-35). Pero no nos apresuremos a ver en esta afirmación de Jesús todo lo que la teología posterior va a afirmar sobre la filiación de Jesús. Todo lo que está implicado en este título de Hijo de Dios lo vamos a ver manifestado paulatinamente en la vida pública de Jesús y, sobre todo, en su muerte (Mc 15,39; Rom 5,10; Ga 2,20) y resurrección (Rom 1,3-4).

    Sin embargo esta filiación divina no suprime los condicionantes de la humanidad de Jesús (Lc 2,52). Como todos los niños y adolescentes de su tiempo irá adquiriendo poco a poco su madurez física y espiritual. Los relatos de la infancia, que nos han revelado en este niño al Mesías de Israel y al Señor del universo, se terminan con una clara afirmación de la humanidad de Jesús. Su madre guardaba todos estos recuerdos en su corazón esperando que el futuro desvelara su significado pleno (Lc 2,51). Esta fe reflexiva de María nos invita a los creyentes a volver nuestra mirada a estos acontecimientos para descubrir en ellos la luz que ilumine el camino de nuestra vida al servicio del evangelio de Jesús.

 

3,1-4,13

3. Primera actividad de Juan y de Jesús

    Nos encontramos de nuevo en esta sección del evangelio con la misma técnica de los paralelismos que Lucas ha utilizado ya en el relato de la infancia. En primer lugar se nos cuenta la actividad del Bautista hasta el momento de su encarcelación por Herodes (Lc 3,1-20). Una vez que Juan ha desaparecido de la escena se inicia el ministerio de Jesús (Lc 3,21-4,13). Esta separación tan tajante expresa claramente la concepción de la historia salvífica de Lucas. Para él Juan es el último testigo de la antigua alianza (Lc 16,16), mientras que Jesús es el centro del tiempo.

    Habiendo recibido Jesús en el bautismo la efusión del Espíritu y habiendo sido proclamado como Hijo por la voz divina (Lc 3,21-22), es insertado a continuación en la historia de Israel y del mundo mediante su genealogía (Lc 3,23-28). Antes de iniciar su actividad, Jesús elige su propio camino como Mesías de Israel, abandonando los modelos de prestigio y poder para asumir el del servicio y la fidelidad al Padre (Lc 4,1-13).

    Lucas sigue en toda esta sección los comienzos del evangelio de Marcos (Mc 1,1-13), al que añade tradiciones provenientes de la fuente de palabras de Jesús (Q o Logia) que tiene en común con Mateo, y algunas tradiciones propias.

3,1-20 

    Predicación de Juan en el desierto. 

    Lucas inicia la misión de Juan situándola en la historia del mundo pagano y en la del pueblo de Israel. En esta descripción geopolítica, como en el prólogo, se advierte la influencia de los historiadores de su tiempo. Pero Lucas no nos quiere dar sólo unos datos históricos. Pretende mostrarnos que la salvación de Dios, que viene con Jesús, no es algo intemporal. Se inserta en una historia y una geografía muy concreta. Así se nos describe la intrincada situación política de Palestina en la época en que Jesús va a empezar su predicación. Había territorios que dependían directamente de Roma, como era el caso de Judea. Otros, sin embargo, mantenían una cierta autonomía, como la provincia de Galilea. La fecha propuesta por Lucas nos permite afirmar que el comienzo de la misión de Juan ocurrió en los años 27 ó 28 d. C.

    Juan es descrito como un profeta itinerante. Sin embargo, no es uno más en la larga serie de los profetas de Israel. Es el último profeta (el juicio inminente, Lc 3,7), el nuevo Elías esperado por Israel (Lc 1,17) y del que nos hablaba el profeta Malaquías (Mal 3,25). Terminará, como muchos de su predecesores, encarcelado por fidelidad a su misión (Lc 3,19-20). El viene a preparar el camino del Señor. Es lo que afirma la cita de Isaías (Is 40,1-5). Sin embargo Lucas, a diferencia de Mateo y Marcos, prolonga el texto del profeta hasta el v. 5 para introducir un rasgo universalista (todos) muy propio de su teología. Como ya aparecía en Lc 2,30-31, se anuncia lo que se llevará a cabo en la segunda parte de la obra lucana (Hechos). Juan predica además la conversión y exige de sus oyentes (la gente y no los fariseos y saduceos de Mateo: Mt 3,7-10) frutos que prueben la autenticidad de su conversión. No basta con los títulos o privilegios, como el ser descendiente de Abrahán. Esta conversión implica para Juan un cambio de vida. Y este cambio es descrito en Lc 3,10-14, mediante el tema de la fraternidad y la justicia que evoca la predicación de los profetas del Antiguo Testamento. Las recomendaciones concretas dirigidas a los publicanos y soldados tienen muy en cuenta las tentaciones propias de su forma de vida.

    La actividad de Juan hace nacer conjeturas sobre su posible mesianismo. El las rechaza. En comparación con el Mesías es inferior a un esclavo, que era el encargado de desatar las correas de las sandalias. La referencia al Espíritu Santo y al fuego (Lc 3,16), que se encuentran también en Mateo, tienen un significado especial para Lucas por anunciar los acontecimientos de pentecostés (Hch 2,3-4). A pesar del tono amenazador de algunas imágenes de la predicación de Juan (Lc 3,7 .9 .17), se dice finalmente que su tema central es la buena noticia (Lc 3,18). Su mensaje prepara el tiempo nuevo que se inicia con la predicación de Jesús.

3,21-22 

    Bautismo de Jesús, el Hijo de Dios. 

    En un clima de oración, que Lucas suele destacar en momentos decisivos de su misión (Lc 4,12; 9,28-29; 11,1), Jesús se revela en su bautismo, por la fuerza del Espíritu, como el Mesías de Dios. El Salmo 2, citado aquí, había adquirido en la interpretación de Israel una dimensión mesiánica que en este relato se manifiesta como filiación divina. La cita del salmo contiene también una alusión a Is 42,1, donde el siervo del Señor es descrito como el elegido en quien Dios se complace. Así Jesús es definido desde el comienzo de su ministerio como el rey mesiánico que llevará a cabo su misión no desde el poder, sino siguiendo el ejemplo de humildad del siervo.

    A diferencia de lo que sucede en Marcos, no es el relato del bautismo la primera vez que Lucas relaciona a Jesús con el Espíritu. Ya ha sido consagrado al servicio de Dios por el Espíritu desde su nacimiento (Lc 1,35). Hay en Lucas más bien una actualización de la fuerza del Espíritu en función de la nueva tarea de predicación de Jesús (para una visión parecida en los apóstoles ver Hch 2,4 y 4,31).

    Otro rasgo característico de Lucas en este relato es que no se cita a Juan. El es el último representante del tiempo de Israel y su tarea ya ha terminado. Se inicia el centro del tiempo en el que la persona de Jesús ocupa el primer puesto. Sin embargo Jesús no está solo. Aparece acompañado de todo el pueblo como una premonición del nuevo pueblo mesiánico que se iniciará en pentecostés (Hch 2,1-4). Por eso Lucas no se limita a recordar un acontecimiento histórico sino que tiene en cuenta otra realidad eclesial de su tiempo: el bautismo cristiano. Precisamente la novedad que aporta según Lucas el bautismo cristiano, frente a los otros ritos de ablución de su época, es el don del Espíritu. El nos permite reconocer nuestra identidad de hijos de Dios y hermanos de Jesús.

