CONCLUSIÓN

P. Agustin Apaolaza o.s.b.

Monasterio Benedictina de Estíbaliz

 

1. Hemos partido de una experiencia de vida que todos llevamos en nuestro corazón: el deseo de felicidad. Es una sed insaciable: ansia de  felicidad. Pero ¿dónde encontrar esa felicidad? ¿Cómo realizar ese deseo? ¿Qué caminos tomar para ser verdaderamente feliz? ¿Valen todos los caminos? ¿El dinero? ¿El poder? ¿Los placeres? Para muchos la felicidad está vinculada a la posesión: es feliz el que posee todo lo que desea. Nosotros hemos recorrido el camino que nos ha presentado Jesucristo. Es el camino que quiere realizar el deseo que llevamos cada uno. Es un camino que da sentido a nuestra vida y nos enseña el fin último al que Dios nos llama: en este mundo la participación en el Reino que nos ha traído Cristo, y la vida eterna, el descanso en Dios.

2. Ahora mirando hacia atrás, ¿qué hemos encontrado en el texto bíblico de las Bienaventuranzas? Lo primero que hemos encontrado es una revelación de Dios: cómo es Dios. No hemos encontrado, en primer lugar, unos principios filosóficos, ni unas normas morales. Hemos encontrado, en primer lugar, una buena noticia: los planes de Dios y su benevolencia. Dios quiere la felicidad de la persona humana. Dios no quiere dejar a la persona humana  en la miseria, en el sufrimiento, en la guerra, en la opresión, bajo las consecuencias del pecado. Dios quiere para la humanidad una vida feliz, digna. ¿Cómo? Comunicando su felicidad, su vida. En el Reino que Dios nos ha dado en Cristo, los pobres y los que lloran tendrán una oportunidad para llegar a ser felices. Y ese Reino tiene dos aspectos: el de ahora, de este mundo, y el de la escatología. En el tiempo de este mundo todavía siguen los sufrimientos y la pobreza. Y aquí tenemos una pregunta importante: ¿Si Dios está buscando la felicidad de la humanidad, cómo no actuar nosotros a favor de los necesitados?

3. Además de la revelación de Dios, estas Bienaventuranzas nos han traído la revelación de Jesucristo. Jesucristo ha vivido las Bienaventuranzas antes de predicar. Las Bienaventuranzas nos traen el retrato auténtico de Jesucristo: El es, de verdad, el pobre de espíritu, el misericordioso, el constructor de la paz… No sólo es modelo, sino fuerza eficaz para cada uno de nosotros. La última Bienaventuranza nos da mucha luz en este campo: “Por mi”, por Jesucristo. Participando en su muerte y resurrección, podemos conseguir la felicidad.

4. Pero la persona humana, por su parte, debe cumplir unas condiciones para participar en los planes de Dios: ser pobre de espíritu, misericordioso, constructor de la paz… Es la dimensión antropológica de las Bienaventuranzas. Estas exigencias de ahora son como el apoyo donde nace la esperanza del futuro, que debe transformar la existencia del creyente. Estas exigencias nos introducen en el camino de la vida cristiana, en el camino del Evangelio.

5. Hemos recordado, aunque brevemente, la historia de la Bienaventuranzas evangélicas. Hemos distinguido tres etapas: la predicación de Jesús, anterior a los Evangelios, el Evangelio de Lucas y la catequesis de Mateo. Lucas y Mateo han adaptado el mensaje de Jesús a los cristianos de su tiempo. Pero estos evangelistas no han desvirtuado el mensaje de Jesús, sino que lo han enriquecido. Sabemos que la Palabra de Dios cuando es predicada y adaptada, crece. Es un ejemplo interesante para los y las catequistas de nuestros días.

6. Estas Bienaventuranzas hablan de la situación difícil de las personas, pero no se dedican a concretar estas situaciones. Lo único que interesa a Jesucristo es recordar cómo puede salir la humanidad de esa situación.