3,23-38 

    Genealogía de Jesús. 

    En el mundo judío las genealogías servían para justificar derechos y dignidades. La de Jesús muestra que sus orígenes están no sólo en el pueblo judío, como constata Mateo en el texto paralelo, sino también en la humanidad entera a la que Jesús se incorpora a través de Adán. Esta presencia de Adán en la genealogía de Jesús subraya una vez más una idea típicamente lucana: la significación universal de Jesús. Jesús viene a responder a las expectativas de todos los hombres, judíos y paganos. Esta universalidad estaba ya presente en el evangelio de la infancia (Lc 2,31-32) y en Lc 3,6: Todos verán la salvación de Dios; un texto que Mateo y Marcos no citaban.

    Lucas, a diferencia de Mateo que pone la genealogía de Jesús al comienzo de su evangelio, no quiere indicar la ascendencia humana de Jesús hasta haber revelado su filiación divina en el bautismo. Las diferencias de las dos genealogías son muy importantes: Mateo incluye 42 generaciones, mientras que Lucas tiene 77; los nombres de las dos listas difieren bastante, especialmente entre José y Zorobabel; el padre de José es Heli, según Lucas, y Jacob, según Mateo. No nos encontramos, pues, con unas listas que pretendan la exactitud histórica. Su intención es más bien teológica. Jesús aparece en esta genealogía como la plenitud del pueblo de Israel y el primogénito del nuevo pueblo que se manifiesta visiblemente en la comunidad eclesial. Jesús no es, por tanto, un hombre al margen de la historia de su pueblo sino la consumación de la historia que nos cuentan estas generaciones, el centro en el que la salvación se revela plenamente.

4,1-13 

    Tentaciones de Jesús. 

    Lucas está de acuerdo con Mateo en dar una descripción de las tentaciones (Marcos sólo nos dice que fue tentado). Lucas, sin embargo, invierte el orden de la segunda y la tercera tentación. El orden de Mateo es más lógico y parece probable que Lucas lo ha cambiado para hacer que las tentaciones terminen en Jerusalén. Esta ciudad, y el camino que Jesús recorre hacia ella (véase nota a Lc 9,51-19,48), son claves teológicas fundamentales para entender el evangelio de Lucas y el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,8).

    Este relato muestra cómo Jesús no utiliza su filiación divina como un privilegio. Muchas imágenes mesiánicas de Israel son destruidas en este texto. Jesús, lleno del Espíritu, resiste al diablo que esperará otro momento oportuno (Lc 22,3 .53). Los textos bíblicos citados relacionan la tentación con la pasión y la muerte de Jesús, donde toda tentación será vencida y Jesús se manifestará definitivamente como el Mesías sufriente. La cercanía de la referencia a Adán en la genealogía que precede a este texto nos recuerda la tentación primera (Gn 3). Pero aquí el Mesías supera la prueba y una nueva era comienza para la humanidad. Los cuarenta días de Jesús en el desierto nos evocan también los cuarenta años de camino por el desierto del pueblo de Israel. El discurso de Esteban los describe como años de tentación y de caída (Hch 7,29-43). Jesús, sin embargo, permaneció fiel ante la prueba.

    El relato se construye en torno a un diálogo en el que tanto el diablo como Jesús citan la Escritura en apoyo de su opinión. El diablo utiliza la palabra de Dios para justificar el milagro espectacular y sin motivo (primera y tercera tentación) o el dominio universal (segunda tentación). Sabiendo que Jesús es el Mesías intenta invitarle a realizar su papel en la historia de la salvación como un Mesías triunfante. La cita que el diablo hace del Sal 91,11-12 (Lc 4,10-11), un texto básico para fundamentar un mesianismo real, nos puede hacer pensar en los adversarios judíos de la fe cristiana que se apoyaban en textos de la Escritura para rechazar al Cristo muerto en la cruz. La propuesta de Jesús es radicalmente opuesta; su fidelidad al Padre, que aparece en los textos citados del Antiguo Testamento, le lleva por un camino diferente donde la obediencia y el servicio eliminan toda concepción del mesianismo como poder.

    El relato se cierra con el alejamiento del diablo que no volverá a aparecer hasta el comienzo de la pasión (Lc 22,3). Concluyen así las tentaciones como si fueran el preludio de la lucha final, que tendrá lugar en Jerusalén. Allí se enfrentará de nuevo Jesús con el poder de las tinieblas (Lc 22,53).

4,14-9,50

II ACTiVIDAD DE JESÚS EN GALILEA

    Esta parte del evangelio de Lucas está dedicada al ministerio de Jesús en Galilea. Durante este periodo Jesús no sale de este territorio (al contrario de lo que nos dice Marcos, véase Mc 7,24-31; 8,27). Jesús se revela en estos capítulos a través de su acción y su palabra: evangeliza (Lc 4,43; 8,1), cura muchas enfermedades (Lc 4,36; 5,17; 6,19; 8,46), expulsa a los demonios (Lc 4,33-37 .41; 6,18; 7,21; 8,2 .26-29; 9,38-43), llama a los pecadores a la conversión (Lc 5,20 .29-32; 7,36-50). Todos estos actos reveladores no son reconocidos por las autoridades de Israel (Lc 5,17-6,11), pero sí por gran parte del pueblo (Lc 5,1 .17; 6,17-18; 8,4 .40; 9,37). Poco a poco se va formando en torno a él un grupo de amigos y seguidores (Lc 5,1-11 .27; 6,13-16), a los que Jesús envía a predicar el reino y a curar enfermos (Lc 8,1-3; 9,1-6). Lucas reconoce en esta actividad de Jesús en Galilea no sólo un momento revelador de Jesús (como se advierte por los títulos que le da: Hijo de Dios, Hijo del hombre, Cristo o Maestro), sino también una propuesta prográmatica para el futuro tiempo de la misión, que para Lucas es ya una realidad presente.

4,14-6,11

1. Manifestación y rechazo de Jesús

    La manifestación pública de Jesús, que comienza en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,14-30), pronto se encuentra con el rechazo y la oposición (Lc 5,12-26; 5,33-6,11). En esta sección tiene lugar también la llamada de los primeros discípulos (Lc 5,1-11 .27-31) y diversas controversias con los fariseos (Lc 5,17-6,11).

    Los temas que las suscitan (perdón de los pecados, cercanía de Jesús a los que eran considerados pecadores públicos, ayuno y ley del sábado) son el trasfondo de seis relatos que probablemente fueron usados por la Iglesia en sus debates con la sinagoga. De este modo Lucas presenta los elementos fundamentales del ministerio de Jesús: el anuncio de la buena noticia, el rechazo de los jefes de su pueblo, y la llamada a los discípulos.

4,14-30 

    Jesús comienza su ministerio en Nazaret. 

    Lucas, a diferencia de Marcos y Mateo, inicia la misión de Galilea en el pueblo de Jesús. Aunque el relato tiene algunos puntos de contacto con el de Marcos (Mc 6,1-6), no parece seguir esa narración sino que utiliza tradiciones propias. Sin embargo, Lucas es consciente de que en realidad Jesús no empezó su ministerio en Nazaret. Lc 4,23 nos indica que ya ha actuado en Cafarnaún. Por tanto, el orden de Lucas está motivado por un propósito distinto del histórico.

    El marco de la narración es el culto sinagogal de la época de Jesús. Su comportamiento es el que nos describen los libros judíos de aquel tiempo. Todos los hombres podían participar en la celebración del sábado. El servicio consistía en oraciones y lecturas de la ley y los profetas con comentario. Los lectores eran miembros instruidos de la comunidad o, como en el caso de Jesús, visitantes conocidos por su saber en la explicación de la palabra de Dios.

    El centro del relato está en la proclamación del cumplimiento de un texto de Isaias (Is 6 1,1-2). En él se describe de qué manera concreta llevará a cabo su tarea el Mesías. El evangelio («la buena noticia») alcanza a la totalidad del hombre y no sólo a su dimensión «espiritual». Además, esta escena es como el programa de lo que va a ser el ministerio de Jesús, y prefigura todo lo que va a ocurrir: se anuncia la salvación para todos los hombres, se insiste en que el ministerio de Jesús va dirigido preferentemente a los pobres y oprimidos; los incrédulos piden signos, el pueblo judío rechaza su predicación e intenta matarle (anuncio de su muerte), pero la libertad soberana de Jesús vence a sus enemigos (recuerdo de su resurrección) y la evangelización sigue su camino. Los habitantes de Nazaret no han visto, por tanto, en él más que un aspecto de su vida, el ser hijo de José (Lc 4,22), pero no perciben en él al profeta anunciado por Isaías. Quizá lo que esperaban de él era sólo una actividad de curador en favor de los enfermos de Nazaret (Lc 4,23).

    Lucas anuncia también en este texto pro- gramático el camino futuro de la Iglesia y las condiciones de su fidelidad al resucitado. La comunidad creyente toma conciencia a través de este texto de que su misión evangelizadora se dirige preferentemente a los más alejados, como ya hicieron Elías y Eliseo, citados por Jesús, en el Antiguo Testamento. Estos dos profetas de Israel se volvieron hacia los paganos porque su propio pueblo no estaba dispuesto a escuchar su palabra. Es lo que ocurrirá también en la Iglesia primitiva (Hch 13,46). En Lc 4,18-19 se especifican además las tareas más urgentes de toda comunidad cristiana. Llevándolas a cabo cumple la Iglesia, y cada uno de los creyentes en su vida personal, el seguimiento de Jesús.

4,31-37 

    Curación de un endemoniado.

Después de las anteriores escenas introductorias, Lucas empieza a describir las obras de Jesús, que muestran la salvación de forma concreta. Se nos revela la autoridad de la palabra de Jesús en su enseñanza (Lc 4,32) y en los exorcismos (Lc 4,36), que prolongan durante la vida de Jesús el combate iniciado en las tentaciones entre el Mesías y el mal. El hombre poseído aparece dividido internamente («nosotros», «yo», Lc 4,34) e intenta controlar el poder de Jesús pronunciando su nombre de Santo. En la Biblia conocer y nombrar a alguien es en cierta medida dominarlo. Es el último esfuerzo del mal para alejar a Jesús. La pregunta: ¿Has venido a destruirnos? (Lc 4,34), refleja la creencia, común en aquel tiempo, de que antes de que llegara el día del Señor, habría un combate contra las fuerzas del mal. Entonces éstas serían destruidas y Dios recuperaría el poder universal. Las tradiciones evangélicas nos presentan a Jesús llevando a cabo esta tarea.

    La palabra de Jesús aparece llena de eficacia y fuerza contra el mal que esclaviza a este hombre. Y esto se debe a que Jesús es el Santo de Dios. Para el Antiguo Testamento sólo es santo Dios y a quien él unge con su Espíritu, como ocurre con Jesús desde su concepción (Lc 1,35). Más que su divinidad, la santidad de Jesús nos revela su dedicación exclusiva al reino de Dios y su obediencia inquebrantable a la voluntad del Padre.

4,38-44 

    Curación de la suegra de Pedro y otras curaciones. 

    Una nueva curación, en este caso de la suegra de Pedro, es descrita como si se tratara de la expulsión de un poder demoníaco (increpó, Lc 4,39). Lucas describe así la curación como un exorcismo. Subraya la fuerza del poder de Jesús, como lo demuestra la expresión final (inmediatamente, Lc 4,39). El gesto de servicio, que brota en esta mujer como agradecimiento por su curación, es algo que anticipa lo que harán otras mujeres de Galilea que, según Lucas, acompañarán y servirán a Jesús durante su ministerio (Lc 8,1-3; 23,49 .55).

    Los judíos del tiempo de Jesús no separaban, como hacemos nosotros, el mal físico del mal espiritual, con lo que toda curación era un signo del gran combate contra el mal que dominaba al mundo (Lc 4,6). Exorcismos y curaciones se multiplican al final de este texto para describir la extensión de la buena noticia, que alcanza a la totalidad de la persona.

    De nuevo nos encontramos con una revelación sobre la identidad de Jesús puesta en boca de los demonios. Jesús es el Hijo de Dios, que Lucas interpreta aquí como el Mesías de Israel (Lc 4,41). Lo que los hombres no pueden reconocer, lo captan los demonios cuya existencia se ve amenazada por el poder mesiánico de Jesús. La gente parece retener de Jesús sólo su fuerza milagrosa, pero separada de la «buena noticia» (=evangeho) que nos describía el texto de Isaías citado en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-30). Ciertamente, los de Cafarnaún se comportan de una manera diferente a los habitantes de Nazaret: intentan, al menos, que se quede allí. Pero Jesús escapa de ellos, como hizo de sus compatriotas. Su misión es fundamentalmente itinerante y debe dirigirse a otras ciudades.

5,1-11 

    Los primeros discípulos. 

    Lucas ha cambiado de lugar la llamada a los primeros discípulos, que en Marcos (Mc 1,16-20) se encuentra antes de las primeras obras de Jesús. En Lucas esta llamada viene después de su presentación en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,14-30) y de sus primeros signos (Lc 4,31-44). De este modo se explica mejor la pronta respuesta de sus discípulos. Es frecuente en la Biblia que antes de confiar una tarea importante a alguna persona, Dios se revele a través de un signo que manifiesta su poder. La pesca milagrosa prepara a los discípulos para seguir a Jesús. Pero además no debemos olvidar las dimensiones simbólicas de la pesca como signo de la misión cristiana. Misión que es también evocada por el término con el que se designa la predicación de Jesús, la palabra de Dios. Es una expresión que en el libro de los Hechos indica normalmente el mensaje de la Iglesia (Hch 4,31; 6,2 .7; 8,14; etc.). Sin embargo, la disposición a esta misión exige un cambio en la misma concepción que se tiene de Jesús. En Pedro, prototipo de todos los creyentes que siguieron y siguen a Jesús, se opera este cambio expresado a través de la manera de dirigirse al Señor. Cuando éste le pide que eche las redes lo llama Maestro, un título de respeto. Pero al ver los resultados de la pesca reconoce en él al Señor, un título que la Iglesia primitiva dirigía a Jesús resucitado. Su confesión de los pecados indica que ha dudado de Jesús y no se había dado cuenta hasta entonces de que en él actuaba el poder de Dios.