7. Las raíces de las Bienaventuranzas se encuentran en la tradición de la Biblia, tanto en el A. como en el N. T.  Y por lo mismo, nada extraño si hemos recurrido a la Biblia para explicar los textos de las B.  Las B. son el compendio de toda la Biblia.

8. En la segunda parte de las frases hemos encontrado la fuente principal de la bienaventuranza: de ellos es el reino de los cielos, verán a Dios, serán llamados hijos de Dios… Pero cabe una pregunta: ¿No bastaría cumplir la primera parte de la frase para llegar a ser feliz?  El que es pobre de espíritu, el que es misericordioso, el que es constructor de la paz, ¿No podría realizar su deseo de felicidad en esa actitud humana de bondad? El ser misericordioso, el saber perdonar, ¿No da de por sí la felicidad? ¿La fe añade algo a esta actitud bondadosa del hombre?

Se puede responder que la esperanza del encuentro con Dios en la escatología debe transformar la vida presente del individuo. Le debe dar una motivación y una dimensión nuevas. Pero queda la pregunta: ¿Hay que ser creyente para esperar encontrar la felicidad en el hecho de ser misericordioso? ¿Las Bienaventuranzas no tienen sentido para todo  ser humano que vive las expresiones que encontramos en la primera parte de las frases? El que es manso ¿No puede encontrar la felicidad en esa actitud? ¿La experiencia no nos enseña que el que se niega a perdonar se convierte en desgraciado, rompiendo las relaciones con los demás?

¿Qué aporta, entonces, la fe en este caso?  Tres cosas:

En primer lugar, una referencia. Si el creyente se esfuerza en perdonar y amar a los enemigos, no lo hace, en primer lugar, por interés táctico, por un ideal de dominio sobre sí mismo. Su motivación la encuentra en la imitación de Dios: “Pues yo os digo: amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos” (Mt 5,44-45). Los primeros cristianos entendían así las cosas refiriéndose a la bondad de Dios y al ejemplo de Jesucristo (1 Pe 2,23).

En segundo lugar, además de una referencia, tenemos con la fe una garantía. Todo lo que nos dice la primera parte de la frase, no es nada fácil. Resulta difícil ser misericordioso, perdonar a los enemigos, ser constructor de paz, ser pobre de espíritu. La Palabra de Dios, el Espíritu, viene en ayuda de nuestra debilidad (Rm 8,26).

Además, los creyentes estamos convencidos de que la apertura a Dios constituye un elemento esencial de la felicidad. Es una convicción basada en la experiencia: la sed de felicidad no se apaga con solos recursos humanos, sino que busca algo más. Esta sed se puede apagar sólo abriéndose a la trascendencia, a “lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman” (1 Cor 2,9). Para el creyente esta aspiración fundamental al Absoluto ha sido depositada por Dios en el corazón de la persona humana: “Nos has hecho, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descase en ti” (S. Agustín, Confesiones I,1).

Algunas afirmaciones del Vaticano II van en la misma línea: “El Señor es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden los deseos de la historia y de la civilización, centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud total de sus aspiraciones” (Gaudium et Spes, 45). “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes, 22). “La Iglesia afirma que el conocimiento de Dios no se opone en modo alguno a la dignidad humana, ya que esta dignidad tiene en el mismo Dios su fundamento y perfección… El hombre es llamado como hijo a la unión con Dios y a la participación de su felicidad. Enseña además la Iglesia que la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su ejercicio. Cuando, por el contrario falta ese fundamento divino y esa esperanza de la vida eterna, la dignidad humana sufre lesiones gravísimas – es lo que hoy sucede con frecuencia -, y los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor, quedan sin solucionar, llevando no raramente al hombre a la desesperación” (Gaudium et Spes, 21).

Nos viene bien para terminar, una afirmación del Vaticano II: “Los religiosos, por su estado, dan un preclaro y eximio testimonio de que el mundo no puede ser trasformado ni ofrecido a Dios sin el espíritu de las bienaventuranzas” (Lumen Gentium, 31)