    Hay, sin embargo, bastantes rasgos del relato que lo aproximan a la pesca milagrosa de Jn 21,1-14. Tanto la confesión de fe de Pedro, como el hecho de caer a sus pies, parecen reflejar más bien las apariciones de Jesús resucitado. El relato evoca, por tanto, el momento de la rehabilitación del apóstol después de su traición. Es un ejemplo más de cómo las tradiciones pascuales penetran y actualizan los relatos que los evangelistas sitúan en la vida de Jesús.

    La expresión dejaron todo (Mc 1,18 dice que dejaron las redes) nos recuerda el tema lucano del desprendimiento, una actitud propia de todo discípulo en el seguimiento de Jesús (Lc 5,28; 12,33; 18,22). Lucas nos expresa así que la generosidad en el desprendimiento debe ser uno de los signos distintivos de las comunidades y de los creyentes en Jesús.

5,12-16 

    Curación de un leproso. 

    El leproso en el Antiguo Testamento era cultualmente impuro (Lv 13,46). La lepra era una enfermedad considerada como un castigo de Dios (Nm 12,10-15; 2 Re 5,19-27), y relacionada probablemente con un castigo especial por los pecados (2 Cr 26,20). Sólo una intervención de Dios podía curarla (2 Re 5,7). La desaparición de la lepra era una de las bendiciones esperadas para la época mesiánica (Is 35,8). La curación de un leproso es, pues, un signo más de que Jesús es el Mesías (Lc 7,22). La lepra era además una enfermedad que llevaba consigo la marginación social. De ahí que el sacerdote tuviera que testificar su curación. Jesús, al curarlo físicamente, le devuelve también la dignidad social y religiosa.

    La estrecha conexión entre la llamada a los primeros discípulos y la curación de un leproso parece muy significativa. Lucas propone a su comunidad, y a través de ella a todos nosotros, la tarea de incorporar a la comunidad humana o eclesial a todos los que por un motivo u otro han sido excluidos por los hombres.

    La curación realizada por Jesús es la respuesta a una confesión de fe del leproso (Señor), que expresa el reconocimiento de su poder para curar y tiene una incidencia en su actitud corporal (rostro en tierra). Este milagro no hace más que extender la fama de Jesús. Por eso grandes muchedumbres acuden para escuchar su palabra y beneficiarse de sus curaciones. Pero como ocurre otras veces, Jesús se retira al desierto para orar: la fuerza de su palabra y su poder de curación provienen de su familiaridad con el Padre.

5,17-26 

    Curación de un paralítico. 

    Lucas inicia aquí una serie de narraciones (Lc 5,17-6,11) que ilustran el creciente conflicto entre Jesús y los dirigentes judíos. De nuevo comprendemos cómo las fronteras del poder de Jesús, cuyo origen está en Dios (Lc 5,17), alcanzan a la totalidad de la persona, en este caso a una parálisis y al perdón de los pecados. Unos hombres muestran su fe y confianza eliminando todos los obstáculos para presentar el paralítico a Jesús. Pensando en las casas del mundo griego, que es conocido por Lucas, el evangelista dice literalmente que lo bajan «a través de las tejas», y no por el tipo de terraza palestina hecha de ramas y barro que presupone Mc 2,4. La respuesta de Jesús a su gesto de confianza, tus pecados quedan perdonados (Lc 5,20), plantea una curación muy distinta de la esperada. Por eso el reproche de los maestros de la ley y los fariseos es inmediato. Consideran que Jesús se iguala a Dios. Jesús tiene así que confirmar el perdón con la curación del paralítico. En realidad, las dos cosas formaban parte del programa de Jesús (Lc 4,18-19). El hoy del último versículo nos recuerda el pronunciado por Jesús en el acontecimiento programático de Nazaret (Lc 4,21), y nos dice que ahora se está llevando a cabo el programa mesiánico del texto de Is 61,1-2.

    La cuestión de la naturaleza y el origen de la autoridad de Jesús ha surgido ya anteriormente en el evangelio de Lucas (Lc 4,22 .32 .36). A lo largo de toda la narración Jesús es presentado como el Cristo exaltado, el Hijo del hombre que tiene el poder y la autoridad para perdonar los pecados, una prerrogativa que los judíos asignaban sólo a Dios. El perdón de Dios se hace ahora disponible para todos los hombres por medio de Jesús. El milagro del paralítico es, por tanto, el signo del verdadero poder salvífico de Jesús como Hijo del hombre. Aquí nos encontramos con otra intención actualizadora de Lucas que se manifiesta sobre todo en el coro final de la multitud que ha contemplado el milagro y el perdón. La comunidad lucana ha experimentado cómo este gesto de perdón ha llegado también a ella. Y esta experiencia del perdón forma parte de la vida de los creyentes de todos los tiempos.

5,27-32 

    Jesús llama a Leví. 

    Jesús elige a sus discípulos, que lo dejan todo (Lc 5,28), incluso de entre los recaudadores de impuestos, que eran considerados como pecadores, provocando el escándalo de los fariseos, que ni siquiera comían con ellos. Pero Jesús sabe que su misión (he venido) está en medio de estos hombres y mujeres y no de los justos. Lucas, a diferencia de Marcos, presenta a los fariseos y maestros de la ley dirigiendo su crítica a los discípulos y no a Jesús (Mc 2,13-17). Es, por tanto, la Iglesia, más que su Señor, la que está siendo atacada. Detrás del Lc 5,30 está quizá la polémica de los fariseos con los cristianos de la época de Lucas (véase Ga 2,11-14 para comprender el problema que esta comunidad de mesa planteó en la Iglesia primitiva).

    Lucas ha visto en este texto, enraizado en el comportamiento histórico de Jesús, una propuesta para su comunidad y para la Iglesia de todos los tiempos. La auténtica evangelización deberá cumplir también este requisito de cercanía a los más necesitados para ser fiel al seguimiento de Jesús. Además el creyente debe responder a la llamada con la prontitud y radicalidad de Leví (Lc 14,33; 18,22 .28). Una respuesta que, como nos dice el final del relato, se inicia con la conversión, una experiencia concreta, que debe transformarse en una actitud permanente. Cualquiera que sea su pasado, los creyentes que comparten la mesa en la comunidad eclesial no deben tener un comportamiento que rompa su nueva relación con Dios.

5,33-39 

    Pregunta sobre el ayuno. 

    El relato no pretende decirnos si se debe ayunar o no. De hecho, Lucas va a describirnos a la Iglesia ayunando en varias ocasiones (Hch 13,2-3; 14,23). Se trata más bien de lo apropiado del ayuno en las circunstancias del ministerio de Jesús. Como los discípulos de Jesús no ayunaban, los fariseos preguntan el por qué de esta práctica. La respuesta de Jesús compara la antigua alianza con la nueva. Así como el vino nuevo y la pieza de tela nueva no pueden unirse a lo viejo, así ocurre también con la llegada de Jesús, que trae consigo una novedad radical. Incluso las obligaciones cambian o desaparecen ante la alegría de la salvación que se ha hecho presente en Jesús.

    El tiempo de la salvación y del Mesías era esperado por el Antiguo Testamento como una época de alegría y de fiesta (Dn 3,59-90), que encuentra su expresión más característica en el banquete de todos los pueblos en Sión (Is 25,6). Pues bien, esta esperanza se ha cumplido en Jesús.

    Las palabras de Jesús muestran, por una parte, su poco interés por los ritos de purificación judíos (un tema de máximo interés para una comunidad como la de Lucas que ha cortado totalmente su relación con la sinagoga), pero por otra parte subrayan el contraste entre la predicación austera de Juan el Bautista y el ambiente de alegría de la de Jesús.

    Lucas añade al texto paralelo de Marcos el versículo final del relato (Lc 5,39). Probablemente con este añadido quiere responder a un problema de su comunidad, en la que los cristianos de origen judío pensaban poder mantener el cumplimiento de las normas del Antiguo Testamento en su nueva vida como cristianos. Pero la respuesta de Lucas es bastante clara: el que permanece unido a estas normas no está en disposición de aceptar la novedad de Jesús.

6,1-11 

    Discusión sobre el sábado. 

    El descanso del sábado era uno de los rasgos distintivos de la comunidad de Israel. Si en los textos del Antiguo Testamento sólo se hablaba del descanso y de algunas prohibiciones sobre determinados trabajos (Ex 20,8-11; 23 .12; Lv 19,3; 23,3; Nm 15,32-36; Dt 5,12-15), la interpretación de los expertos de la ley iba mucho más lejos. Habían elaborado una lista de treinta y nueve clases de trabajos prohibidos en sábado. Entre otros, el arrancar espigas y desgranarlas, como nos cuenta la primera parte de este relato. También estaba prohibido curar en sábado, siempre que no fuera necesario. La curación del hombre de la mano atrofiada ilustra bien la concepción muy diferente de Jesús para quien el sábado es un día para hacer el bien, es el día de la misericordia de Dios, que ya tuvo piedad de Israel en el pasado (Dt 5,12-15). Por supuesto los rabinos no pensaban que el sábado era un día para hacer el mal, pero para Jesús no hacer el bien era ya un mal. Para él el sábado debía estar al servicio del bien y de la vida. En la primera de las dos narraciones, los discípulos no son criticados por los fariseos por sustraer el grano. Esto lo consentía la ley a los caminantes pobres (Dt 23,26). Se trata igualmente del descanso sabático. Sin embargo, no aparece del todo claro cuál es la relación existente entre lo que hacen los discípulos de Jesús y lo que hizo David (1 Sm 2 1,2-7), puesto que las dos prohibiciones son muy diferentes. Probablemente lo que relaciona estos dos casos es el tema de la autoridad. Si la autoridad de David era indiscutida en el judaísmo, la de Jesús era reconocida en la Iglesia primitiva como superior a la de David y se extendía al reposo sabático y a toda la ley mosaica.

    La comunidad cristiana de Lucas debió recibir sin duda muchos reproches del judaísmo, por no respetar el descanso del sábado. Lucas reúne aquí estas dos escenas en las que vemos cómo Jesús pone fin a esa exigencia por la autoridad de la que ha sido investido. En efecto, con la expresión: el Hijo del hombre es señor del sábado (Lc 6,5), Lucas quiere decir que Jesús resucitado, presente en la comunidad cristiana, ha hecho caducas todas las leyes rituales, y sus seguidores no tienen ya que obedecer a estas regulaciones judías. Una buena advertencia para concepciones similares que puedan existir en nuestras comunidades cristianas.

 

6,12-8,56

2. Enseñanzas y milagros de Jesús

    En la sección central de la segunda parte del evangelio Lucas ha reunido materiales muy diversos: la designación del grupo de los Doce (Lc 6,12-16), el sermón de la llanura (Lc 6,17-49), dos series de milagros (Lc 7,1-17; 8,22-56) y una pequeña colección de parábolas (Lc 8,4-18). A través de sus palabras y de sus signos se va desvelando el misterio de Jesús y la dinámica del reino que él anuncia.

6,12-16 

    Elección de los Doce.

     La presencia de la oración nos indica la importancia del acontecimiento. Visto que los jefes del pueblo están en contra de Jesús (Lc 6,11), habrá que elegir apóstoles para el nuevo pueblo de Dios. Para Lucas la tarea de los apóstoles está bien descrita en el papel que desempeñaron en la Iglesia primitiva, tal y como se narra en el libro de los Hechos, la segunda parte de su obra. Quizá esto explique la omisión de otros rasgos más carismáticos, como «predicar» y «expulsar a los demonios», que aparecen sin embargo en Mc 3,14-15.

    El grupo de los Doce tuvo una misión no sólo importante sino única. Constituyen el núcleo inicial del nuevo pueblo de Dios. De ahí su número de doce que nos recuerda a las doce tribus de Israel. Por eso, después de la muerte de Judas, su puesto debe ser ocupado por otro testigo de la vida y la resurrección de Jesús (Hch 1,15-26). Sólo Lucas atribuye a Jesús el darles el nombre de apóstoles. Sin embargo, en el cristianismo primitivo la palabra era utilizada para referirse a los misioneros enviados por las iglesias a predicar la palabra de Dios. Así aparece en las cartas paulinas (1 Cor 1,1; 9,1; 15,5-7; Ga 1,19; Rm 16,7). No ocurre así en el libro de los Hechos, donde el término sólo es usado para los Doce (salvo Hch 14,4 .14). Lucas estaría aquí retrotrayendo al tiempo de Jesús el uso restringido del título. Lo que quizá era común en su tiempo y en su comunidad.

    La lista de los Doce varía en los evangelios sinópticos (Hch 1,13 tiene todavía una cuarta lista). Todos la ordenan en grupos de cuatro, y el mismo nombre aparece en todas las listas en cabeza de cada grupo: Simón Pedro, Felipe y Santiago Alfeo. El nombre de Pedro, que Lucas nos muestra como un cambio de nombre realizado por Jesús con vistas a su tarea en la Iglesia (Mt 16,18), está siempre el primero. Es la manifestación clara de la función relevante que ejerció en los orígenes de la Iglesia.

6,17-19 

    La gente sigue a Jesús. Curaciones.

     En este texto Lucas nos presenta el marco y el auditorio del «sermón de la llanura». Se encuentran ante él sus discípulos y un gran gentío de manera que el alcance y significado de todo lo que viene después no es restrictivamente «eclesiástico», sino claramente evangelizador. Pero además, como ocurre en los relatos del libro de los Hechos, la palabra va siempre acompañada de las curaciones, como signo de la presencia efectiva de la salvación en Jesús. Así las palabras del discurso que viene a continuación (Lc 6,20-49) revelan esta salvación que ya operaba en Jesús, y las exigencias de su seguimiento para sus discípulos de todos los tiempos.

6,20-26 

    Bienaventuranzas y amenazas. 

    Se inicia con este texto el «sermón de la llanura», llamado así para distinguirlo del sermón de la montaña de Mt 5-7. Varios temas son comunes a los dos, aunque Mateo incluye materiales que a veces en Lucas aparecen en otros contextos. El sermón de Lucas es así mucho más breve que el de Mateo y no tiene la importancia que en éste: Mateo lo coloca al comienzo del ministerio de Jesús y adquiere así un carácter programático para el conjunto del evangelio. Una función que en Lucas lleva a cabo el episodio de Nazaret (Lc 4,16-30). Mateo sitúa esta larga predicación de Jesús en la montaña debido quizá a su interés por releer la figura de Jesús a la luz de la de Moisés en el Sinaí, mientras que Lucas la pone en una llanura, pues para él la montaña es lugar de visión (transfiguración) y oración, donde siempre está solo o con algunos discípulos más cercanos (Lc 9,28). Sin embargo, el acercamiento al tema del Sinaí no está del todo olvidado en Lucas. Como Moisés, bajando de la montaña, Jesús se encuentra también con el pueblo que ha venido a escucharle y a sentir «físicamente» su salvación (Ex 32,1 .7; 34,30). Y el poder de Dios, que estaba en Jesús (Lc 5,17), cura incluso a aquellos que sólo le han tocado (Lc 8,46). Por último, la misma diversidad de sus oyentes es una imagen de la Iglesia futura, con lo que las palabras de este discurso de Jesús adquieren plena actualidad cada vez que las escuchamos comunitariamente como un mensaje dirigido a todos y cada uno de nosotros. Este carácter exhortativo del discurso lucano queda acentuado por el cambio de la forma impersonal de Mateo a la personal («vosotros») que domina todo el «sermón de la llanura».

    Al igual que Mateo, Lucas inicia su «sermón de la llanura» con las bienaventuranzas. En Lucas hay cuatro, que encuentran sus equivalentes entre las nueve de Mt 5,1-12. Las de Lucas, sin embargo, se refieren a situaciones concretas, mientras que Mateo describe más bien actitudes del hombre justo. La redacción lucana de las bienaventuranzas (Lc 6,20-22) debe estar más próxima a las palabras pronunciadas por Jesús que las bienaventuranzas de Mateo. Su carácter social refleja, pues, el interés tanto de Jesús como de Lucas por los pobres. Pero además, las bienaventuranzas desestabilizan la escala de valores que predomina entre los hombres. La salvación de Jesús aporta una nueva comprensión de la existencia muy distinta de la predominante en nuestro mundo.

    Los destinatarios de estas bienaventuranzas o anuncios salvíficos son los pobres, ya que los que tienen hambre, los que lloran o los que son perseguidos corresponden a situaciones concretas vividas por «los pobres». El Antiguo Testamento había anunciado la intervención futura de Dios en favor de los oprimidos (Is 49,9 .13), cuyos gritos de súplica aparecen frecuentemente en los salmos (Sal 72; 107,41; 113,7-8). Todas estas promesas y esperanzas se han cumplido en la misión de Jesús. Las bienaventuranzas vienen a manifestar, en un lenguaje diferente, lo que ya Jesús había dicho al comienzo de su predicación en la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-21). No hay que pensar que la mirada de Dios se dirige preferentemente a los pobres porque son mejores o más justos que los ricos, sino porque Dios quiere ser misericordioso con los oprimidos o excluidos. El «estilo» de la actuación de Dios está marcado por su intervención en favor del pueblo de Israel en Egipto. El Dios de nuestra fe es siempre un Dios del éxodo.

    En Lucas las bienaventuranzas van seguidas de cuatro ayes contra los ricos, que no aparecen en Mateo. El cambio de situación social que se manifiesta en las bienaventuranzas a favor de los pobres y los ayes contra los ricos, ya lo habíamos encontrado en el Magníficat (Lc 1,51-53) y lo veremos después en otro texto exclusivamente lucano: la parábola del pobre Lázaro (Lc 16,19-31). Toda confianza puesta en la riqueza es engañosa (Lc 12,19). Son palabras que resuenan como advertencia y amenaza. Pero a la vez invitan al creyente y a la comunidad cristiana, que quizá en las época en que escribe Lucas estaba contemporizando con las riquezas de este mundo, a convertirse y a asumir la pedagogía del Dios del éxodo, a dirigir nuestra misericordia hacia los más débiles (Lc 6,36).

6,27-36 

    Amor a los enemigos. 

    El texto central de este discurso lo encontramos en Lc 6,27-30. Aquellos que aparecen como dichosos en las bienaventuranzas, se encuentran en una nueva relación con Dios (son sus hijos, Lc 6,36). Y esta nueva relación engendra un nuevo comportamiento con los demás. Lucas nos dice que los cristianos han sido transformados en la totalidad de su persona: en sus sentimientos, el amor sustituye al odio; en sus palabras, la bendición a la maldición; en sus acciones, la no violencia a la violencia.

    El Antiguo Testamento nos habla de los enemigos de Israel como enemigos de Dios, y del enemigo personal como rechazado por Dios, ya que el justo y el piadoso están bajo la protección de Dios. Sin embargo a veces se pide al israelita que no se alegre con la caída de su enemigo (Prov 24,17) o se le pide que dé de comer al enemigo hambriento (Prov 25,21). Normalmente el amor y el perdón del enemigo aparecen limitados a los adversarios israelitas (1 Sm 24,26), a los que son del mismo pueblo y tienen la misma religión. El odio al enemigo parece, pues, para el Antiguo Testamento algo natural (Sal 35). Para Jesús, sin embargo, todo cambia radicalmente al unir estrechamente el precepto del amor a los enemigos con el del amor al prójimo. Hay, por tanto, que ignorar las barreras creadas por las afinidades y simpatías naturales (Lc 14,12). Se trata de adoptar el comportamiento misericordioso de Dios (Lc 6,35-36) para recrear una humanidad nueva. Por tanto ningún calculo humano debe guiar la práctica del amor auténtico. El creyente espera la recompensa solo de Dios. Haciendo el bien a sus enemigos imita la bondad de Dios, del que ha recibido el perdón de sus pecados. Su amor a los enemigos es la respuesta agradecida al Dios de la misericordia.

    Pero ese amor del discípulo de Jesús, que siempre es entendido en el Nuevo Testamento no como un sentimiento sino como una acción y una tarea, debe alcanzar incluso a aquellos que aparentemente no lo merecen: los enemigos, los que te odian, los que te golpean y los que te roban.

    La afirmación de Lc 6,31 suele llamarse «la regla de oro» de la caridad cristiana. Nos indica que el amor no se limita a excluir el mal, sino que implica un compromiso operativo para hacer el bien al prójimo. Debemos, sin embargo, rechazar toda comprensión «mercantilista» de la regla. Lo que se busca siempre es el bien del otro y no la estricta reciprocidad, como aparece en los versículos siguientes (Lc 6,32-34). Esta interpretación transforma radicalmente un principio de sentido común, del que ya se hablaba en el Antiguo Testamento (Lv 19,18; Tob 4,15), e incluso en autores tan alejados culturalmente de Jesús como Confucio.

6,37-42 

    Contra la hipocresía. 

    El amor a los enemigos, y sobre todo su perdón, son presupuestos indispensables para conseguir el perdón del Padre que está en los cielos, como lo expresa la petición del Padrenuestro (Mt 6,12). El perdón se convierte en uno de los rasgos distintivos del creyente, del que se encuentra en el tiempo de la salvación y ha asumido el comportamiento mismo de Jesús, que en la cruz perdonó a sus enemigos (Lc 23,34). Jesús no prohíbe apreciar las cosas con objetividad, sino condenar a los demás usurpando así la autoridad exclusiva de Dios como juez (Sal 50,6). Y aunque el perdón humano no será juzgado por Dios según un derecho estricto, la misericordia del hombre para con sus hermanos encontrará como respuesta la misericordia de Dios. Sin embargo Jesús no pretende condenar la corrección fraterna (Lc 6,41-42), de la que el evangelio de Mateo recuerda el proceso comunitario (Mt 18,15-18). Muchas veces la corrección nace de la caridad y la expresa. Pero estas palabras de Jesús nos ponen en guardia para que sepamos primeramente reconocer nuestras debilidades (la viga) antes de intentar corregir los defectos de los otros (la paja). Si así obramos, nuestra intervención correctora será comprendida y respetada.

    Los versículos 39 y 40 no tienen correspondencia estricta en el sermón de la montaña de Mateo. Lo que en Mt 15,14 era una crítica a los fariseos, aquí es una advertencia contra los falsos maestros en la comunidad cristiana. Según Lucas, el verdadero maestro será siempre un discípulo del Maestro por antonomasia, Jesús, al que deberá seguir fielmente.

6,43-45 

    Buenos y malos frutos. 

    Jesús se dirige siempre al corazón del hombre, bien para exhortarle a la purificación (Lc 6,42), bien para pedirle que hable y actúe en coherencia consigo mismo. Según estas palabras hay una relación íntima entre el centro de la persona, lo que el evangelio llama corazón, y el comportamiento externo. Lo que importa no son tanto los hechos cuanto el descubrir el corazón que está detrás de esos hechos. Oculto a la mirada de los otros, pero conocido por Dios, el corazón es el lugar en que se juega la salvación de la persona, porque de allí provienen el amor o el odio. En última instancia sólo de un buen coraron nacerá una praxis auténtica. Pero ese principio fundamental no nos debe hacer olvidar que el criterio para discernir la vida del creyente serán sobre todo sus frutos. Dos comparaciones sirven a Jesús para explicar la importancia de las acciones humanas. Por una parte la calidad del fruto nos informa del valor del árbol, por otra el tipo de fruto nos dice de dónde procede. Así ocurre con nuestros actos. Una vida injertada en la persona y el mensaje de Jesús dará frutos evangélicos. Estos serán ante el mundo el testimonio de nuestra fidelidad y una manera muy concreta de anunciar el evangelio.

6,46-49 

    Los dos cimientos. 

    Lucas, como Mateo, concluye el «sermón de la llanura» con una parábola cuyo mensaje es claro y directo: poner en práctica las palabras de Jesús es el fundamento más sólido de la vida del creyente y, por tanto, el mejor criterio para distinguir el verdadero del falso discípulo (Lc 6,43-44).

    Lucas, que ha utilizado aquí la tradición común con Mateo, ha cambiado algo los detalles de la narración para hacerla más comprensible a sus lectores que no conocen Palestina. Su interés no está en la situación de la casa (roca o arena) sino en la existencia o no de sólidos cimientos; además, el derrumbamiento no se produce por lluvias torrenciales, típicas de la tierra de Jesús, sino por desbordamiento del río.

    Los dos hombres de la parábola son discípulos de Jesús (me llamáis: Señor, Señor), ambos han oído sus palabras, pero sólo uno de ellos actúa de acuerdo con ellas. La parábola pone en evidencia que el comienzo del itinerario cristiano se encuentra en el anuncio y la escucha de la palabra, pero como llamada urgente a una decisión que lleve a una práctica evangélica. Posiblemente el «sermón de la llanura» (Lc 6,17-49) era un conjunto de tradiciones que servían como catequesis bautismal en la Iglesia primitiva. A los que habían sido bautizados «en el nombre del Señor» e «invocaban su nombre» se les presentan los dos caminos posibles a seguir en su vida: o actuar de acuerdo con las palabras del Señor, o no ponerlas en práctica.

7,1-10 

    Jesús cura al siervo de un centurión romano. 

    Un centurión es un oficial del ejército romano que mandaba sobre cien hombres. La manera en que es descrito como un hombre humilde (Lc 7,6), que ha edificado una sinagoga para los judíos y que estaba en muy buenas relaciones con los miembros dirigentes («ancianos») de la comunidad judía de Cafarnaún, nos lo cataloga probablemente como un «temeroso de Dios». Estos eran paganos atraídos por el judaísmo, pero que no daban el paso definitivo para hacerse prosélitos (paganos circuncidados). Esta descripción del centurión nos recuerda la de otro oficial romano, Cornelio, que en el libro de los Hechos aparece como el primer pagano convertido al cristianismo. Las palabras de Pedro en aquel episodio son esenciales para comprender en su totalidad el relato de Lucas: Verdaderamente ahora comprendo que Dios no hace distinción de personas, sino que, en cualquier nación, el que respeta a Dios y obra rectamente, le es grato (Hch 10,34-35).

    En este milagro el interés está puesto en la fe del centurión, un pagano, que contrasta con el rechazo que Jesús encuentra en Israel. Lucas ve en este episodio el preludio de la entrada de los paganos en la Iglesia, uno de los grandes temas del libro de los Hechos. La fe del centurión, signo de la nuestra, consiste en aceptar sin reservas la autoridad de Jesús en su vida, como los soldados que estaban a sus órdenes aceptaban su autoridad. El centro de este relato es, pues, la fe del centurión pagano quien reconoce en Jesús al Señor de la vida.

    Los cristianos que leemos hoy este texto comprendemos que en el nuevo pueblo de Dios han desaparecido las fronteras raciales, sociales, sexuales o culturales, que los hombres crean para excluir a determinados grupos de ciertos derechos (Ga 3,27-28). Todos somos llamados a la única respuesta que se espera de nosotros, la fe humilde y sincera en Jesús y su palabra.

7,11-17 

    Resucita al hijo de una viuda en Naín. 

    En una sociedad en la que la seguridad de la mujer dependía de los hombres de su familia, esta viuda, que ha perdido a su hijo, se encuentra indefensa. Pertenece a los pobres y pequeños que Jesús había declarado dichosos (Lc 6,20-21). Por eso, al dar la vida a su hijo, Jesús provoca en el pueblo, no en los jefes de Israel, una confesión de fe en él y en la misericordia de Dios (Lc 7,16). Esta misericordia del Padre, proclamada en el discurso de la llanura (Lc 6,36) y propuesta entonces como modelo a imitar por los discípulos, se manifiesta ahora en una acción compasiva de Jesús en favor de esta viuda. Es interesante destacar la relación con el episodio que sigue. Al acercar este relato a la embajada del Bautista quiere justificar la respuesta de Jesús a sus enviados (Lc 7,22, los muertos resucitan).

    Lucas se ha inspirado para contar este relato en las narraciones de milagros de Elías y Eliseo. A veces las cita literalmente (1 Re 17,23), pero en otros casos las tiene en cuenta de una manera más genérica (1 Re 17.17- 24; 2 Re 4,17-22.32-37). De hecho la expresión un gran profeta (Lc 7,16), que podría aludir al profeta escatológico esperado por Israel (Dt 18,15-18), se refiere seguramente a un profeta como Elías. La frase de Lc 7,15: se lo entregó a su madre, coincide literalmente con uno de los relatos de Elías (1 Re 17,23).

    Sin embargo, el tono imperativo de Jesús (Lc 7,14) contrasta con el recurso a la oración en los textos mencionados de Elías y Eliseo. La autoridad de Jesús no es sólo la de un profeta, sino la de aquel que se presenta como el Mesías de Israel, el Hijo de Dios y el Señor de la vida y de la muerte que sabe, sin embargo, compadecerse de la necesidad humana. Todo esto se puede resumir en la afirmación de que Dios ha visitado a su pueblo (Lc 7,16; véase Lc 1,68). El Antiguo Testamento habla de estas «visitas» como de intervenciones de Dios para bendecir a su pueblo (Gn 21,1; Ex 3,16; Jr 29,10) o para castigarlo (Ex 32,34; Is 10,12; Ez 23,21). Aquí la visita es obra de su gracia y devuelve la vida al hijo de la viuda de Naín. Pero podríamos ir más lejos y decir que toda la vida de Jesús, y no sólo este acontecimiento, es la visita definitiva de Dios a los hombres (Mt 28,20). Jesús, pues, hace presente en la historia la salvación de Dios.

7,18-35 

    Embajada del Bautista y testimonio de Jesús. 

    En la primera parte del texto (Lc 7,18-23) el punto de partida es la pregunta de Juan que transmiten a Jesús dos de sus discípulos (doble testimonio que era exigido por la tradición judía). El motivo de la demanda del Bautista está en la aparente contradicción que existía entre sus expectativas mesiánicas (Lc 3,16-17), centradas en un Mesías juez y purificador de Israel, y la actuación de Jesús. Este, sin embargo, realiza ante los ojos de los dos testigos los signos distintivos de su propio mesianismo que entroncaba con la tradición profética, pero que en muchos puntos se distanciaba de la imagen que el pueblo de Israel se había hecho del reino mesiánico. Lucas vuelve a recordarnos el episodio de la sinagoga de Nazaret (Lc 4,16-21) donde estos mismos rasgos mesiánicos, al principio de la vida pública de Jesús, anticipan las características de su misión. Jesús revela, por tanto, su mesianismo a los discípulos de Juan con sus hechos y palabras. El que tiene que venir, a la luz de algunas referencias del Antiguo Testamento (Gn 49,10; Zac 9,9; Dn 7,13; Sal 118,26) y de algunos textos paralelos (Lc 13,35; Jn 11,27; Heb 10,37), se puede considerar, en efecto, como un título mesiánico. Se cumplen las palabras de Isaías (Is 26,19; 29,18; 35,5-6; 61,1) con las que éste describía el tiempo de la salvación (Lc 7,22). Jesús sabe, sin embargo, que no es fácil para sus contemporáneos, incluso para Juan, reconocerle como Mesías. Por eso la bienaventuranza del versículo 23 es una invitación a la fe, para que por medio de ella se comprendan los signos que Jesús realiza.

    La segunda parte del texto (Lc 7,24-28) nos habla del testimonio de Jesús con respecto a Juan. Este se encuentra en prisión por defender de manera inflexible lo que es justo (Lc 3,19-20). No es una caña que se deje inclinar ante la fuerza del viento de la injusticia. Ni es tampoco un cortesano, sino un asceta (Lc 1,15 .80; 7,33). Es reconocido por Jesús como aquel que cumple el papel de mensajero y heraldo del Mesías. Juan no ha sentido miedo ante los poderosos y por eso aparece como el último representante de la tradición profética; un representante excepcional, como reconoce el mismo Jesús, pero que ya no pertenece al centro del tiempo, a la nueva etapa del reino inaugurada por Jesús (Lc 7,28).

    La tercera y última parte del texto (Lc 7,29-35) nos habla de la acogida y rechazo que han tenido Juan y Jesús, a pesar de que los dos encarnan tipos muy distintos de enviados de Dios. Es lo que nos viene a decir la parábola de los niños que estaban en la plaza. Juan se ha comportado como un asceta y muchos le han considerado como un poseído por el demonio. Jesús se presenta como alguien que come y bebe, se relaciona con pecadores y publicanos, y se le considera borracho y comilón. En un caso como en otro hay una falsa lectura de los signos de Dios. Sólo los «hijos de la sabiduría» (Lc 7,35), los que han sabido reconocer la sabiduría de Dios presente en las palabras y los hechos de Juan y Jesús, a pesar de sus grandes diferencias, han sabido acoger a Jesús viendo en él al Mesías de Dios. Con la palabra sabiduría no parece que Lucas se refiera a la persona del Verbo en cuanto hombre, como hace Juan (Jn 1,14), sino más bien al proyecto salvífico de Dios.

7,36-50 

    Simón el fariseo y la mujer pecadora. 

    Esta unción de Jesús tiene cierto parecido con la de Betania, que los otros evangelios proponen como prefiguración y anuncio de la pasión y muerte de Jesús (Mc 14,3-9; Mt 26,6-13). La unción tiene en Lucas un significado diferente; es una escena de perdón y conversión. En ella se subraya un aspecto muy querido por este evangelista: la misericordia de Jesús con los pecadores (Lc 15; 19,1-10; 23,40-43).

    El relato anterior ha terminado con una descripción de Jesús como amigo de los pecadores (Lc 7,34). Ahora este principio es ilustrado con un hecho real. La acusación contra Jesús, nos dice este relato, se cae por su propia base. En realidad Jesús participa en los banquetes no por glotonería, sino para llevar el perdón y la conversión a los pecadores, para expresar la alegría de la salvación que se hace real y operativa en él. Lucas no nombra a esta pecadora que hace todo lo que debía haber hecho el fariseo al recibir a Jesús como huésped. No tenemos ningún fundamento para identificarla con Maria Magdalena (Lc 8,2) o con María la hermana de Marta (Lc 10,38-42). Su acción es descrita como una respuesta de gratitud, como la consecuencia del perdón recibido (Lc 7,47). Hay que entender este relato desde la perspectiva de la parábola que cuenta Jesús. El amor de los deudores es la respuesta al perdón de la deuda del prestamista, que en la parábola representa a Dios mismo. Es verdad que Lc 7,47 podría traducirse diciendo que el perdón de Jesús es la respuesta al gran amor manifestado por la mujer. Sin embargo, si nos atenemos al texto de la parábola (Lc 7,41-42), el significado debe ser más bien que el gran amor que la mujer muestra hacia Jesús es prueba de que le han sido perdonados muchos pecados. En cualquier caso Lucas quiere expresar la íntima relación que hay entre el amor agradecido y el perdón de los pecados. Un perdón que se hace presente en la actividad de Jesús.

    Simón, el fariseo, parece, sin embargo, incapaz de comprender la misericordia de Dios. ¿Por qué no puede abrirse a esa dimensión de la salvación? Simón se encuentra entre aquellos a los que se les ha perdonado poco (Lc 7,47). Es de esos «justos» a los que Jesús no ha venido a llamar (Lc 5,32). No puede entender la gracia, el don gratuito y generoso del que Jesús es heraldo y realizador. Se trata de comprender y aceptar la paradoja central del Evangelio: el perdón no se da a cambio de amor, sino que se da simplemente sin esperar nada a cambio. Es lo que la fe de la pecadora ha entendido (Lc 7,50).